Primera entrega de un texto acerca del estreno de uno de los principales espectáculos de la danza cubana a fines de la década del 80
Por Norge Espinosa
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La memoria se compone de imágenes inolvidables, que a menudo son, más que eso, vivencias y estados de ánimo que no siempre resulta fácil explicar a quienes no fueron testigos de ciertas cosas. En el apretado panorama cultural de mediados y fines de los años 80 del pasado siglo cubano, hay espectáculos, entendidos ya en su momento como desafíos, que deberían ser puntos de inevitable referencia para que podamos entender qué vivíamos en ese instante, y más, qué era el país en ese momento, y qué aspiraciones lo impulsaban.
La mala memoria, la salida de varios de los protagonistas de esos acontecimientos hacia otros lugares y destinos, y el silencio y la prisa que imponen la cotidianidad, ha vuelto borrosa la imagen de parte de todo eso. Pero quienes alcanzamos a vivir esa intensidad, podemos aún rememorar exposiciones, lecturas de poesía y narrativa, conciertos, y espectáculos que sacudieron eficazmente mucho de lo que ya sentíamos como anquilosado y demasiado cómodo, como si de una batalla se tratase en pos de nuevos aires y palabras. Y gestos. Y en ese espacio de lucha por algo que no solo era una apuesta de modernidad y cambio estético, está ese espectáculo con el cual el Ballet Teatro de La Habana consiguió no dejar indiferente a nadie. Hace 35 años ya, se estrenaba Eppure, si muove!
A la cabeza del espectáculo estaba, por supuesto, Caridad Martínez, la fundadora de esta compañía que en su breve periodo de existencia (1987-1992) logró remover estereotipos, recelos, en una lidia constante que perduró a lo largo de ese quinquenio de trabajo y estrenos. Junto a Mirta García y Rosario Suárez, Caridad Martínez se había separado del Ballet Nacional de Cuba (BNC), en un acto que les ganó el calificativo de malagradecidas y desertoras, para dar paso a una nueva etapa en la cual la exploración de nuevos lenguajes la llevaría mucho más lejos de lo permitido por la rigidez del repertorio clásico de la célebre agrupación y de prejuicios de diversa índole, incluidos los raciales.
Reconocida por la crítica y el público como una intérprete de excelencia (su presencia en Muñecos, de Alberto Méndez, es uno de los hitos del Ballet Nacional de Cuba), Martínez se atrevió a “romper el espejo”, para citar de alguna manera a su futuro colaborador Armando Correa, y ampliando el reclamo que ya varias jóvenes figuras habían hecho al BNC fue más allá, con el anhelo de concebir una zona de creación autónoma, a sabiendas de que dar la espalda a lo que representaba la más importante compañía danzaria del país y a sus políticas de programación, estructura interna y giras, significaba adentrarse en un terreno tan espinoso como ignoto.
“Siempre tuve una inclinación a la coreografía, pero también me parecía que el tratar temas de contemporaneidad me demandaba una estética distinta, imposible con el ballet clásico”, confesaba Caridad Martínez acerca de sus anhelos de una nueva posibilidad de expresión. A fines de 1987, los espectadores pudieron comprobar que aquel paso supuestamente descabellado, era más que la provocación de una “rebelde sin causa”. Al escándalo que recorrió el mundillo cultural tras saberse de la ruptura entre las bailarinas y la dirección del BNC acabaría imponiéndose la reacción, polémica pero progresiva, de lo que se vio en el escenario del Mella, aún bajo el nombre de Ciclo de Experimentación Escénica, con un programa que es recordado por algunos bajo el título Hallazgos, en referencia a una de sus piezas centrales. En una crónica aparecida por ese entonces en el Caimán Barbudo, la primera propuesta de este núcleo de creadores se reseñaba así:
“Un grupo de jóvenes actores y de bailarines poseedores de la técnica clásica más depurada, se presentaron en el teatro Mella en un espectáculo desacostumbrado para nuestra escena, el cual logró complacer a muchos, desconcertar a algunos, y hasta molestar a los más apegados a la tradición. (…) En el escenario todos actuaron, bailaron, hicieron pantomimas, cantaron y el público no se quedó atrás. «¡Irreverente!», comentaban unos, en controversia con los «¡Bravo, bravo!» de otros. Porque eso sí, con el Ciclo de Experimentación de la Imagen Escénica que se presentó a el último fin de semana de 1987, no hubo reacciones intermedias.”
La reseña, firmada por Armando López, sirve de retrato fiel a lo que desencadenó aquel atrevimiento entre la platea. El público pudo aprobar o discutir los valores y tanteos de coreografías como Hallazgos, Hablas como si me conocieras, Rejuego, Altazor y Muerte junto al lago. En las dos últimas dos, aparecía como artista invitado Jorge Esquivel, el célebre partenaire de Alicia Alonso quien también había abandonado el Ballet Nacional de Cuba. Si en Altazor compartía escena con el notable actor Adolfo Llauradó, en Muerte junto al lago, con un pato muerto entre las manos, encarnaba una parodia hacia los extremos del ballet que para muchos marcó el mayor punto de irreverencia de aquella propuesta. Ello no opacó su desempeño en la obra inspirada en los versos de Huidobro, y tampoco hizo olvidar a los asistentes la valía de Solo, concebido por Caridad Martínez para Rosario Suárez. Más allá de la discusión, de los acaloramientos, y de “la patada de elefante”, para decirlo con una frase de Piñera, que se dio en ese programa a muchas convenciones, quedaba claro que de ese equipo de creación podía esperarse mucho más.
Para llegar a ese conjunto de piezas, y lanzarse al escenario del Mella, con el apoyo de otros creadores, como Sergio Vitier, Nisia Agüero, Ángela Grau, habían tenido que vencer no pocos obstáculos, incluida la suspensión de los salarios a esas “resentidas” que habían abandonado al BNC. La idea de mezclar actores y actrices con las bailarinas provino como una solución adoptada por Caridad Martínez y su asistente, Miguel Ángel Sirgado, a fin de resolver un problema muy concreto: nadie del mundo de la danza quería arriesgarse a seguirla, por temor a represalias de cualquier tipo. Pero en aquel momento ya empezaban a flexibilizarse algunas estructuras, como preludio de la política de proyectos por obra que nacería en 1989, con el Consejo Nacional de las Artes Escénicas. Gracias a ello, desde la Dirección de Teatro y Danza del Ministerio de Cultura, se habían empezado a aprobar núcleos creativos, fuera de las grandes agrupaciones. Marianela Boán, por ejemplo, fundaría en 1988 Danza Abierta, y en la sala de su casa del Vedado se estrenaría, ante los ocho espectadores afortunados que podían ver sus representaciones cada noche, La cuarta pared, dirigida por Víctor Varela, como un reclamo de teatro alternativo que estremeció a todo el ámbito cultural cubano del momento. A pesar de enemigos declarados y solapados, el Ballet Teatro de La Habana acabaría fundándose, y el espectáculo que ya se estaba gestando iba a ser su más poderosa carta de presentación.
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Cuando Armando Correa escribe para la revista Tablas acerca del primer espectáculo que Caridad Martínez ofrece al público desde su núcleo de trabajo, aún no se menciona el nombre de Ballet Teatro de La Habana, pero lo que describe en el párrafo inicial de su reseña, ya contiene mucho de lo que esa agrupación tendrá a su favor, en términos de expectativas y lenguaje, a lo largo de toda su órbita: “El público impaciente. El escenario vacío. Los bailarines ¿actores? Irrumpen en la platea, se deslizan por los balcones. Los actores ¿bailarines? Buscan, indagan, reconocen el espacio, intercambian un gesto, un sonido, una palabra.”
La descripción sirve para que visualicemos la manera en que este conjunto se adueñaba, desde una amplia diversidad de perspectivas, de un espacio de representación que no quería limitase al escenario. Y me recuerda, curiosamente, lo que también en el teatro Mella, en 1970, había conseguido Ramiro Guerra con Improntu galante, una de las coreografías que ratifica su condición de adelantado en ese terreno que luego denominaríamos danza teatro, danza postmoderna, etcétera.
El camino coartado por la censura y la incomprensión que espectáculos de ese tipo y otros (Peer Gynt, de Los Doce, Los juegos santos, de Pepe Santos, La vuelta a la manzana, de René Ariza, El decálogo del Apocalipsis, del propio Ramiro, que no llegó a ser estrenado), se retomaba con los desafíos que asumían Víctor Varela, Marianela Boán o el naciente BTH. Si la crítica supo advertir las ganancias y las dudas que las primeras coreografías de ese programa-debut desataba, cuando llega septiembre de 1988 y Eppure, si muove! se convierte en un título que anuncian varios medios de prensa, el colectivo de actores, actrices y bailarines estaba dispuesto a demostrar que los meses de fogueo y entrenamiento habían sido capaz de arrojar una búsqueda provechosa a partir de ese elemento crucial en su discurso: el gesto cotidiano y su perpetua deconstrucción como símbolo y alegoría de tantos estados de ánimo.
La influencia de Pina Bausch y de Eugenio Barba resultó primordial para ese trabajo investigativo. Sin una sede propia (el BTH jamás la tuvo), sus integrantes ensayaban lo mismo en el tabloncillo del gimnasio del Instituto Superior de Arte, que en el lobby de la sala Covarrubias, o en la sala El Sótano, al tiempo que estaban en sintonía con lo que en ese mismo instante se movilizaba desde otras zonas del arte contemporáneo cubano.
Los artistas de la plástica habían salido a la calle, rompiendo el cerco de las galerías, y con sus performances quebrantaron numerosos prejuicios, en un ambiente caldeado por el debate, la lectura intensa de nuevos referentes, y un aire de cierta competitividad entre quienes se enfrentaban a las viejas estructuras y a los consagrados, en batallas a ratos no tan provechosas, pero que por lo general dinamizaron un ámbito que ya necesitaba esos estremecimientos.
La fundación del Teatro Buendía en 1986 y el estreno de Lila, la mariposa, fue uno de los detonantes de esa tensión, de la cual brotó una cierta rivalidad entre los noveles y los maestros (Revuelta, Blanco, Quintero, etcétera) que en varios casos respondieron con espectáculos que demostraron que sus poéticas también podían ser parte de ese renuevo. Y así, poco a poco se añadieron a nuestro vocabulario términos como “extracotidiano”, “analogía”, “homología”, y otros que iban de boca en boca, provenientes de los libros de Barba, Paves y otros teóricos en los cuales era preciso iniciarse para estar a tono con aquello que los conservadores veían con no poca preocupación.
Era la Cuba que en había dado curso a un proceso de rectificación de errores, desde su cúpula política, y en la cual ese reajuste hacia una idea más liberal del socialismo amplió conversaciones y dilató espacios de discusión, que no por existir y visibilizarse lograron siempre activar nuevas cápsulas de acción y pensamiento, en la antesala de los años 90.
El efecto de renovación alcanzaría hasta al teatro para niños y jóvenes (recuérdense El rey de los animales y luego Monigote en la arena, de Carlos Celdrán y Nelda Castillo, desde el Buendía; o el unipersonal Okin eiyé ayé, de René Fernández con su Teatro Papalote), y la danza se interconectó con la música en vivo, con la obra de artistas plásticos (Sin permiso, que incluyó además el primer desnudo masculino, de Danza Abierta), haciendo crecer la fuerza de sus proposiciones.
Del movimiento de cine clubes y hasta de la televisión emergieron artistas con esa voluntad de cambio, que añadirían ejemplos a ese afán de replantearlo todo que además tenía como objetivo central la búsqueda de una nueva verdad, de dar un nuevo sentido a algo que no podía entenderse únicamente como épica y consigna repetida.
Ballet Teatro de La Habana era uno de los ejes de ese batallar, y se ligaría a no pocos artistas e intelectuales que además de la experiencia escénica, aportarían lecturas, texturas, discursos y teoría de actualidad a sus interrogantes. De ahí el enlace con poetas como Osvaldo Sánchez (un poema suyo inspiró Hablas como si me conocieras), Marilyn Bobes, o los integrantes del grupo Paideia que tenía sus reuniones en el Centro Alejo Carpentier.
Ballet Teatro de La Habana funcionaba como un imán que llamaba la atención de los nuevos artistas e intelectuales, que no pocas veces dieron fe de esa inocultable complicidad y empatía con lo que el grupo representaba. En la revista Revolución y Cultura, Marilyn Bobes dialogó con la fundadora del BTH acerca de los fundamentos de su trabajo coreográficos, en una entrevista titulada “¿Adiós al ballet clásico?”:
Estar en el ballet era vivir un poco en un mundo aparte, donde el contacto con artistas de otras manifestaciones era casi imposible por las características de nuestro trabajo donde el tiempo era muy limitado. (…) Me empezó a interesar especialmente el gesto. En particular, soy una persona con una gestualidad muy desarrollada. Quizás tengo todos esos gestos de la cultura popular que mi profesión ha estilizado de una manera que llama mucho la atención. Pero el contacto que últimamente he tenido con los actores corroboró algunas cosas que yo pensaba: ellos necesitan un estudio de su físico mientras nosotros, los bailarines, precisamos también de utilizar la voz para lograr una forma más orgánica de realizar el movimiento. Llegar como a un término medio. Y a esto va encaminado mi trabajo sobre el gesto.
Todo eso se unió de modo eficaz y explosivo en el estreno de Eppure, si muove! Con Galileo Galilei detrás de esa conocida frase en latín, el espectáculo indicaba que, a pesar de tantos obstáculos y anquilosamientos, podía avanzarse, podía irse más allá en pos de libertades impostergables. Con la entrada de Carlos Díaz al núcleo, tras su paso por Teatro Irrumpe, el núcleo ganó en cohesión dramatúrgica, y organizó un trabajo donde cada pieza era parte de un engranaje de códigos, símbolos, subtextos y rupturas que se sostenía de modo rotundo.
Esta es la estructura general del espectáculo que, en aquel septiembre, a unos pocos meses de la primera gira internacional de colectivo que los llevó a la República Democrática Alemana, finalmente llegó a las tablas del teatro Mella, precedido por una clase magistral impartida por la propia Caridad Martínez, según reza el programa de mano de la premier:
OBERTURA: ¡Y sin embargo se mueve!
-La pareja es inmortal (Historia I)
-Los que no usan smoking
-¡Ahora sí! (Historia II)
-Vamos a andar
-Deidades
-El eterno verano (Historia III)
-Programación de verano
Como se intuye desde la mera lectura de los títulos de esos segmentos, la ironía era un elemento a favor de todo lo que se vería. Y en efecto, había un tono de desacato y desenfado en Eppure…, que además aparecía en otras zonas del programa de mano. El elenco aparecía allí dividido en dos núcleos: “Los que bailan desde hace tiempo” por “orden alfabético” (Mirta García, Caridad Martínez, Rubén Rodríguez, Rosario Suárez, y “los que siempre han actuado y ahora bailan” por “orden de tamaño” (Pedro Sicard, Gabriela Alejandra Tonietti, Selma Soregui, Caridad Ravelo, María Elena Diardes y Raúl Durán).
La dedicatoria era también parte de ese tono de juego, y en ella se reconocía a “Pepito V, a mi abuelita, a Pina, a Isadora, a Annemarie, a mis maestros de ballet, a mis profesores de voz y dicción, a ella, que me enseñó a no preguntar lo que se sabe, a mi madrina y a Orula”.
El eclecticismo de esa tirada, la mezcla de lo formal y lo íntimo, maestros y deidades, daba una pauta que debe haber preparado al público, que además podía descubrir en los agradecimientos, mezclados en puro gozo postmoderno, a Danza Contemporánea de Cuba, la Escuela Internacional de Cine, Carlos Celdrán, el Teatro Buscón y el dramaturgo Tomás González, junto a Virgilio Piñera, Antón Chéjov, o Federico García Lorca. Pero la fuerza de la imagen inicial iba a ser superior a todo ello, como se comprobó en cuanto dio inicio a la representación de la obra con la cual, como se dijo en alguna nota de prensa, debutaba oficialmente el Ballet Teatro de La Habana.
(Continuará en un segundo artículo. El autor quiere agradecer especialmente a Pedro Sicard, Carlos Díaz y Eloy Ganuza por sus aportes y testimonios).