“No me sentía extranjero, porque viví como un cubano”

Manuel Hiram, mexicano imprescindible en la danza cubana.

Entrevista exclusiva con Manuel Hiram, artista mexicano y antiguo miembro del Conjunto Nacional de Danza Moderna

Por Mercedes Borges Bartutis

La danza cubana posee vínculos intensos con México. Las presentaciones, a principios de la década del 60, del Ballet Nacional de Guillermina Bravo en La Habana y en otras ciudades cubanas; la presencia de Rodolfo Reyes, desde el principio y todavía hoy, en varios espacios de danza en nuestro país; la gestión por dos años de Waldeen de Valencia frente a la dirección de la Escuela Nacional de Danza, y la figura imprescindible de Elena Noriega dentro de la organización metodológica del Conjunto Nacional de Danza Moderna que fundara Ramiro Guerra; son algunos de los ejemplos que pueblan un enorme y rico panorama de intercambio constante, que se mantiene con otros matices hasta la actualidad.

En medio de ese panorama sobresale el nombre de Manuel Hiram, bailarín, ensayador y regisseur, por más de una década, del entonces Conjunto Nacional de Danza Moderna (hoy Danza Contemporánea de Cuba). Su desempeño al lado de Ramiro Guerra, fue un aporte decisivo en la formación y desarrollo de una compañía que necesitó de muchos cuerpos para impulsar su historia.

En 2017 tuve la oportunidad de conocer personalmente a Manuel Hiram en su apartamento, ubicado en el bullicioso y dinámico centro de Ciudad de México. Aunque otras cuestiones me habían llevado hasta el país azteca*, la posibilidad de entrevistar a este artista octogenario era única.

Llegué hasta su apartamento gracias a la gestión de la colega mexicana Margarita Tortajada, quien ha realizado una profunda investigación sobre la vida de Manuel Hiram. Fui acompañada por la bailarina e investigadora Lourdes Fernández, quien gustosamente sirvió de lazarillo en aquella excursión para conocer a uno de los protagonistas extranjeros que tuvo un gran papel en el desarrollo del Conjunto Nacional de Danza Moderna.

El encuentro dio como resultado una larga entrevista grabada en audio y video, con la intensión de concretar un documental sobre el vínculo de este artista mexicano con la danza cubana. Sin embargo, casi había olvidado el material que seguía a la espera de encontrar algo de presupuesto para poder realizar el documental que todavía no cristaliza. Este tiempo de confinamiento, me ha hecho volver sobre investigaciones no concluidas. La de Manuel Hiram será la primera de varias exploraciones que tienen a México como punto de partida.

El triunfo de la Revolución cubana trajo al país a muchos artistas de la danza. Eran bailarines, coreógrafos, maestros, que llegaron a Cuba atraídos por el programa social que comenzaba a gestarse en esta pequeña Isla. Justo desde el mismo año 59, dos compañías comenzaron sus caminos: el Ballet Nacional de Cuba y el Conjunto Nacional de Danza Moderna. En esta última se vio enrolado Manuel Hiram, un joven mexicano que llegó a La Habana para experimentar de primera mano los grandes acontecimientos  que estaban teniendo lugar en todos los ámbitos de la sociedad.

Sobre su experiencia en la vida cultural cubana, en los ricos años 60, tuvimos una larga y emotiva conversación con los múltiples sonidos que desde las calles del centro de la Ciudad de México llegaban a la intimidad de su acogedor apartamento, decorado con los recuerdos de una vida dedicada a la danza.

¿Por qué escogió Cuba? ¿Cómo surge la amistad con Ramiro Guerra?

En los años 50 yo tenía muchísimos amigos cubanos: músicos, pintores, escritores, bailarines, etc. Mi apartamento siempre estaba lleno de cubanos, para mí era muy llamativo su manera de ser, de pensar. Aquí tuve contacto con Alfredo Guevara, conversábamos mucho, solíamos ir juntos al pequeño Barrio Chino Mexicano.

Yo empecé tarde en la danza, a los 24 años. En los años 50, a los hombres que bailaban danza moderna le rasuraban el pecho, lo maquillaban, como es natural, pero eso no iba mucho conmigo. Por eso debo confesar que  al principio no me gustaba la danza. Mi adhesión empezó un poco más tarde.

En 1959, yo tenía una beca para estudiar danza en Nueva York, en la escuela de Martha Graham. Cuando triunfó la Revolución, mis amigos cubanos se fueron y me dijeron: “cuando quieras puedes venir a La Habana, tienes casas de sobra”. Yo me enrolé en esa aventura, vendí mi apartamento y me fui pensando estar unos meses en Cuba, conociendo el país, para estar con los amigos y de allí volar a Nueva York, a pasar la beca que tenía. Ese fue mi primer pensamiento.

Pero al llegar a La Habana, a los once días de haber triunfado la Revolución, lo que me encontré era una locura que me cautivó. Pedí que me pospusieran la beca por un tiempo y me lo concedieron. De verdad pensaba que sería algo de unos meses, pero luego me olvidé de la beca y me quedé en Cuba.

Cuando llegué, viví con una familia que conocía desde México. Era una casa muy cerca de la Plaza de la Revolución. Luego me independicé y me fui a vivir a 19 y 8, en el Vedado, en un edificio de ocho pisos donde tenía su sede la Emisora COCO.

Al principio hice un poco de televisión, de presentaciones informales, pero luego comencé a buscar algo más sólido, porque yo quería una cosa seria. Ahí fue donde conocí a Ramiro Guerra. Inmediatamente hicimos una buena “mancuerna”; me aceptó en el Conjunto como bailarín. Yo estaba muy contento porque había una fuerza en él, una capacidad creadora que me gustaba mucho. La investigación que hacía Ramiro de la danza era diferente a todo lo que había visto en México. Me quedé y bailé varias de sus obras.

¿Cómo fueron aquellos primeros años en la compañía?

Bueno, creo que la Revolución desde el principio se propuso ampliar la cubanía, y justamente el trabajo de Ramiro estaba encaminado por ahí: buscar dentro del folclore cubano, dentro de sus leyendas, un camino que le permitiera ser auténtico y no hacer folclorismos, sino buscar nuevos conceptos de coreografía, eso me atrajo mucho. Me llamaba la atención que Ramiro no solo era un hombre inspirado, sino que tenía una gran capacidad para la investigación. Él iba a buscar en las raíces, estudiaba mucho, recuerdo que tenía una gran biblioteca en su casa. Ramiro investigó sobre eso que él creía era la cubanía en la danza.

Al principio, las coreografías que hizo sí estaban muy apegadas al folclore cubano, que es muy interesante y seductor. Había mucho de donde tomar. Estaba Guillén (Nicolás) en la poesía, Feijóo (Samuel) en las leyendas populares, en los cuentos; Carpentier (Alejo) en la literatura, por decirte solo algunos nombres. Entonces, en la danza estaba Alicia Alonso que también buscaba una identidad en la danza, pero con un sentido más neoclásico.

Ramiro desde los inicios quería encontrar una técnica que reflejara la manera de ser del cubano, su forma de caminar, su idiosincrasia. Después, invitó a Elena Noriega, una coreógrafa mexicana que igualmente estaba interesada en que Cuba tuviera una manera particular de asumir la danza. Recuerdo que un día Ramiro nos reunió a Elena, a Lorna Burdsall y a mí, para hablar sobre esa búsqueda de una técnica que reflejara más al cubano. Nos mandó a la calle, a observar a los cubanos moviéndose. Los cubanos se mueven de una manera particular, tienen ritmo en los pies, en las caderas. El cubano se mueve como una ola.

En esas reuniones se hicieron muchos dibujos anatómicos para los análisis. Nos pasábamos horas intercambiando ideas. El tema de la torsión de las piernas hacia dentro, la ondulación de las caderas, etc., fueron cuestiones permanentes en nuestros encuentros. Finalmente, Elena Noriega fue quien realizó una estructura de clase para el Conjunto. Ella le fue explicando a Ramiro por qué había colocado cada ejercicio, la función que tenían en el desarrollo de músculos específicos. Eran encuentros que nos enriquecían constantemente, porque estábamos en la búsqueda de manejar el cuerpo humano en función de la danza moderna.

Fue una etapa que disfruté inmensamente. Fui a muchos toques de santería; para mí era un espectáculo ver bailar a un negro Changó, o verlo bailar Obattalá. Yo me moría de emoción. Esas visitas a las fiestas folclóricas me nutrieron sobremanera y me ayudaron a conocer más la idiosincrasia del cubano. Te digo, cualquier cubano, ya sea jabao, blanco, negro, cuando baila en una fiesta popular, tiene una cosa en el cuerpo que no lo encuentras en las personas de otras culturas. A esta investigación yo aporté poco, porque mis responsabilidades eran los ensayos, organizar los horarios, etc., pero colaboré en todo lo que pude.

Llegué a Cuba el 11 de enero de 1959 y salí a finales de 1971. Fueron 13 años viviendo en la Isla.Cuando decidí quedarme en Cuba, quería sentir como un cubano. No me sentía extranjero, porque viví como un cubano. Renuncié a mis garantías de extranjero. Ni si quiera iba a comprar a las tiendas donde compraban mis compatriotas mexicanos, quería pasar los mismos trabajos que pasaban mis compañeros del Conjunto Nacional de Danza Moderna. Y así fue. Yo hacía guardia en el trabajo…, ya te digo, hacía todo igual que los cubanos.

¿Qué funciones cumplías dentro del Conjunto Nacional de Danza Moderna?

Al principio bailé algunas obras de Ramiro: El milagro de Anaquillé, La Rebambaramba,… ¡Ay, ya no me acuerdo mucho! (Risas). Luego, como Ramiro tenía un carácter muy fuerte, era recto y exigente; se desesperaba mucho cuando a un bailarín no le salían las cosas. Entonces, me pidió ayuda. Él veía que yo tenía buena memoria y que captaba todo. En verdad, siempre he sido bueno recordando coreografías. Con los años las cosas cambian pero en ese momento pude ayudar a Ramiro. Me convertí en el regisseur de la compañía y en su ensayador principal. Yo ensayaba las obras de Lorna, de Ramiro, y también de los nuevos coreógrafos que iban surgiendo. Ramiro me dio toda la libertad y toda la responsabilidad para hacerlo. Nunca me ha gustado hacer las cosas a medias, así que fui tan exigente como Ramiro a la hora de tomar ensayos, de organizar el trabajo interno del grupo. Fui exigente pero sin tener el enojo de Ramiro, yo tenía otra capacidad para entenderme con los bailarines. Así me gané el respeto y el cariño de la gente en el Conjunto.

En ese momento busqué un poco de asesoría para lograr el máximo de la interpretación de los personajes. Tenía muy buena relación con Raquel y Vicente Revuelta. Éramos grandes amigos. Y sobre todo Vicente me ayudó para conseguir buenas interpretaciones de los bailarines en las obras de Ramiro Guerra, que tenían una tremenda fuerza teatral.

También hice algo de coreografía. Ramiro me incitó a que probara un poco con algo pequeño. Y mi primera obra…, creo que se llamó Octeto amoroso[1], con cuatro parejas. Era una cosa sencilla, manejando un tema universal y pasando por los diferentes tipos de amor. Aunque probé con otras obras, mi fuerte siempre fue en el rol de ensayador. Disfruté mucho ensayar aquellas obras de Ramiro con mitos griegos pero vistos a través del prisma de la cubanía con la que él estaba trabajando, con una concepción completamente moderna.

Mirándolo en el tiempo podría decirte que en ese tiempo (los años 60), Ramiro creó obras con un sentido completamente volcado a lo que hoy llamamos danza contemporánea. La obra de Ramiro llegó a reflejar a ese gran país que es Cuba, y lo hizo con una inteligencia y una capacidad creadora impresionante. En cualquier país que se presentaba el Conjunto, el público asimilaba las obras de Ramiro. Viajar por el mundo con la compañía fue una experiencia que guardo con mucho cariño.

Ya sabemos que usted se convirtióen un eje fundamental para los ensayos del Conjunto. ¿Cómo recuerda la experiencia del Decálogo del Apocalipsis?

Esa obra fue un parte aguas en el arte contemporáneo cubano a todos los niveles. Tenía una concepción de manejo del espacio como yo no había visto hasta ese momento, no solo en Cuba sino en otros lugares. Eso no se había hecho ni en México, ni en Nueva York. Ramiro trasladó el Apocalipsis a los jardines del Teatro Nacional, era una mirada a todo lo que estaba pasando en el mundo, pero también con una fuerte dosis de crítica a la situación en Cuba; mejor dicho, fue una crítica a algunos dirigentes que no avanzaban con los cambios que se estaban sucediendo en Cuba, cambios que eran maravillosos. Pero algunas mentes se quedaron detrás. Creo que esos funcionarios no tenían la capacidad para ocupar puestos relacionados con la cultura.

Para mí eso fue un golpe durísimo. Influyó en todos. Principalmente en Ramiro, en los bailarines, en el equipo técnico que había trabajado duro para ese estreno, que finalmente se frustró. Fue un golpe devastador. Yo no entendía el por qué, y me decía, “si la Revolución es un cambio, vamos hacer un cambio también en el arte”. El Decálogo… simbolizaba ese cambio. No se hería a la Revolución, por supuesto que no. Se criticaban posturas, que es algo muy diferente.

¿En qué momento regresa a México y por qué toma esta decisión?

El año 1971 fue muy difícil en Cuba. También fue un año duro para mí. Empecé a enfermarme con frecuencia, no me recuperaba. Pedí permiso en la compañía para regresar por un tiempo a México. Muchos opinaron que me iba por lo sucedido con el Decálogo del Apocalipsis. Y, sí, en parte fue por lo que sucedió con el Decálogo…, pero necesitaba ver las cosas desde otro ángulo. En realidad, estaba muy afectado por mi salud. Cuando llegué a México, mi hermano que es médico, me dijo: “estás muy mal, con las defensas bajas”.

Estuve un mes en cama. Lo peor es que sentía que estaba lastimado del alma. Sufrí mucho al dejar Cuba. Era mi segunda patria, pero sobre todo fue una excelente universidad, donde aprendí el valor de muchas cosas que yo de joven desconocía. Comprobé que podía hacer cosas que jamás había imaginado. Cuando llegué a México, me dije: “ahora eres otro, ya no eres el Manuel que eras cuando partiste de aquí”. En ese momento tuve una gran contradicción y rechazaba todo lo que se hacía en México, no entendía la manera de ser tan diferente que tenemos aquí. Me costó trabajo entender otra vez a mi país. Pero logré reincorporarme, y lo logré trabajando en una compañía que me recordaba mucho a Cuba: el Ballet Independiente.

Muchos integrantes del Conjunto son mis amigos íntimos. Ese lazo no se rompió nunca. Recuerdo con cariño a Isidro Rolando, Eddy Veitía, Perla Rodríguez… Otro al que le agradezco es a Eduardo Arrocha, de él aprendí lo que soy hoy. Aprendí a diseñar luces y toda la técnica teatral. Arrocha es un especialista en su profesión.

Antes de mi regreso, Elena Noriega volvió a México. Ella también sufrió mucho tener que volver. En México la vetaron porque se había ido a trabajar a Cuba. Elena tuvo que volver porque se enfermó. Es una historia muy triste. Volvió y a los pocos años murió.

Cuba fue una excelente escuela para mí. Aprendí tanto en ese período de mi vida, que no podré olvidarlo jamás. Fueron 13 años de una experiencia muy edificante, muy viva, muy plena. Viajé toda la Isla y fue conocer todo un país envuelto en ese sol, en ese aire, en ese olor… que es único.

Entre recuerdos, los ojos de Manuel Hiram se humedecen y la vista se pierde entre las vivencias de aquellos años gloriosos del Conjunto Nacional de Danza Moderna; una compañía que fue su casa y su escuela por más de una década. Este artista mexicano continúo su carrera en la danza de su país, y lo hizo como regisseur, director de escena, iluminador, bailarín y coreógrafo; con una permanencia en el Ballet Independiente, dirigido por Raúl Flores Canelo, donde volcó los saberes aprendidos en Cuba.

En 2018, la Universidad Nacional Autónoma de México, le otorgó el Reconocimiento Danza UNAM, “por su presencia constante en los terrenos no tan visibles, pero imprescindibles, de la danza en México y su aportación polifacética en los espacios en los que ha trabajado a lo largo de 65 años de trayectoria, así como su apoyo a las nuevas generaciones”.

Manuel Hiram no se cansa de hablar de Cuba, de su gente, de sus amigos, de los artistas de la danza que lo acogieron, de todas las enseñanzas que se llevó de la Isla. Escucharlo a sus más de 80 años fue un privilegio. Su respeto por este país habla de la importancia que ha tenido la danza en la solidificación de nuestra cultura, en la formación de la nación cubana.

Fotos: Tomadas por la autora en el apartamento de Manuel Hiram (México 2017)

 

* En 2017 llegué a México invitada por la investigadora Lourdes Fernández, para impartir un seminario – taller, que bajo el título de “Cartografías de una Espectadora Activa”, ofrecí del 24 al 28 de julio a los estudiantes de la salida de “Investigación para el análisis de la obra y crítica de la danza”, perteneciente a la Maestría en Investigación de la Danza, del Centro Nacional de Investigación, Documentación e Información de la Danza José Limón.

Una semana antes había participado en el Segundo Coloquio Latinoamericano de Investigación y Prácticas de la Danza VISCESC 2017 “La poética coreográfica como intersección de la teoría y la práctica”, que se llevó a cabo del 10 al 15 de julio, como parte del Encuentro Nacional de Danza dentro de las instalaciones del Centro Cultural del Bosque del INBA en la Ciudad de México.

[1] Durante su permanencia en el Conjunto Nacional de Danza Moderna, Manuel Hiram creó, entre otras obras, Octeto (1962), Marionetas (1965), y Cuatro estados de ánimos (1969).

 

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