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“El Principio De Arquímedes”: Otra Tentativa De Indagar En La Verdad

A inicios de septiembre del pasado año tuvo lugar el estreno en Cuba de la obra El principio de Arquímedes, del dramaturgo catalán Josep María Miró, bajo la dirección del cubano Abel González Melo.
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Por Vivian Martínez Tabares / Foto Buby Bode

A inicios de septiembre del pasado año tuvo lugar el estreno en Cuba de la obra El principio de Arquímedes, del dramaturgo catalán Josep María Miró, bajo la dirección del cubano Abel González Melo, al frente de un elenco que mezcla actores de Argos Teatro y otras procedencias, en producción conjunta de Los Impertinentes, un sello que el autor ha ideado para definir sus proyectos de creación escénica, y que reúne a un pequeño equipo de colaboradores. La premier tuvo lugar en la sala de Argos Teatro, a plena capacidad, y se mantuvo en cartelera por cinco fines de semana. A inicios de este año se repuso en la sala Adolfo Llauradó con semejante respuesta de espectadores. Y merecidamente recibió uno de los Premios Villanueva de la Crítica.

El principio de Arquímedes llegó a Cuba precedido del prestigioso Premio Born en 2011, un galardón nacido en Menorca para impulsar el desarrollo literario y único de su tipo que publica la obra ganadora a las cuatro lenguas oficiales de España. La pieza fue estrenada en julio de 2012, en la Sala Beckett de Barcelona dentro del Festival Grec; desde entonces, tuvo lecturas dramatizadas en escenarios de Francia y Rusia, ha sido traducida a múltiples idiomas, ha pasado por otros espacios españoles en Madrid, Logroño, Bilbao y Galicia, y también se ha estrenado en treinta ciudades del mundo.

Desde la narrativa argumental es notable su actualidad: En una escuela de natación para niños y jóvenes, ocurre un hecho problemático. Uno de los instructores, jovial, desenfadado y muy dedicado a su trabajo, a partir de la excelente comunicación que sostiene con sus alumnos, un día es severamente cuestionado por una acción que realizó a la vista de todos para tranquilizar a un pequeño, que lloraba desconsoladamente, temeroso de lanzarse a la piscina sin flotador. El punto de vista de una niña del grupo, que comenta con su madre lo ocurrido, y la propagación por internet de una supuesta infracción ponen en entredicho al maestro y levantan la ira de los padres, que no vacilan en cuestionar y atacar al joven, ni de amenazar al centro con la retirada de sus hijos, lo que deja entrever otras posibles consecuencias. Encerrados en el vestidor de maestros cercano a la piscina, el implicado, un colega suyo y la directora dialogan y tratan, sobre todo, de entenderse, y en el intercambio, tenso y con mucho de no dicho, afloran facetas diversas de un debate en el que la verdad es relativizada dentro de un terreno movedizo y peligroso. Pero, además y peor aún, los hechos son mediatizados por apreciaciones y supuestos ligados con la vida personal del joven, que se desvelan cuando uno de los padres irrumpe subrepticiamente en el lugar, para saber más y para lanzar advertencias.

Los personajes, y nosotros con ellos, tomamos conciencia de estar inmersos en una era en la que el miedo domina cualquier acción humana, y es capaz de modificar en unos minutos y radicalmente apreciaciones y valoraciones sobre cualquier persona, porque genera una desconfianza irracional, suficiente para borrar trayectoria, estatus y prestigio y convertirlos en su contrario. El miedo genera una paranoia en la cual los instintos priman cual asidero de sobrevivencia, y la inseguridad y la necesidad de protección pasan a un primer plano. Así, lo que en otras épocas eran libertades ganadas en el orden sexual y en pro de la apertura en las relaciones interpersonales, con alegría compartida a partir de desprejuicios y en pro de una mejor comunicación humana, han sido desplazadas y consideradas fuera de lugar desde la omnipresencia de suspicacias y temores.

A lo anterior se suma que, gracias al poder de comunicación inmediata y abierta de las redes sociales, la extrema curiosidad por lo que le puede ocurrir a otros, a veces puede llegar al peor morbo y echar a rodar cualquier falsa verdad, que una vez repetida se vuelve incuestionable.

El control de la sociedad contemporánea por poderes homogeneizadores vinculados con el mercado, el impacto de la proliferación indetenible de las redes sociales y del riesgo potencial que implica su uso indiscriminado y violando las normas éticas y de privacidad del otro, como también las huellas de la pandemia del SIDA y sus consecuencias, están detrás de las tensiones de esta obra. Pues, paradójicamente, cuando tenemos mayor acceso a la información y más posibilidades de comunicarnos, es cuando tenemos menor capacidad de verdadero diálogo humano y personal.

La obra nos pone a pensar en el mundo desequilibrado e injusto del que formamos parte, con el aumento de la impunidad y el cinismo en el campo de la “alta” política      –bastante baja en sus procederes–, y sus secuelas desmoralizantes al no favorecer el verdadero orden para la sociedad, el auge del maltrato infantil y su tipificación viral como bullying –que ha existido siempre, pero ha proliferado, y al difundirse por las redes, su conocimiento toma mayor alcance–, y el ascenso amenazante de los conservadurismos que previenen y alertan en su afán dominador.

El principio de Arquímedes es un paso coherente en la trayectoria artística de González Melo y, a la vez, muestra un discurso artístico afín con la poética de Argos Teatro, construida a lo largo de veintitrés años por Carlos Celdrán, y donde el minimalismo de objetos define una escena parca, en la que la música y la iluminación están en función primordial de apoyar y hacer brillar el trabajo del actor, y donde la sobriedad de recursos cede paso a debates humanos muy actuales, de alto calibre y hondo contenido ético.

Desde el título mismo recordamos un motivo reiterado y asumido conscientemente por González Melo, el de trabajar con fuentes ligadas al discurso científico, visible en obras como Mecánica o Sistema –también vistas en la escena de Argos Teatro–, en las cuales leyes y postulados de la Física son empleados para exponer situaciones  tensionales humanas que revelan afinidades estructurales con aquellas, y las analogías ayudan a colocar el debate ético en el centro de mira del escándalo latente que contiene El principio de Arquímedes.

Si el principio físico descubierto por el sabio e inventor griego enuncia que “Un cuerpo total o parcialmente sumergido en un fluido en reposo experimenta un empuje vertical hacia arriba igual al peso del volumen de fluido desalojado por el cuerpo”, podemos entender aquí cómo varios mecanismos relacionados con la causa y el efecto de determinadas conductas humanas –no solo del probable “infractor”– potencialmente gravitan sobre sus consecuencias humanas y sociales. Y lo más interesante del procedimiento compositivo es que, en medio del debate, hay una buena dosis de ambigüedad, y de informaciones que nos faltan, porque más importante que el problema concreto entre Jordi, Anna, Héctor y David que nos ocupa, el foco conceptual está en la reflexión general sobre la condición humana y las perversiones reales que enmascaran los prejuicios.

Desde el punto de vista de la estructura dramática también hay continuidad: de nuevo los hechos medulares ya ocurrieron una vez que la obra comienza, por lo que se relatan y examinan desde la distancia del espacio y el tiempo. La acción transcurre en escenas fragmentarias sin orden cronológico, algunas de las cuales se repiten para propiciar otra mirada, estimular la operación constructiva del espectador, o subrayar una situación conocida.

Por su parte, la afinidad con el discurso esencial de Carlos y Argos Teatro es palmaria, al apreciar cómo apenas dos bancos y dos taquilleros, en el mismo color azul piscina como el piso con el que se funden, más unos pocos coloridos accesorios –diseñados por Omar Batista, antes responsable de la visualidad de Misterios y pequeñas piezas, de Celdrán— bastan para crear un ámbito ideal de discusión, íntimo y próximo a nosotros. En este punto hay un aporte notable de Abel como director, al contrarrestar las soluciones espaciales que da a las escenas de recuento. Al construir el espacio, parco y sintético, con cierta simetría, hay una segunda vez en que vemos la misma escena en el lado opuesto y nos obliga así a cuestionarnos la precisión de nuestra propia mirada, para reafirmar desde cuántas posturas puede analizarse un hecho.

Jordi, Anna, Héctor y David están a cargo de Alberto Corona, Yailín Coppola, Amaury Milián y Frank Andrés Mora, respectivamente. De una a otra de las funciones que vi, lograron sintetizar algunos gestos reiterados y parásitos y mejorar la dicción de algunas escenas. Distingo a Alberto Corona en el rol protagónico, un actor al que la escena teatral ha hecho crecer con cada nuevo papel y quien logra convencernos a partir de saber maneja variedad de matices para construir un personaje desde las contradicciones y la complejidad. A Amaury Millán le tocó un rol menos agradecido, introvertido y taciturno, que resuelve con titubeos y miradas furtivas. Yailín Coppola, segura en su presencia como autoridad cuestionada y puesta contra la pared frente al escándalo potencial y conmovedora cuando evoca el pasado, aún puede hacer crecer a la directora de la escuela a partir de limpiar algunas reiteraciones. En orgánica interacción, el trío principal logra involucrarnos en un drama que puede afectar a cualquiera de nosotros.

Por si fuera poco, con este montaje de El principio de Arquímedes, además, Abel González Melo, Argos Teatro y Los Impertinentes dieron a conocer en Cuba a un nuevo autor contemporáneo europeo con uno de sus textos más relevantes, lo que contribuye a diversificar, de la mejor manera, con el rigor y la entrega de diversos talentos, el repertorio y el panorama general de la escena.

 

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