Zoa Fernández, protagonista de su propio varieté
Por Norge Espinosa Mendoza
Acaba de morir una de las figuras sin las cuales no podría contarse en Cuba la historia del teatro musical, por intermitente y fragmentada que esta sea. La actriz y cantante Zoa Fernández, dueña de una extensa trayectoria, falleció en La Habana, y como sucede con tantos y tantas que como ella se entregó a este género, la noticia nos causa la impresión de que nunca se le agradeció lo suficiente. Debutante a fines de los años 50, de origen espirituano, Zoa se impuso a los recelos familiares para convertirse en la artista que quiso ser, dueña de versatilidad y capacitada para el baile y la actuación, en la que fue de la comedia más ligera hasta el drama más intenso. Se consagró al musical, y desde la compañía que fundó el mexicano Alfonso Arau, ya en la segunda etapa del colectivo tras la partida de ese destacado director, integró los elencos de las principales puestas en escena. Para esas fechas, ya se había anotado un éxito con la puesta de El retablo de maese Pedro, donde demostró todo el abanico de su potencialidad.
En el Teatro Musical de La Habana, tanto como en la década del 60 como en la del 80, trabajó con directores que supieron aprovechar sus dotes, como Nelson Dorr, Héctor Quintero y José Milián. Fue este quien se arriesgó más allá, al concebir un espectáculo de total lucimiento para ella, que se presentaba en el salón Alhambra de ese coliseo hoy tan abandonado, y que hizo subir las escaleras hasta llegar a esa segunda planta a media Habana, para aplaudir a Zoa como protagonista absoluta de En el viejo varietés, estrenado en 1982. Sobre ese espectáculo, que la ratificó como una figura ya consagrada y lista para cualquier desafío, dijo de ella en la revista Tablas el crítico Juan Carlos Martínez:
En este caso no es menester mucho esfuerzo para comprobar los atributos de esta actriz-cantante-bailarina, en plena madurez, y a quien bastaría solo su ya antológica incorporación de la negrita catedrática para merecer un lugar entre las primeras figuras de nuestra escena. Durante más de dos horas permanece sobre el escenario y hace literalmente de todo, y casi todo bien. Su ductilidad como actriz y autenticidad de su entrega artística me obliga a la reverencia ante Zoa Fernández…
En la revista Bohemia, apuntó Mario Rodríguez Alemán sobre este espectáculo que contó con la coreografía de Iván Tenorio, y la dirección musical de Edesio Alejandro, y la escenografía y vestuario de Maikel Sánchez:
Zoa Fernández nace cada noche a la fantasía del teatro con un rostro alegre, nuevo y sensitivo. Prodiga y comparte su gracia y su mimetismo con los espectadores que la aplauden con júbilo. Quedan ganas cuando se sale sonriendo del Alhambra de volver a ver En el viejo varietés.
La trayectoria de Zoa confirma todo eso y más. Actuó en Los muñecones, de Héctor Quintero, en El amor no es un sueño de verano, de Milián. Mientras sus apariciones en la televisión y el cine son escasas, su entrega a los escenarios fue indiscutible y permanente. En su repertorio estuvieron desde los Entremeses japoneses, memorable puesta en escena de Rolando Ferrer con el grupo La Rueda, hasta La pérgola de las flores y La Chacota. Compartió escena con María de los Ángeles Santana en Tía Meim, y estrenó, muchas décadas después, en 1994, con Teatro Mío, la pieza Delirio Habanero, de Alberto Pedro, dando vida a esa mujer demente que asegura ser Celia Cruz y que ha regresado a la Isla donde nació «por un punto que no me es dado revelar». La recuerdo en esa interpretación, así como habrá quien la recuerde por su aparición en el monólogo de La Coreana, a partir del Vade retro, también de José Milián.
Aún sabiéndose dueña de todo eso, nunca reclamó homenajes ni elogios inmerecidos, ni ser considerada para premios que a veces ganaron otros de carreras menos provechosas. Durante muchos años, compartió su vida con el actor Jorge Cao, de quien fuera maestra de artes dramáticas. A su manera, como Zenia Marabal y otras integrantes de esos empeños por dar vida y aliento al teatro musical en Cuba, ella pertenecía a un mundo pequeño y algo aparte, desde la perspectiva acaso de generaciones que no se forjaron en una escala tan amplia. No hace mucho, a mi paso por un programa radial, me sorprendí al escuchar una grabación suya de Don’t cry for me, Argentina, el tema central del musical Evita, y que por suerte perdura en ese registro.
Escribo estas palabras para despedirla, pero más que eso, lamentando no haber llegado a tiempo para entrevistarla como me hubiese gustado, para señalarla como una figura consagrada de veras a una expresión que, no por vilipendiada ni despreciada según algunas mentes rígidas y estrechas, apostó siempre por estas otras formas del entretenimiento, asumiéndolo con el rigor y la dignidad con la cual también se enfrentaba a roles severos y más «respetables». Ella, junto a esas actrices, actores, artistas, que insistieron en demostrar que sobre el escenario puede hacerse «literalmente de todo», merece esa reverencia, merecía muchos más aplausos, y ser reconocida, como hacía en El viejo varietés, como una protagonista de estatura indiscutible.
Foto tomada del perfil de Facebook del autor