Por Roberto Pérez León
Luego de treinta años de su estreno tenemos un nuevo regreso de Manteca (1993) del dramaturgo Alberto Pedro Torriente, obra inscrita en la dramaturgia nacional y que puede antropológicamente contribuir al estudio ideológico de uno de los períodos de significativa voluntad e instinto del pueblo cubano: el llamado Período Especial de los años noventa.
Cualquiera diría que hay un renacer de la obra dramática de Alberto Pedro. Recientemente en la Sala Tito Junco del Bertolt Brecht se puso Mar nuestro con un montaje de Teatro de la Luna y que considero una de las puestas en escenas más valiosas de 2023. Manteca ha estado todo enero en la Sala Llauradó, con esta puesta se inaugura entre nosotros la agrupación Tebas Teatro dirigida por Alberto Sarraín.
En la sustancial manteca de Manteca nadan y se agolpan la ironía, el choteo, la ambigüedad. Como la verdolaga, crece y florece un costumbrismo acaudalado en alardes, escombros y miserias, parloteos vehiculados dramatúrgicamente con expresividad ritual de plenitudes “teatrantes”.
Manteca aun genera abundancia sígnica. La relación escena-sala disfruta de un dinamismo magnético, vívido por la eficacia logocéntrica que genera resonancias de sentido en el espectador al configurar diferentes situaciones en diferentes niveles de manifestación de la historia. El hablar, como ya sabemos, es actuar. La acción verbal es definitoria en la situación dramática: matar el puerco para conseguir manteca, saborear chicharrones y embarrarse sin que los vecinos se enteren.
Independientemente de la visión que tenga de la obra el director que asuma la puesta, en este caso Alberto Sarraín, el calibre textual y escénico de Manteca tiene una potencialidad dramática insoslayable. La palabra como sistema escénico significante engendra potentes significados: El logos spermatikos en su operatividad desarrolla razones seminales en nuestro contexto sociocultural. Y bueno, es que la carne de puerco tiene entre nosotros anclajes considerables que propician la creación de significados desde la vivencia teatral. Manteca no precisa de resurrecciones ni condicionantes para que tenga estela de actualidad, su sentido escénico se ovilla entre coordenadas temporales de íntimas metamorfosis.
Como fue en los noventa esta puesta en escena de Manteca en la sala Llauradó también es una catarsis. La fácil, cómoda y divertida identificación del espectador tiene la claridad y lo distanciador del choteo. Se ha dicho que el choteo es uno de nuestros rasgos idiosincrásicos, que es algo consustancial a nuestro carácter y comportamiento. No creo que sea del todo así. Jorge Mañach, lúcido veedor de nuestro período seudorepublicano, concluía que el choteo surge en los momentos en que tenemos la soga al cuello. Son las circunstancias, el contexto, el ambiente socio familiar lo que nos incita al relajo, al choteo para columpiarnos y esquivar los trancazos que entre risas y burlas metaforizamos.
Al reflexionar sobre las encrucijadas entre los recursos del absurdo y del realismo que Manteca podría generar a la hora de concebir su montaje quiero recordar una vez más a Virgilio Piñera cuando se refiere al trance en que se vio al regresar de Buenos Aires y sentarse a escribir Aires frío (1960): “Al disponerme a relatar la historia de mi familia, me encontré con una situación tan absurda que sólo presentándola de modo realista cobraría vida ese absurdo”.
En Manteca se desarrolla una extrañeza connatural a nuestro contexto: la familia zozobra entre la necesitad de manteca de puerco, ocultar el puerco a los vecinos, la ineludible matanza del puerco y los afectos que este generó durante su crianza. Extrañeza que si se manifiesta escénicamente desde los procedimientos del absurdo perdería su corpulencia; y, para que así no suceda, la obra recurre a los mecanismos del realismo como recurso para que lo absurdo de las tribulaciones de la familia adquiera potencialidades para descifrar la realidad. Mediante el realismo escénico más ortodoxo ese absurdo se metamorfosea y pasa a ser parte del prodigioso acervo de nuestro costumbrismo más contemporáneo.
Fotos: Sonia Almaguer