Continúa la temporada de la obra 10 Millones, en la sala Argos Teatro, ubicada en Ayestarán y 20 de Mayo. Dirección general: Carlos Celdrán.
Por Emeris Sarduy Zamora
Fotos Sonia Almaguer
Salgo del teatro desconcertada. Nunca es de otra manera cuando de Carlos Celdrán se trata. Como pocos, puede poner el alma en vilo, tragarla y devolverla inquieta, trastocada. Casi llegando a casa empiezan a salir las palabras atoradas durante el trayecto silencioso, palabras atropelladas, palabras de primera impresión provenientes de la emoción: hablo desde los afectos. Afectos que Celdrán concentra en su escena cada vez más transparente, prescindiendo de todo menos de sus dolores, que pone en mis manos para hurgar en los propios.
Hubiera querido que mi madre estuviera sentada a mi lado, viendo 10 millones. La extrañé, mientras veía trascurrir décadas de la historia reciente de esta isla. Reconstruí “mi país”, a partir de la visión de una generación que vivió otros dolores y creyó en otras utopías. Mi madre, como esa madre, se dejó arrastrar por la efervescencia de un momento en el que nadie sabía a ciencia cierta qué estaba haciendo, solo sentía la necesidad de seguir adelante con un sueño en ese instante hermoso todavía, y que para mi generación crecida en medio del derrumbe y heredera de la cultura de resistencia pero no de las mismas ilusiones, parecen delirios poco prácticos. Se integró al Destacamento Pedagógico, me dejó casi recién nacida en manos de mi abuela y se fue a enseñar marxismo en Sierra de Cubitas, fue, también, una capitana, parte de una estirpe de mujeres nuevas, que no sólo aprendieron a ganarse la vida, sino que la vivieron a su manera, con una libertad hasta entonces inédita, y ante las que el hombre nuevo –el Padre, mi Padre-, podía quedarse paralizado, anodino, arrollado por una fuerza sin precedentes.
No viví la euforia de una zafra de 10 millones a los que no se llegó, con su carga de derrota y desilusión, no viví la incertidumbre de esos días terribles de la Embajada del Perú, no viví la absoluta cerrazón ante las diferencias. Ellos – La Madre, mi Madre, Celdrán…-, sí. Para mí, eso que les dolió, que cambió sus vidas para siempre, es solo historia de Cuba, mejor o peor contada en los libros de la escuela o en las voces de esa generación que reconfiguró la sociedad y sus valores, que construyó un nuevo patrimonio ideológico para sus hijos, que legó un país dispuesto a crecer, apoyándose en los hombros de sus hombres y mujeres nuevos, para los cuales cualquier sacrificio personal era poco, comparado con la grandeza del momento histórico que demandaba una fe ciega, rabiosa:
No hay alternativa sino la libertad
No hay más camino que la libertad
No hay otra patria que la libertad
No habrá más poema sin la violenta música de la libertad.
Una vez más, asisto a un acto de exorcismo. Veo cómo Carlos Celdrán limpia su alma poniendo luz a determinados momentos de su historia personal, también de la historia de una nación que empieza a olvidar poniendo un engañoso velo sobre algunas zonas de su pasado, corriendo el riesgo de empezar a olvidarse a sí misma arrastrada por la urgencia del nuevo tiempo histórico. Han pasado los años de comer pan y sueños. La Cuba de hoy sangra por otras heridas, abiertas sobre cicatrices que nunca cerraron del todo, tiene otras utopías y aun cuando los 10 millones de mi alma no son los de mis padres, hay un lazo profundo que nos une: tal vez, solo tal vez, compartimos las incertidumbres.