Águila y Dragones, las encrucijadas de una sociedad

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Por Esther Suárez Durán

Vuelve a la escena –al fin—la exitosa puesta de Águila y Dragones, del Teatro Rompetacones, agrupación habanera de escasa frecuencia en los circuitos profesionales a pesar de que en este año cumple un cuarto de siglo de existencia y de su intenso trabajo comunitario.

Con este título, que alude a la intersección de dos calles del municipio Centro Habana a la vez que al mundo zoomorfo en una mezcla entre realidad y mito, se desarrolla ante los espectadores esta historia entre Lucio y Margarita, en una evocación faústica durante la noche de fieles difuntos.

En el transcurso de una historia compartida durante décadas, desde las aulas de la enseñanza media, por este joven de familia “bien situada” y esta muchacha de procedencia humilde, hija de un padre íntegro, se nos develan hechos, trayectorias y contextos sociales conocidos.

Nuevamente Lucifer pudo seducir a Margarita. Hasta el instante en que ella decide renunciar a su influencia y, pese a todo, regresar al lado del padre para recuperar el sentido ético de la vida, aunque, paradójicamente, pierda, en solo un instante (con el derrumbe del añejo edificio) a la persona amada que ha inspirado su retorno a los orígenes.

En diciembre de 2014 Águila y Dragones se estrenó en la sala Covarrubias del Teatro Nacional de Cuba con notable éxito. Motivos diversos, entre los que figuraron la ausencia de un espacio de ensayo con las dimensiones adecuadas, así como de uno semejante para las presentaciones en los circuitos de programación de la capital, hicieron inviable su regreso. Como el teatro es, en efecto, un arte vivo, su autora, la actriz Miladis Ramos, actualizó su texto para poder dialogar de manera más eficaz con nuestro presente.

Entre aquella versión y la actual, a una década de distancia, el ambiente fáustico –su naturaleza— ha invadido nuestra realidad cotidiana y el teatro –en principio, su pauta literaria— resulta hoy documento privilegiado para constatar el cambio.

Es difícil valorar asuntos técnicos como la estructura y otras características de un texto teatral mediante el encuentro directo con su puesta en escena, no obstante, y a pesar de la belleza y contundencia de determinados diálogos, pienso que aún queda trabajo por hacer sobre la estrategia dramática, revisar algunas redundancias así como la urdimbre de su cuerpo primigenio de manera que lo que se desee compartir integre el legítimo juego formal del arte y no necesite ser declarado de modo manifiesto.

Regresan a escena los dos actores del inicio: Miladis Ramos, como Margarita, y José Ignacio León, como Lucio. Intactas sus capacidades expresivas. La calidad de la actuación es otro de los tantos de la puesta. Para ambos hay aquí una partitura, que firma José Enrique Rodríguez, director artístico y también general de la compañía, que hace resonar los valores del texto y les solicita hacer uso de sus amplias capacidades como intérpretes.

El sobrio diseño de espacio y vestuario, de Lourdes León, y la iluminación discreta de Marvin Yaquis, requeridos por la dirección del espectáculo, conforman el ambiente preciso para disfrutar del arte del actor, un raro privilegio en los tiempos que corren.

El diseño escénico, sin embargo, merece un destaque particular. La trabajada y cuidada alfombra que cubre el escenario alterna el dibujo inolvidable característico de las losas de las primeras décadas del siglo XX con fragmentos de periódicos; sobre ella tres elementos más: un enorme capitel desdeñado en una esquina (recordar que su función arquitectónica es repartir las cargas, a la vez que sirvió como elemento decorativo con un tratamiento escultórico en determinadas épocas), un pequeño banco hacia la zona central y un andamio de dos pisos a la derecha del espectador. Al fondo se proyecta – sin molestar, cual una pared– una imagen que remite al paso del tiempo, la lobreguez y la desidia. Todo el espacio circundado con las familiares cintas plásticas encargadas de resguardar cualquier zona de desastre.

El andamio, además de no resultar ajeno en escenario semejante, enriquece la dinámica de planos de la acción escénica y le posibilita energía de otra cualidad.

Miladis Ramos, en particular, posee ese exquisito don de la imantación, tan caro al oficio teatral. Esa cualidad que mantiene sobre ella la atención del espectador. Y una vez más transita, con total naturalidad, por todos los registros necesarios.

En escena, dos actores absolutamente presentes, que se escuchan y registran las acciones y reacciones del otro como si cada función resultara la primera vez.

Me pregunto por qué intérpretes de tales características no son empleados por nuestros medios en sus espacios dramáticos (tan huérfanos hoy de talento y experiencia) y por nuestro cine, aunque, en realidad, es el ámbito del teatro –en intercambio directo con los públicos— el sitio idóneo para el despliegue de sus peculiares energías y su magnetismo.

Ojalá podamos, entonces, disfrutarlos con mayor frecuencia en desempeños tan exigentes como este, donde además de repensar las condiciones de nuestra vida social actual, los desafíos y disyuntivas que se nos presentan, la eticidad continuamente a prueba, es posible también sentirse tocado por la gracia de ese algo sutil e inefable que define el verdadero arte del actor.

No deseo terminar sin agradecer al equipo director, técnico y de atención al público y la sala del Centro Cultural Brecht que acoge a nuestras agrupaciones, sus obras y sus espectadores en condiciones tan complicadas como las que caracterizan nuestros días. El teatro se hace en comunidad. Todos sus miembros –que , por supuesto, incluyen a las audiencias—  resultan responsables de su magia.