Todo el dolor de lo imposible
Por Omar Valiño
Mi generación no puede ver La señorita Julia sin escuchar la clase viva de Francisco López Sacha con su exégesis del primordial texto del sueco August Strindberg. Tantos años después, en esta etapa reciente, se ha estrenado por Caminos en Ciego de Ávila, Icarón en Matanzas, Buendía en La Habana y ahora por La Montaña Teatro, bajo el título de Julia y la dirección de Jazz Martinez-Gamboa, en temporada de estreno hasta el 12 de febrero en la Sala Llauradó.
Con sencillez, el espacio escénico (del director, más Alejandro Cañer y vestuario de Vladimir Cuenca), logra colocarnos ante la cocina donde Juan lustra las botas del conde y Cristina alista diversos platos. El propio tablado del escenario se hace parte de la escenografía y se gravita alrededor de la antigua mesa.
Algunos elementos -cervezas, fosforera y licuadora, guayabas- aparecen, sin escandalizar, como simpática y fluida ubicación en el aquí y ahora del público. Pero la puesta es respetuosa de la letra y el espíritu del texto se agradece porque basta bucear bajo la superficie de este enorme iceberg para aquilatar en la obra el profundo conocimiento del alma humana tensada hasta el límite por las diferencias de clase, económicas y sociales.
No caben en esta reseña cada una de las posibles lecturas provocadas por el montaje, pero el equipo ha conseguido transparentar el duelo humano y social que transcurre en la larga noche de San Juan. Es un tiempo del año en el cual las inversiones festivas de los roles habituales están permitidas, así ofrece la oportunidad a Julia de romper los moldes y festejar en la cocina con sus criados.
El tono es realista, de justa organicidad con el naturalismo de origen de la pieza, si bien anuncia la llegada del expresionismo. Los actores habitan esa “realidad”, poética a su vez, sin estridencias, con asumida contención.
Roberto Romero nos muestra el costado frío y soberbio de un Juan que ha esperado desde niño por una Julia inalcanzable hasta ese momento. Juannalise Ricardo, con su honda voz, es la Julia inconstante, atrapada entre el deseo sexual, el sueño del amor y el límite moral. Joven, vence un reto notable, aunque le vendría bien oscilar entre su condición de clase y su conducta durante esas horas.
Yordanka Ariosa, sólida siempre, nos ilumina cada acción de Cristina. Ya están dibujadas las excelentes interacciones entre ellos tres y solo resta una máxima afinación que llegará y hará brillar más la puesta en escena.
La segunda parte del objetivo de Juan no se cumplirá. No se escaparán a plantar un hotel en Suiza. Las diferencias entre ellos son demasiado grandes. El pajarito de Julia morirá como anticipo de su suicidio. Desflorada y mancillada por un criado, ha rebasado el límite.
Juan, quien ha sido el fuerte por unas horas, sentirá el poderío del amo. Las botas en proscenio, que inauguraron en 1888 la contemporaneidad en el Teatro, decía Sacha, son su presencia, el timbre que resuena en su cabeza la omnipotencia del señor, un dominio de la conciencia.
La señorita Julia y esta Julia también, además de la belleza que emana de su perfección, pinta como pocas obras mayores, todo el dolor de lo imposible.
En portada: Póster promocional de la obra