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Festival de Teatro: cohesión, esperanza y goce

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Por Yanetsy León González

CAMAGÜEY.- El Festival Nacional de Teatro de Camagüey ha sido, en su edición más reciente, un acto de resistencia. Logró sobreponerse a las adversidades de una nación marcada por una crisis económica y social que se refleja en la cotidianidad de los cubanos. Su realización, respaldada por las autoridades de mayor rango en la provincia y el país, no solo permitió el reencuentro de creadores y públicos, sino que también subrayó el poder del arte como herramienta de cohesión, esperanza y goce compartido.

Entre los hitos de la edición decimonovena destaca la participación de la icónica Verónica Lynn, quien a sus 93 años se plantó en el escenario con una fuerza conmovedora, un testimonio vivo de la trascendencia del arte y la longevidad de la vocación teatral. Su presencia encapsuló la conexión entre generaciones y la importancia de honrar a quienes han forjado el camino de la escena nacional.

Por otro lado, las migraciones internas, un reflejo de las tensiones contemporáneas en el país, encontraron representación en Clowncierto, de Teatro Tuyo. Este grupo, originario de Las Tunas, ilustra la paradoja de quienes, aunque luchan por permanecer en sus raíces, se ven obligados a trasladarse a La Habana en busca de mejores oportunidades.

Con dirección de Ernesto Parra, Clowncierto no solo llenó de alegría a su audiencia, sino que demostró la excelencia de sus actores, quienes combinan habilidades de clown con la capacidad de tocar al menos tres instrumentos y bailar diversos géneros danzarios. La propuesta reafirmó su calidad con una narrativa que conectó con la realidad de muchos cubanos y dejó un mensaje de perseverancia y optimismo.

En cuanto a los jóvenes directores, el festival brindó espacio para apuestas renovadoras y audaces. Irán Capote, de Pinar del Río, presentó con Teatro Rumbo una versión de un clásico, Este tren se llama deseo, que combinó la fuerza del texto original con una mirada fresca y provocadora. Por su parte, Ledier Alonso debutó en la dirección con Asesinato en la mansión Haversham, una comedia que demostró dominio del ritmo humorístico y fue aclamada por el público por su capacidad de divertir con inteligencia. También de Pinar del Río, Arasay Suárez, joven directora y actriz, sorprendió con ¡No!, una pieza que fusiona títeres y cabaré, logrando una propuesta tan entretenida como valiente, y que demuestra la capacidad de innovación de las nuevas generaciones.

Además de estas propuestas, el festival destacó por su variedad de formatos y géneros. Desde montajes para grandes teatros hasta obras íntimas, como una diseñada para un solo espectador, hubo espacio para todas las sensibilidades. La participación activa de los estudiantes de la Academia de las Artes Vicentina de la Torre, así como la atención al público infantil y familiar, reafirmaron el compromiso del evento con la formación de audiencias y la inclusión.

También se destacó la presencia de teatro humorístico, a menudo liderado por artistas que usualmente no se dedican al género, lo que subrayó el deseo de conectar con el público desde diversas sensibilidades. Las publicaciones digitales y en papel añadieron una dimensión reflexiva al festival, destacando la importancia de la crítica y el pensamiento en torno a las artes escénicas.

El contexto de crisis fue también un motor para la autogestión y la creatividad. Las compañías y sus integrantes asumieron con ingenio la producción de sus obras, mostrando independencia y adaptabilidad. En este sentido, el festival fue una radiografía de una Cuba que cambia, que enfrenta carencias pero que persiste en crear y valorar el talento que permanece en la isla.

Otro de los aspectos más destacados de esta edición fue el esfuerzo colectivo, en gran medida anónimo, que garantizó el evento. Técnicos de teatro, organizadores y trabajadores dieron todo de sí mismo, a pesar de enfrentar en sus hogares apagones, escasez de alimentos y otras carencias. Ejemplos como el alumbrado especial del circuito de teatros o el uso de grupos electrógenos para garantizar funciones, como ocurrió en el Guiñol de Camagüey, reflejan un compromiso inquebrantable con el teatro.

En un contexto de carencias materiales, eventos como este no solo representan una válvula de escape, sino también una fuente de inspiración, cohesión y orgullo para una población que enfrenta dificultades diarias. Debemos destacar cómo el teatro logró iluminar, aunque fuera por unos días, la vida de los camagüeyanos; y quizás incluso brindar esperanza a través de la creatividad y el arte.

Además, podría explorarse más a fondo la relevancia del festival en el panorama nacional. Por ejemplo, ¿cómo se posiciona este evento en el esfuerzo por mantener vivo el arte teatral en Cuba? ¿Qué dice su realización sobre el papel del teatro en la construcción de la identidad cultural en un momento en que tantos miran hacia fuera? Responder estas preguntas contextualizaría aún más la importancia del festival.

El festival acogió a unas 250 personas, entre artistas, técnicos e invitados, y, aunque los recursos para hospedaje y alimentación fueron limitados, se logró crear un ambiente cálido y hospitalario. La presencia de figuras reconocidas, como galardonados con el Premio Nacional de Teatro, convivió con una nutrida representación de jóvenes dramaturgos y directores, quienes encontraron en este espacio una plataforma para mostrar sus propuestas. Este equilibrio generacional, exento de tensiones y caracterizado por el respeto mutuo, fue una de las grandes fortalezas del evento.

En suma, el Festival Nacional de Teatro de Camagüey fue mucho más que una cita cultural: fue un acto de resistencia colectiva. En un país donde todo parece en crisis, el teatro reafirma su papel como espacio de conexión y esperanza. Las historias contadas en escena no solo reflejaron los desafíos del presente, sino también el inquebrantable espíritu de quienes eligen quedarse, crear y transformar la realidad a través del arte.

Tomado del periódico Adelante/Camagüey

Foto Leandro Pérez Pére