En La Habana: EL beso de la mujer araña dominicano

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Por Roberto Pérez León

Cuando llegó a nosotros la novela de Manuel Puig El beso de la mujer araña (1976), ya conocíamos a este autor por Boquitas pintadas (1969), su novela anterior, obra que repercutió en la narrativa latinoamericana por la ruptura con lo tradicional, al inaugurar literariamente un collage documental entre cartas y diarios en una ensalada de voces sorprendentes.

Cuando conseguimos leer El beso de la mujer araña –porque no hubo ediciones cubanas de esas obras- las dudas se desvanecieron: Manuel Puig era narrador que se salía del entonces para nosotros sorprendente experimentalismo de Cortázar.

El mismo Manuel Puig inició la exitosa línea de adaptaciones que ha tenido El beso de la mujer araña por su curiosa y elocuente estructura narrativa performativa, propiciadora de su transposición escénica (Valencia 1981, Londres 1985, Argentina 1983, cine 1985, musical 1993, etc.)

La novela cuenta con los ingredientes dramatúrgicos suficientes y necesarios para su teatralización. Dentro de las posibilidades que viabilizan el traslado al escenario tenemos el hecho de tener una estructura escrita casi totalmente en forma de diálogo; por otra parte, el espacio se concentra en una celda carcelaria y como espacio único propicia la tensión necesaria del encierro. Por parte, las narraciones de película de uno de los personajes dan paso a una metateatralidad performativa que expande la escena.

La puesta en escena de El beso de la mujer araña con dirección de Juan Rodríguez llegó, desde República Dominicana, a la finalizada 21 edición del Festival de Teatro de La Habana. He indagado someramente, pero creo que esta es la primera puesta en escena de la obra de Manuel Puig en nuestro país.

El beso de la mujer araña trata la relación entre dos presos: Molina, homosexual que evade la realidad narrando películas; y, Valentín, militante político torturado por sus ideales. En la celda comparten sus mundos opuestos, mas no paralelos, generando un vínculo afectivo inesperado.

Los temas de la obra permiten múltiples lecturas y actualizaciones: la discriminación, la represión política, el deseo, la amistad, la identidad, la convicción ética, la moralidad, el amor, el sacrifico.

Tiene la propuesta dominicana el acento desenfadado, pícaro de lo caribeño. Esta es una de las razones que la legitiman y posicionan entre las puestas que han dialogado dramatúrgicamente con aquella versión que Manuel Puig hiciera de su obra en los inicios de los ochenta.

El montaje de El beso de la mujer araña que he visto en la Sala Llauradó, como parte de la programación del Festival, tiene la resonancia política y cultural, la legitimación, el rigor estético, el contrapunto ideológico y emocional, el dinamismo dramático para que la obra de Puig siga trascendiendo y sea siempre contemporánea.

Sin llegar a serlo, la puesta tiene el esmero del teatro de cámara. La imagen inicial es de un calibre expresivo de gravedad detenida. Cuando entramos a la sala, los dos actores inmóviles están a cada lado del escenario, enfrentados como dos vaporizaciones de cuerpos aparecidos. Sus presencias, inmersas en una sonoridad que llega a ser opresiva, lucen envueltas en la sobriedad de las luces y se consigue una atmosfera que aprisiona con frenesí.

Yasser Michelén y Vicente Santos son los actores que nos reciben. Ellos encarnarán a Molina y Valentín respectivamente. Personajes que precisan de una consistencia actoral que en el trascurso de la poco más de una hora que dura la representación, ellos, sin ondulaciones ni desvanecimientos, demuestran con el vigor que la progresión dramática de la obra precisa.

La precariedad de la celda está dada en la concepción escenográfica. Las luces transforman el espacio escénico y logran el encierro con la intensidad de las intimidades, anhelos y padeceres de los personajes que expanden una fuerza humana que hace nacer una amistad en el encierro.

Yasser Michelén es Molina. El joven impregna su presencia actoral con una delicada y equilibrada sensibilidad, aflora la ternura en cada una de sus acciones escénicas. Tiene este Molina la compasión, la fuerza afirmativa y la invencible alegría de la imaginación.

Michelén derriba el encierro y consigue una inspirada pasión con excelencia teatral. Tiene una corporalidad que vitaliza el texto de Puig a través de súbitos desafíos gestuales con rigor estético.

Valentín es Vicente Santos. Encarna el ideal revolucionario de la lucha social que sostiene con devoción sin contingencias. Su actuación es sobria, no desata la emocionalidad, tiene coherencia expresiva, alcanza el ritmo actoral con la rigidez, la contención y tensión que contrastan con el ritmo de Michelén.

Tanto uno como el otro desarrollan una actuación física más allá de la palabra. Son signos dramáticos los desplazamientos, las posturas, las aceleraciones. La corporalidad los define. La actuación física se cruza por momentos con la danza para crear metáforas visuales donde se comunican significados simbólicos.

Se trata de una puesta centrada en la palabra. Pero los cuerpos de los actores no son solo vehículos de la enunciación verbal. Las actuaciones tienen un dinamismo dramático sostenible y de un ordenamiento esclarecido por los flujos corporales. La concepción del montaje convierte en sustancia escénica autónoma los cuerpos como productores de sentido.

Santos y Michelen engendran significados con sus cuerpos a través de gestos, de ritmos, de tensiones más allá de las palabras. Esa fisicalidad genera en el espectador una precepción activa donde la experiencia estética se hace orgánica. Creo que la fisicalidad hace que los cuerpos de los actores acarreen memoria y resistencia.

Me resultó espléndido El beso de la mujer araña dominicano. Sin descuidos. Porque asume los riesgos de lo simple, la puesta en escena tiene la medida de lo esencial, las delicias del fiestón de lo teatral sin abalorios.

Foto tomada del Catálogo del FTH 2025