Por Marco González Barthlemy
Antígona; ¡otra vez tengo ganas de golpear a alguien!
Desde esas palabras desenfrenadas se articula un discurso agresivo pero lúdico, sagaz pero oportuno, bajo códigos performativos, donde los actores parecen locos que han tomado el teatro por asalto y ahora juegan, gritan, se embarran con arcilla y otras sustancias.
El escenario tradicional se convierte ahora en un lugar expandido que aprovecha las posiciones aleatorias y la luz como elemento creador y delimitador de espacios que surgen de la oscuridad. Al apagarse una zona se enciende otra y así se sucesivamente se va redireccionando la atención del espectador. No hay lunetario, todos estamos de pie, porque la cuarta pared ha sido saboteada. Actores y espectadores comparten a un mismo tiempo el mismo escenario, así somos cómplices obligados de esos “locos” que bailan y chapotean con sustancias viscosas en el piso del teatro. Desde esa visualidad se articula la arenga que parece improvisada (aunque que se trate de un texto aprendido).
Nos hablan de relaciones familiares, nos interrogan y nos preguntan en cuáles de esos arquetipos encajamos. Hay uno para el hermano mayor y el hermano menor, otro para el padre, la madre y los abuelos. Desde allí exponen una opresiva lógica que nos mantiene en zonas “políticamente correctas” del deber/ser del núcleo familiar, la sociedad o el trabajo. Pero también del canon de belleza, la marginación y el consumo.
Estos temas distintos quedan interconectados por un discurso que es como un grito, y que deshace las convenciones, tanto teatrales como morales. Tal vez por ello los actores llevan un vestuario ligero que los muestra semidesnudos en un discurso frontal y desenfrenado.
Aunque resulta cómico, dicho humor posee el gancho que provoca la risa desde un decir demencial, pues no se hablan aquí de cosas banales o sutiles, sino de interrogantes existenciales, que cuestionan las relaciones de poder, el papel de la familia, los hegemonismos, las sociedades tiránicas y todos aquellos poderes que oprimen de un modo u otro al individuo contemporáneo.
¿Por qué Shakira se tiñe el pelo de rubio, si todos sabemos que su color natural es el negro? ¿Por qué la mayoría de las chicas latinoamericanas hacen lo mismo que Shakira? ¿Por qué si eres blanco tienes más posibilidades de que alcanzar un puesto de trabajo? ¿Por qué los inmigrantes no son tan bien acogidos en otras tierras? ¿Por qué tienen que haber inmigrantes?
A partir de esas preguntas/ provocaciones se irá tejiendo la cadena de acciones. La alternancia entre pasajes trágicos y cómicos (apoyada por una elección musical perspicaz), irá configurando zonas donde los actores pongan su fiscalidad también en función de un resultado catártico. El elemento lúdico y desenfadado del discurso también se expresa en el/los cuerpos. Cuestionarse desde el cuerpo, (tanto actoral como escénico) la posición de Antígona, la irreverencia y la desobediencia; ha sido el verdadero desafío de estos actores que fingen la locura para contar las verdades más doloras. Asistimos al exorcismo de esos cuerpos cuyo deseo de libertad se hace manifiesto desde la partitura gestual de cada actor/ actriz.
Esos cuerpos se revelan también al final, como un gesto de máxima potencia; ante un espectador que ha aceptado sus códigos y ahora se enfrenta a deshacer el festejo de todo lo anterior. Mientras una actriz toma un micrófono y lee la lista de desaparecidos y asesinados por dictaduras latinoamericanas en nuestro continente durante el siglo XX, se ilumina otra zona del escenario donde un actor, mojado por un líquido rojo escenifica la muerte de los cuerpos caídos. Una muerte repetida, incontable, cíclica. Cae y se levanta del suelo, una y otra vez, hasta fijar en nuestra memoria una montaña de cuerpos inexistentes, irónicamente reales. Poco después proyecta un extenso glosario con términos de tortura. Pareciera que estamos condenados a olvidar la historia, y dolorosamente a repetirla. A estas zonas nos ha llevado, más de una vez, la ambición del poder.
Foto cortesía Pitouch Teatro