Por Roberto Pérez León
Talentosos hacedores de la danza montaron un espectáculo que llenó de entusiasmo a una generación que carece de eventos de la magnitud de Alma: la revolución de un sueño. Los más viejos, que éramos los menos, vimos una masa de jóvenes aplaudiendo febrilmente un espectáculo despampanante como pudieron haber sido para nosotros en su momento las puestas de Danza Moderna o del Conjunto Folclórico en el Mella.
Yo también aplaudí en la Sala Avellaneda. Mi aplauso fue íntimo homenaje a quienes plantaron la simiente creadora en la danza entre nosotros: Eduardo Rivero, Víctor Cuellar, Ramiro Guerra, Alberto Alonso: Medea y los negreros, Súlkari, Panorama, Suite Yoruba, El solar, Okantomí, Micheangelo y muchas otras mágicas mixturas de danza, drama, carnaval, comparsa, memoria etnia, mulateces y definitivas negritudes.
Se me dirá que el pasado ya pasó. Cierto no hay que vivir de evocaciones que se convierten en nostalgias desestimuladoras del futuro; no hay que vararse en la creencia que todo tiempo pasado fue mejor. Pero sucede que cuando el pasado prevalece, cuando se empina tanto sobre el presente, a los viejos nos invade una achacosa nostalgia pendenciera. Medio siglo después no hemos superado de manera rotunda -no digo definitiva porque en arte no hay nada definitivo ni prescriptivo- las obras de los maestros de la coreografía, del diseño escénico, de la música escénica en el transcurso de los últimos cuarenta años del siglo XX entre nosotros.
¿Si los jóvenes y los tembones y los viejos que aplaudieron sin reservas en la Sala Avellaneda hubieran conocido Súlkari o Suite Yoruba o El solar habrían aplaudido igual? Pues sí. Un aplauso sustanciado de la visibilidad invisible por la memoria de aquéllos tiempos que tuvieron el encanto de elucubraciones escénicas poderosas.
Ahora bien, dejemos claro que los aplausos que retumbaron en la Sala Avellaneda fueron merecidos porque Alma: la revolución de un sueño es un espectáculo que deja una satisfacción visual y sonora muy celebrable.
Alma: revolución de un sueño tiene una producción impecable. Y voy a decir lo que algunos achacosos productores artísticos deben andar cacareando: hubo el dinero suficiente y necesario para la puesta en escena. Pero también hubo buen gusto y equilibrio compositivo. La visualidad del espectáculo “apantalló que es lo que a veces los achacosos productores artísticos no logran con dinero ni sin dinero. Sí, Alma… apantalla que es como decir en el argot de los jóvenes: deslumbra, distrae como debe hacer un espectáculo con esos propósitos.
Alma… no es solo una obra de danza. … es un espectáculo, sus productores han tenido clarísimo lo que querían y por eso sale un espectáculo pleno de entretenimiento.
¿Qué es un espectáculo? Una mercancía que embruja, deleita, entretiene. El entretenimiento es tan antiguo como el hombre, no precisamente, como muchos aseguran, comienza cuando el ocio resulta del tiempo libre después del trabajo. Entretenerse, por placer y socializar, ha sido una de las fascinaciones del hombre.
A partir de los duraderos criterios de Debord en su libro La sociedad del espectáculo podemos tener fundamento para considerar, desde el punto de vista debordiano, a Alma… como un espectáculo.
Y como buen espectáculo desarrolla una integración de lenguajes, crea realidades audiovisuales desde corporalidades que desbordan la espacialidad convencional. En el escenario produce complejidades performativas de significativo valor estético a partir del uso de la tecnología en consonancia con un muy buen tino compositivo escénico.
Un espectáculo de hibridez tonificada desde ángulos con vértices en la danza moderna, neoclásica, callejera, popular, contemporánea con apoyaturas en partituras musicales atinadas y marchosas, mundanas.
Coreográficamente hay configuraciones desinhibidas que le otorgan al espectáculo una alegría ubicua de formato híbrido: teatro de figuras, bailes, cantos, reverberaciones grupales de un hedonismo sabroso-caribeño.
Todo en Alma… conduce a un inmune efecto de entretenimiento. En ningún momento se plantea el escenario como un tablero de ajedrez donde tienen lugar indescifrables jugadas estético-ideológicas.
Más de veinte bailarines convencen por la satisfacción con que participan sobre el escenario. Se baila no para hacer el espectáculo sino para gozarlo y sonsacarle formas de expectación desde una movimiento corporal maduro profesionalmente.
Alma… es una epifanía visual sonora que a partir de la danza cruzada atraviesa parte de la historia de Cuba. Nos remite, desde un usado pero muy bien repetido ritual dancístico, a la conformación de parte de nuestra nacionalidad mulata con su correspondiente fogosidad y arrebato.
En dos cuadros que no precisan de ambiciones dramatúrgicas pese a que se evidencia una teatralidad innecesaria, corren las dos horas de afirmación de una alegría de vivir. Y punto. No tenemos que buscarle más patas al gato.
Las ponderaciones en función de llegar a poner a Alma… como hecho trascendente son innecesarias. Se trata de un suceso escénico que por sus esencias no precisa de más pasión que la del estrangulamiento de cualquier intento por convertirlo en algo más allá que no sea atractivo, entretenido.
Sus productores no cejaron ni un momento en el camino de lo bello sin distracción ni trastazos que desencaminan.
Alma… es sustentable en la medida que no lo veamos como evento escénico especular del paradigma estético que aún son Suite Yoruba (1960), Súlkari, La memoria fragmentada (1989), Dédalo (1989). Eso sí, la espectacularidad de Alma… está, consciente e inconscientemente, contaminada, muy provechosamente contaminada de referencias a esas obras.
Por otro lado no pretende una epización brechtiana de la esclavitud africana. Si quisiera dramatizar el indeleble componente negro fracasa porque teatralmente se desvanece como espectáculo dramático. Eso sí, reverdece deliciosamente en su pulsión rapsódica desde un país que transpira odas, epopeyas y dramas sostenido en la magia de lo musical que suele saber a jugo de tamarindo y también al jaibol que es Alma: la revolución de un sueño
Póster del espectáculo Alma: revolución de un sueño