Berta Martínez “se ganó para siempre el rol de Lala Fundora, desde el estreno mundial de Contigo, pan y cebolla,
la comedia de costumbres de Héctor Quintero”.
Fue actriz, y una de las grandes. Empezó a ganar espacio en el teatro de las salitas que invadió a La Habana a inicios de los 50, y trabajó con diversos directores. El más importante de ellos en ese instante, Francisco Morín, le confió papeles y la codirección de algún montaje de Prometeo, el grupo líder en aquel momento. Con su voz inusual, su fuerte presencia, su capacidad para entender textos demandantes, Berta Martínez se fue haciendo de un sitio en aquel pequeño mundo de teatro de arte, y pasó a la televisión, donde también consiguió ser reconocida por su talento. Su paso por el Teatro Martí le hizo entender a cabalidad las estrategias interpretativas de quienes, en ese coliseo, manejaban lo popular y lo comedia, elementos que también le serían fundamentales para futuras experimentaciones.

Al triunfo de la Revolución, se integra a Teatro Estudio. Brilló en El perro del hortelano, y se ganó para siempre el rol de Lala Fundora, desde el estreno mundial de Contigo, pan y cebolla, la comedia de costumbres de Héctor Quintero, que dirigió Sergio Corrieri. Volvería al personaje de esa madre cubana en numerosas reposiciones, hasta fines de los 80. Su organicidad, la limpieza en la cadena de acciones, el dominio rotundo de una técnica stanislavskiana aplicada a la representación de los gestos y rasgos de una mujer que nos identificaba desde el escenario, se volvieron míticos. Se cuenta que en la escena del almuerzo, abría el mantel sobre la mesa y cada plato y cada cubierto aparecían, como por milagro, en el sitio debido. Controlaba detalles, la enunciación: construía concienzudamente un personaje que bajo las luces se animaba en retrato vívido de lo que somos.

Pero también era la directora que, desde La casa vieja, de Abelardo Estorino, trataba de encontrar una síntesis expresiva que luego fue ahondándose. Lo demostró con Don Gil de las calzas verdes, y luego con Bernarda, a partir de La casa de Bernarda Alba, interviniendo el texto y rompiendo concepciones anquilosadas, en 1970. La década no era propicia para esas aventuras, y habría que esperar a fines de ella para que, con Bodas de sangre, Berta Martínez pusiera al público y a la crítica a sus pies. Hilda Oates, hermosa y potente como esa madre negra que clamaba los textos del autor, era el centro de un espectáculo donde Isabel Moreno, Adolfo Llauradó, Miriam Learra y muchos otros talentos de Teatro Estudio se convertían, cada noche, en lo que ella quería que viéramos. Luces, contraluces, ella narraba desde la luz. El triunfo del espectáculo, influido por la vanguardia teatral rusa, como alguna vez dijera, era teatro cubano y universal. Ganó aplausos en muchos lugares. Era Berta Martínez en apogeo de sus fuerzas creativas. Junto a Vicente Revuelta y Roberto Blanco, ella era parte de ese triángulo dorado que el teatro cubano.

Después, vinieron Macbeth, La zapatera prodigiosa, La casa de Bernarda Alba, y su homenaje al bufo y al género chico con La verbena de la paloma, y Las leandras, con los que cerró su trayectoria, a inicios de los 90. La frescura, gracia, chispeante humorada cubana que comentaba nuestra realidad a manera de delirantes “morcillas”, movilizó al elenco de Teatro Estudio, y luego al de la Compañía Hubert de Blanck en estas reapropiaciones de los viejos títulos, con un aire de cubanía descacharrante y nostálgica, mezclando al negrito y a la mulata de nuestra comedia nacional con las célebres estrofas que cantaron nuestros abuelos en su juventud. Nostalgia, pero museo vivo de costumbres y teatralidad latente, fueron esos estrenos. Prometió uno más, otros títulos. Nunca llegó a dirigirlos. Pero nunca dejó de ser una maestra de actrices, actores. Y de ética.