Por Yaremis Dueñas
¿Quién hubiera vivido el momento en el que aquellos fotingos “doblaban en la Punta y tomaban el Paseo”, confundidos con la llegada del circo y rodeados de una multitud curiosa y agitada? Sin dudas hay instantes únicos en la historia. La llegada de Ana Pávlova a Cuba es uno de ellos. Y otro, es este: tener en nuestras manos su “aventura cubana”, que nos asoma no solo a hechos, anécdotas, situaciones, sino a las más disímiles descripciones, crónicas, evocaciones y sugerencias de las que se ha valido Francisco Rey para conformar un proyecto como este.
Más de 100 años después nos encontramos ante lo que él ha dado en llamar las tres temporadas de la gran bailarina rusa, quien en 1915 se presentara no solo por primera vez en Cuba sino también en América Latina.
La investigación que hoy apreciamos es el resultado de una sucesión de artículos y crónicas de la época enlazados por una narración minuciosa que dibuja los más curiosos detalles para conformar una historia que atrae desde la primera lectura. No hay mejor título para este libro, es realmente una aventura la vivida por la artista en la Isla, en medio de una situación política amenazante, de un público no familiarizado con su arte, y de una prensa tajante, receptiva, hiriente, benévola, y cuantos adjetivos usemos para describir la variedad de miradas a la gran figura.
Francisco teje una maravillosa historia alrededor de la bailarina, lejana de preciosismos y de vocablos altisonantes, más bien hace uso de cuanto criterio pudo encontrar en tantos años de búsqueda para conformar su proyecto. Cuando se adentren en el texto comprobarán, como yo, la minuciosidad con la que expone, hasta el más pequeño recorte de periódico que ayude a completar una visión sobre la Pávlova. Y es que creo que esa es una de las virtudes del libro: ubicar al lector en un contexto amplio y diverso, con toda la información a la mano, para que sea capaz de comprobar la grandeza y la importancia no solo que representó para Cuba la visita de la artista, sino también para quienes la acompañaban, para ella misma, y, sobre todo, para la Historia. Y luego, a este tejido, Francisco suma el repertorio de la compañía, sí, el repertorio, lo halla en programas de mano, anuncios, periódicos…, y valoraciones, entrevistas, evocaciones, poemas… que nos muestran a la Pávlova en sus más controversiales situaciones: en un taller de ropa de la calle Compostela, o tras su perro Poppy, por quien El Mundo publicara el titular «La vieja Habana. El perro de la Pávlowa», o ante los tres días en el tren demorado de Santiago a La Habana gracias a las acciones de los huelguistas. Y bajo las deslumbradas miradas de Renée Méndez Capote y Alejo Carpentier, o bajo los versos de Regino Boti, en su interpretación de La libélula, entre muchos otros.
Las 310 notas de autor (una locura para cualquier editor) que acompañan al texto son un texto en sí, la hipertextualidad nos complementa y nos sitúa en un mejor escenario. Francisco dialoga todo el tiempo, afirma, niega, rebate. Sus notas son paratexto que merecen ser estudiadas aparte. Las 161 imágenes de autógrafos, caricaturas, anuncios, retratos…, iluminan, como nadie a la Pávlova en toda su dimensión. Admirarla a través de ese abanico es un deleite. Y como el libro es digital, lejos de menospreciarlo por la añoranza del olor del papel, o el sentir su peso en nuestras manos, nos permitirá recorrerlo cual mapa trazado, volver de un punto a otro sin esfuerzo, buscar, indagar, agrupar nombres, lugares a través de los marcadores, y acomodarlo a nosotros, para que también nos hable.
Termino, con la misma emoción que Alejo Carpentier en La consagración de la primavera, uno de los fragmentos aquí recogido que mejor describe a la Pávlova, al decir: «en pocos segundos entendimos lo que podía ser bailar en un ámbito trascendido por la forma, situado más allá del baile. Y era moverse por el tablado de la escena sin tocar el tablado de la escena, salvo por unas diminutas puntas que apenas si rozaban el suelo, alzando un estremecido cuerpo (…). Cantaba el violoncello, allá abajo, entre las sombras de la fosa (…), y aquella mujer-ave, intangible, inalcanzable, vivía como en soledad, como si nadie la mirara, el drama de su propia muerte (…). Olvidados de todo, movidos por una emoción visceral, traída por el distanciamiento auténtico de lo que era teatro, aplaudíamos, aclamábamos, (…) exigiendo que la cortina se abriera una y otra vez, y viésemos reaparecer, en flexión de humilde reverencia, a quien acabó por señalar a su violloncellista, como si él hubiese sido el hacer del milagro cada noche renovado», aplaudíamos a Ana, Francisco, yo, todos.