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Teatro Universitario de La Habana: El gallo de San Isidro canta otra vez

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Por Frank Padrón

Los ochenta y dos años de Teatro Universitario de La Habana (TUH), una institución de nuestras artes escénicas y cultura toda, son celebrados en los altos de la Casa de la Feu por su actual director, Rolando Boet y el colectivo de actores y técnicos de la compañía mediante el estreno de Yarini, inspirado en ese clásico de las tablas cubanas que es Réquiem por Yarini, de Carlos Felipe.

Con una tradición encomiable que llevara a la sala Talla —insertada en la Facultad de Economía y perteneciente al Departamento de Extensión Universitaria—, títulos destacados de la escena universal y del patio, la compañía tuvo la peculiaridad de que eran estudiantes y profesores de las diversas licenciaturas quienes integraban la nómina del colectivo, sin descontar a no pocos actores profesionales que pasaron por ella, e incluso comenzaron allí.

Yarini , el tristemente célebre proxeneta de los iniciales años 60 del siglo pasado, líder de la prostitución en el barrio habanero de San Isidro, ha dado vida como se sabe a varias piezas teatrales (José R. Brene lo hizo protagonista de par de estas, el Teatro Musical lo incorporó durante la misma década), ensayos, relatos y filmes.

En la versión que ahora asume TUH celebrando su onomástico, asistimos a un proceso de modernización y síntesis; primeramente, se sitúa en la contemporaneidad, con celulares, televisores LED y reportajes de los medios focalizando la emblemática zona habanera que sirve de marco; en el otro aspecto, se reduce el dramatis personae a los cuatro sujetos principales, concentrando la acción y proyectando los conflictos desde ellos.

Permanece sin embargo, la esencia de tragedia griega que preside el referente con sus códigos clásicos —la hyhris o desmesura que ocasiona la perdición del protagonista al desestimar las predicciones y advertencias, la sophrosine o moderación vanamente predicadas por la Jabá, con la que trata de protegerlo y aconsejarlo— sin que por ello se promueva un fatalismo o predestinación absolutos, pues bien claro queda el papel de la determinación propia, de las responsabilidades individuales de cada acción.

El machismo, la lucha de poderes, la seducción, la venganza, las incontroladas pasiones y la fuerza del amor en medio de ese torbellino, se mantienen y hasta acentúan en la versión, que no descuida tampoco, entre los supraenunciados que hereda del canon clásico, los procedentes de la santería cubana, como quiera que los personajes principales la practican e incluso viven pendientes de sus designios y augurios.

La puesta de Boet acierta al intentar el recurrente juego del “inter-teatro” (teatro dentro del mismo) al convertir la sala de representación en la propia casa del respetado y temido proxeneta: un cabaret donde el “Rey de San Isidro” recibe a sus invitados, quienes ocupan mesas, beben y “pican”, con lo cual a la vez celebran la fiesta por el aniversario de la compañía convocante. Este empleo creador del espacio escénico devenido a la vez platea, compartido con el escenario se resuelve satisfactoriamente, pese a la dificultad que implican a nivel visual ciertas columnas del local y la ubicación de momentos importantes del transcurrir dramático en puntos donde sobre todo la audición no es todo lo nítida que debiera —por ejemplo, cuando el padrino emite sus decretos desde la pantalla del televisor—.

Por demás, los movimientos de los actantes, la utilización racional y variada de toda la sala para las diversas acciones del discurso, se resuelven con imaginación y eficacia.

El diseño de luces de Marcel Fernández contribuye a la consecución de las atmósferas que envuelven el relato (intriga, premonición, luchas, celos, sexualidad desatada…) si bien pudiera perfilar mejor algunos momentos claves en el desarrollo de la trama, algo en lo que también colaboran el sonido (Daniel Romero/Rodolfo Martínez) pese a los detalles apuntados. El vestuario, a cargo de Adriana García, logra integrarse con conocimiento de causa a la caracterización de cada personaje.

Siendo la fuente teatral un texto difícil por la carga verbal —largos parlamentos y complejos diálogos—, podrá imaginarse la responsabilidad que en cualquier puesta se demanda de los actores, máxime cuando aquí, como hemos dicho, se reducen y concentran personajes en pro de la síntesis.

En términos generales, se aprecia un satisfactorio nivel interpretativo, que delata segura mano directriz también en este decisivo rubro. Alejandro Ruiz entrega un Yarini que alterna la suficiencia y la fragilidad, las grietas que en el poder generan la debilidad carnal y el desorden pasional, con seguridad y convicción indudables: la Jabá de Sheila Zayas, salvo algunos monólogos un tanto atropellados en la segunda parte, encara su consejera y amante incondicionales, previsora y maternal, con toda la fuerza y fiereza del personaje; Daniela Ariosa despliega la requerida sensualidad y hasta el orgánico desparpajo de su Santiaguera; Lázaro Mena como Lotot se muestra orgánico en sus transiciones y contradicciones, pero debe evitar el excesivo acento francés que le impide una proyección eufónica limpia y todo lo inteligible que debiera (con pronunciar algunas palabras en el idioma de su procedencia sería suficiente para su ubicación).

Yarini en fin, es otra digna incorporación al abultado catálogo sobre uno de los más apasionantes caracteres de nuestro imaginario cultural.

En la función inaugural, con la presencia de autoridades, alumnos y profesores del ámbito universitario, se rindió homenaje a uno de los fundadores del TUH: Armando del Rosario, quien dedicara gran parte de su larga vida primero a la actuación y después a la dirección dentro del prestigioso colectivo, el cual celebra por estos días sus flamantes y fructíferas más de ocho décadas en la vida escénica nacional. ¡Felicidades!

Imágenes de Yarini. Fotos: Cortesía de TUH.