Varios son los textos que se han escrito sobre Santiago García y su huella en el teatro colombiano, a raíz del fallecimiento reciente de este destacado director. Cubaescena publica esta reflexión que nos ha llegado en los últimos días
Por Samuel Vásquez
La historia del teatro colombiano es de reciente datación. A pesar de las teorías de los historiadores científicos que creen que nada es fundado, sino que todo viene de una evolución natural, y que un acontecimiento es apenas el momento de un proceso continuo de cambios de hechos corrientes (casi aceptando un determinismo donde todo podría preverse), hay hechos significativos que rompen esa “evolución natural”, y que, más que pasos naturales previsibles, son saltos libres y anárquicos que nos sorprenden a pesar de estar avisados. Hechos que rompen con el tiempo cotidiano y fracturan el tiempo histórico establecido y aceptado. Gracias a ello podemos decir que los fundadores del teatro colombiano son Enrique Buenaventura, Santiago García y Carlos José Reyes.
No se trata aquí de un síndrome de Adán, como repiten los comentaristas cuando se señala un hecho fundante. Fundar es fundir tiempo, espacio y deseo en un mismo instante. Ellos estuvieron en aquel momento, en un mismo país, compartiendo deseos similares. Ellos tres hicieron una práctica específica, con una frecuencia, una calidad, y una visión que no se había dado entre nosotros. No es el cauce el que conduce al agua, es el agua que corre que con su fuerza y decisión crea el cauce. Sólo la dócil agua comercial se deja conducir, agua sin ambiente propio, sin paisaje. La educación y la historia en vez de devolvernos al hontanar primigenio, nos doméstica.
Los montajes de Soldados, por Carlos José Reyes, A la Diestra de Dios Padre, La Maestra y La Orgía, por Enrique Buenaventura, Marat Sade, El matrimonio y La cocina, (con una funcional y estética escenografía de Feliza Bursztyn), por Santiago García, son hechos fundantes del quehacer teatral en este país.
Sin duda, prefiero ese primer período poético de ellos cuando hacían puestas en escena de Jarry, Gombrowikz, Cepeda, Carrasquilla, o creaban su propia dramaturgia, que su posterior militancia brechtiana que imponía el Método de Creación Colectiva. (Demasiadas discusiones sostuvimos con Enrique y con Santiago a causa del sacralizado Método de Creación Colectiva que se volvió oficial y obligatorio para el teatro de este país durante demasiado tiempo, arrojando a las tinieblas a quien abjurase de él.)
Y, mientras propendían por un internacionalismo político, abogaban por un arte puramente nacional. Contradicción evidente plantear un nacionalismo brechtiano. En tales circunstancias dijimos en su momento: Quienes se encaprichan con un “arte nacional”, están haciendo un énfasis exagerado en la importancia que debe tener un espacio como motivación concluyente del arte y única posibilidad de identidad del artista. Siempre adoptan espacio como geografía política, como Patria; nunca espacio como paisaje, como lugar, como sitio, ni espacio como prolongación de cielo que nos llega. Niegan el espacio como casa y como universo. Ignoran que el artista no tiene patria sino matria, y que su país es su infancia (Rilke).
Son ya históricos los chauvinismos enfermizos que esto ha acarreado en Latinoamérica. Esa angustia afanosa de búsqueda de una identidad es un rasgo neurótico propio de personas que carecen de ella. Si nos pusiéramos a buscar honestamente nuestra identidad nos pasaría algo semejante a lo que le sucedió a Pinocho cuando decidió hacerlo: investigó todas las partes del árbol de donde procedía y encontró que una parte era la culata de un fusil, otra la puertecita de un sagrario, otra la cama de un burdel, otra un bote salvavidas.
¿Por qué la mayoría del teatro que se ha hecho en Colombia ha sido heredero exclusivo, directo y comprometido de la estética del realismo socialista de Bertold Brecht, y ha dejado de lado el rico legado de Jarry, Artaud, Beckett, Kantor, Müller, Wilson, Grotowsky, Gombrowikz y otros?
Sólo las formas realistas del arte son aptas para hacer caer al espectador en aquella identificación de la que hablaba Brecht. Las formas no realistas, (abstractas, surrealistas, expresionistas, etc.) ya están distanciadas y no producen empatía ni hipnotismo, ni identificación. Paradoja tremenda, son precisamente las formas realistas las que engendran la identificación de la que Brecht tanto pedía alejarse. Él, que abogaba por un realismo socialista supo ver, no obstante, que era allí en donde se incubaba ese cáncer. Pero el efecto de distanciamiento no garantiza inmunidad contra la afección hipnótica y narcotizante en algunas obras de teatro: en el mimo y en la ópera, formas teatrales distanciadas, se hallan los más descarados laboratorios de estupefacientes de entretenimiento y distracción para consumo del espectador.
Aunque del período brechtiano del Teatro La Candelaria me sorprendió El Diario del Rebusque, con la magnífica escenografía de Pedro Alcántara y donde Santiago García construye el mejor personaje de su larga carrera teatral, la obra más aplaudida en la historia del grupo es Guadalupe, años sin cuenta.
En la década del setenta, el Taller de Artes trajo la obra Guadalupe, años sin cuenta por primera vez a Medellin.
En Guadalupe…, se demuestra como un texto llano, sin alcances poéticos, puede llegar a ser eficaz a través de un montaje adecuado, recursivo y divertido, gracias al sentido de la puesta en escena de un director como Santiago García. Podría decirse que el montaje es muy superior al texto dramático, por lo que en el futuro las personas que lean ese texto no alcanzarán a entender por qué se dio esa gran acogida a la obra en su momento. Con Guadalupe…, el grupo de La Candelaria alcanza el cenit de su estilo y de la eficacia comunicativa de su temática.
Guadalupe, años sin cuenta muestra la lucha de las guerrillas de los Llanos comandadas por Guadalupe Salcedo en los años cincuenta, sus difíciles y ambiguas relaciones con el partido liberal, y, lo que me parece más memorable, opone la Historia Oficial a la leyenda popular sobre la muerte de Salcedo, poco tiempo después de entregar las armas y desmovilizar su grupo insurgente al aceptar la propuesta de paz del general Rojas Pinilla, en 1953.
En la obra (y en la realidad), a través de la reconstrucción de la muerte de Guadalupe Salcedo, la historia oficial va construyendo su verdad (contra toda prueba), que se opone obstinadamente a la tradición oral que sigue viva de boca en boca en la leyenda popular. De manera clara e inteligente, la obra presenta esta oposición al comienzo y al final.
Es afortunada y sobresaliente la inclusión de la música llanera, a manera de coro que comenta la acción escénica. La belleza, la dignidad y la pertenencia de esta música le agregan paisaje, atmósfera e identidad a la obra.
Queda en el aire, sin embargo, la inquietud de si el reduccionismo y el simplismo con que son abordados en la obra el comportamiento y el pensamiento de la burguesía liberal, se justifica con el tratamiento humorístico a que es sometido: si este humor subvierte realmente, o sólo se queda en el chiste llano.
Dice Giorgio Antei:
Al recurrir al mismo elemento dramático en el inicio y final de la pieza –el asesinato de Guadalupe Salcedo- estimula una serie de consideraciones. La circularidad estructural realizada mediante la analogía y la complementariedad (o consecuencialidad) del prólogo y el epílogo –versiones semánticamente discordantes pero formalmente similares del mismo acontecimiento- es rigurosamente funcional tanto en el desarrollo de la acción y en su conclusión como en la formulación de la tesis. En este segundo sentido el acontecimiento se transforma de simple paradigma de un contexto histórico delimitado –la violencia en los Llanos- en emblema de la brutalidad represiva del orden capitalista. El discurso, pues, trasciende los límites de la representación ocasional y se le sobrepone para trasladarse al terreno propiamente crítico y didáctico. La oposición, la confrontación dialéctica, entre la escena inicial y final, contiene una elevada tensión comunicativa y permite la actualización del mensaje político, o mejor dicho, la traslación de categoría del particular al universal, como diría Luckács.
Al espectador “interesado” se le ofrece –de una manera provocadora (¿Acaso no es el teatro un lugar de provocación?)- la oportunidad de recoger y organizar las informaciones, que gradualmente le han llegado con base en el desarrollo diacrónico de los hechos, dentro de un marco que resume polémicamente el acontecimiento y al mismo tiempo lo vuelve a proponer –síntesis sincrónica- como rasgo característico y constante de la sociedad burguesa, como instrumento de toda reacción. Es significativo, desde este punto de vista, el anonimato del personaje asesinado al final. Al público se le sugiere que se trata de Guadalupe Salcedo: pero la insinuación implica un alto grado de ambigüedad porque una máscara despersonaliza al guerrillero, aplana sus contornos biográficos, lo vacía de las connotaciones demasiado comunes. Además, por otro lado, no es posible aprovechar las aproximaciones fisionómicas, porque Salcedo nunca aparece en la escena: voluntariamente se impide que aflore una personalidad reconocible. Porque el asesinado es un héroe impreciso y universal, el eterno Prometeo. El epílogo, en fin, remueve un mito –reduciendo a Guadalupe a función de emblema (epónimo) y ofrece en cambio una “raíz mítica” mucho más profunda y general para ser disfrutada de todo el grupo humano…[i]
[i] G. Antei, Apuntes Sobre ‘Guadalupe Años Sin Cuenta’, “Cuadernos de Teatro No. 8, Corporación Colombiana de Teatro