Por Noel Bonilla-Chongo
“Danzar solo, entonces.
Pero danzar, en plural, sus solitudes”
Georges Didi-Huberman
Es sabido de la gran paradoja a la que asiste la escena coreográfica contemporánea: por una parte, se insiste en privilegiar las grafías espectaculares del baile en grandes masas y, en otro orden, el solo en la danza se reivindica como sitio para la experimentación y la reconquista de una peculiar singularidad estetizante que sobrepasa el socorrido asunto de presupuestos financieros contraídos para producir, circular o legitimarse en tanto artista. Y aquí, en nuestros escenarios insulares, más allá de programaciones menos frecuentes, diásporas de artistas y la reducción de temporadas, también se hace notar similar comportamiento.
Recientemente concluyó en el Teatro Avellaneda de la ciudad Camagüey la edición veinticuatro del concurso de coreografía e interpretación Solamente Solos. Tras la invitación del Consejo de las Artes Escénicas en la provincia, de la Cátedra Honorífica Danzar.Cu y del Observatorio Cubano de la Danza (ambas ancladas en la Facultad Arte Danzario de la Universidad de las Artes, ISA); la cita agramontina fue plataforma de lanzamiento de la venidera celebración veinticinco del evento en formato de concurso, tal como fuera concebido desde sus inicios en 1997 por el promotor cultural Pablo Roca dentro de las Romerías de mayo, en Holguín.
En esta ocasión 2025, y de manera excepcional, el Solamente Solos no fue competitivo y exhibió una muestra representativa de solos que forman parte del repertorio activo de creadoras y creadores jóvenes y de principales figuras de agrupaciones cubanas. Disfrutar de la exquisitez interpretativa de la maestra Lilian Padrón, fundadora de la compañía matancera Danza Espiral, y de su elegante, cavilada y precisa concepción coreográfica en Eclipse, fue distintivo lujo.
Advertir dentro de las potencialidades que puede suscitar en el actual debate sobre la imagen artística y su necesaria materialidad performativa en la danza, la propuesta del habanero Persona Colectivo a través de la propuesta Persona, interpretado por Daniela Ponjuan, fue provocación oportuna. Volver sobre solos premiados hace veinte años atrás en el concurso, y que trazan una línea revisora de las heredades de la danza folklórica y la cultura popular, en voz y cuerpo del Ballet Folklórico de Camagüey, nos hace repensar asuntos fundamentales que deben ser abordados con rigor en la trasmisión de repertorios; igual como ocurriera con Ofelia, pieza icónica de José Antonio Chávez (a quien se le rindió homenaje tras su recién fallecimiento) estrenada en 1982 y que desde entonces integra el quehacer del Ballet de Camagüey. Junto a estas obras, vimos solos coreografiados por jóvenes bailarinas y bailarines profesionales y estudiantes, algunos con mejor factura de realización que otros, pero de atendible atención.

Aun sin nombrar a muchos artistas, especialistas, críticos o gestores implicados en esta edición especial del Solamente Solos, creería que sus acciones por situar en la danza una zona de encuentro para pensar y tramar el bienestar creativo entre las personas, entidades, proyectos socioculturales y ciudades patrimoniales como Camagüey, se torna instancia salvífica de lo que puede generar la danza en pos de diálogos profundos entretejidos por los buenos afectos e historias ciudadanas personales y grupales que al unirse, son muestra de identidades particulares y múltiples.
Solamente Solos Camagüey’25, tal como se sostuviera desde el primer llamado al evento, procuró hacer del solo en la danza una suerte de búsqueda proyectiva de nuevas preguntas y, también, de nuevas y mejores respuestas en las urgencias para construir, en colectivo, esos nuevos horizontes reclamados, que la danza, el arte y la cultura procuran; también como generación de proyectos intersectoriales de nuevos futuros, generadores de esperanzas y de nuevas y mejores realidades.
Cuánto puede y debe hoy la danza en solitario para tornarse proposición expandida y situada de sus conexiones con sus orígenes en el pasado siglo XX, justo cuando las coincidencias con el debut de la danza moderna forjaban búsquedas coreográficas siempre cambiantes, progresivas, entonces antinómicas. Pues, ¿qué distingue un danzante en solitario del resto de los roles solistas? Acaso, ¿la singularidad del solo legitima al danzante a partir de esa peculiar forma de exponerse sobre la escena? O, ¿sencillamente, es el solo una instancia de auto-voyerismo, en tanto la danzante procura con su presencia ser actor y espectador de sí mismo, explotador y creador de su propia materia gestual?

A la altura de los tiempos que corren y después de tantos solos modélicos en la historia de la danza cubana, los puntos de vista revisores de estos cuestionamientos deberían rondar la coreografía y la interpretación en solitario. Pues, sin dudas, para seducir la atención del lector-espectador al bailar solo sobre la escena, hay que contar con armas más que suficientes. No basta una brillante ejecución técnica amparada en el socorrido virtuosismo, mucho menos una encantadora presencia, un buen diseño de iluminación y de escenografía, o una linda selección musical, no. El creador o la creadora que en solitario se atreva a desafiar los requerimientos y misterios de la escena, debe estar convencido de su trazo cambiante, de su aporte a la conversión de la técnica, de la historia, de la apariencia, de la narratividad y de la danza misma.
Y es que en la naturaleza del solo, quien danza se vuelve actor y espectador de sí mismo, explotador y creador de su propia materia gestual, corpórea, presencial. Por su diálogo consigo mismo, por momentos próximo a un diario íntimo, personal o de autorretrato, el solo opera simultáneamente como suerte de reafirmación o develación de la personalidad del intérprete. Homenaje a una personalidad -en ocasiones la del propio intérprete-, juego con la sonoridad o con un concepto, movimentalidad inducida por un objeto o una situación escénica aparecida como subterfugio o jugarreta para justificar el baile, etc. En esa exposición de sí, la existencia e identidad del danzante se confabulan con su corporalidad y su motricidad en la interpretación que él efectúa de su propia materia. En el sentido de un laberinto de interpretaciones, de mutaciones, de metamorfosis; el solo se deja difícilmente delimitar, a pesar de su permanencia, las interrogantes en el presente van y vienen por caminos diversos.
En la historia de la danza, la escritura que emerge de la relación coreógrafo-danzante ha tenido muchas idas y venidas; más cuando en esta relación coincide ser la misma persona coreógrafo y danzante. Si bien ese conjunto de gestos, frases y secuencias que el cuerpo en juego procura registrar en la inmediatez del tiempo ha oscilado entre gestualidad cotidiana, peripecia técnica y movimiento puro, al coreografiar para el mismo cuerpo que interpreta, el ser productor y creador de una materia gestual, corporal, imaginal inmediata, para dotar de (supuesta) autonomía presencial al tiempo/espacio escénico de la escritura en solitario, podría complicar más las relaciones expresivas, al devenir la autorreferencialidad, suerte de dispositivo de presencia. Incluso cuando los vocabularios expresivos siguen experimentando interesantes aperturas que van desde el apego manifiesto al movimiento per se, hasta la anulación del danzante y su sustitución por la digitalización informática que pretende una plasticidad y conceptualización de la imagen visual en sí misma más allá de la danza.

¿Qué sentido se le atribuiría a la autoreferencialidad en la escritura de la danza solista en el siglo XXI, en esta presentalidad concreta, en este hoy tan similar y distante? ¿Es otro el cuerpo, otras las instancias del discurso, otras las preocupaciones? ¿Acaso el cuerpo físico del danzante del siglo XXI ha encontrado otros modos expresivos para desafiar su equilibrio precario, su caída y recuperación, sus capacidades de adaptabilidad al espacio?
La pluralidad de vocabularios danzarios que se practican actualmente: el apego a la tradición y, a la vez, la ruptura con ella; el juego de alternabilidad, la propia anulación del danzante, el reordenamiento de la técnica corporal, la participación de la intermedialidad inmersiva como discurso emergente, etc. Si la danza en solitario en el debut del pasado siglo XX puede pensarse como una proposición ideológica y una estrategia de sobrevivencia; hoy, tal como se cuestiona Jean Marie Pradie, debemos mirarla mejor como una forma de sacrificio y al danzante como una “víctima” de su divinidad originaria. Por lo tanto, se impone examinar las diferentes acepciones del término “solo” confrontando el danzante en solitario con otros roles solistas.

Es necesario valorar cómo el solo puede “fracturar” eso que, en nuestra civilización, nos ha dado la experiencia de unidad. Unidad de sí, unidad de la verdad, unidad de la diversidad del mundo. Para Foucault, la espiritualidad es “la búsqueda, la práctica, la experiencia a través de la cual, el sujeto opera sobre sí mismo las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad”. Por semejanza, esta apropiación implica una conversión, dicho de otro modo, una puesta en acción, un baile cambiante; quizás, hasta una metamorfosis del cuerpo. No olvidemos que la condición finita de la danza atenta contra su trascendencia, entretanto, correspondería entre todas y todos, seguir siendo vigía en el mejoramiento de la creación, de ese baile que nos glorifica y sana, de esa danza que aun en solitario, haga bailar en plural sus solitudes.
En portada: Daniela Poujuan, Persona Colectivo, La Habana.
Fotos © José Antonio Cortiñas Friman.





