Tarde en la siesta, medio siglo después
Por Miguel Cabrera García
Los salones Blanco y Azul del Ballet Nacional de Cuba se repletaban de bailarines y de otros miembros curiosos a principios de 1973 para ver lo que en ellos creaba Alberto Méndez, un coreógrafo que ya había alcanzado éxitos importantes como creador, al obtener el primer premio del Concurso Internacional de Ballet de Varna, Bulgaria, por su obra Plásmasis, que fuera interpretada brillantemente por los bailarines Caridad Martínez y Lázaro Carreño. Estaba por nacer una obra destinada al triunfo: Tarde en la siesta. Su gestación me fue muy cercana, porque en mi casa Méndez escuchó el long play Lecuona plays Lecuona, donde encontró la inspiración musical. Eran composiciones no escritas para ser danzadas, sino escuchadas, y entre ellas figuraban piezas tan bellas y sugerentes como Preludio en la noche, A la antigua, Crisantemo, Danza en 3×4 y Vals azul.
Eran tiempos en que la música del genio de Guanabacoa vivía en el ostracismo nacional, víctima de una valoración sectaria de la obra del gran músico cubano, quien había fallecido en la ciudad de Santa Cruz de Tenerife, Islas Canarias, en 1963. Solo la ilustre y fiel cantante Esther Borja la mantenía viva. “¿Revivir a Lecuona, para qué?”, escribió un oportunista de turno en un periódico de circulación nacional. Pero Mirta Plá fue Consuelo; Marta García, Soledad; Ofelia González, Dulce, y María Elena Llorente, Esperanza.
Cuando comenzó la gestación de Tarde en la siesta, Alberto Méndez manejaba solamente la idea de crear una obra que tuviera la misma estructura coreográfica que el famoso Grand Pas de Quatre, creado por Jules Perrot en 1845, en el Teatro de Su Majestad de Londres, y que tuvo como intérpretes a cuatro de las más famosas bailarinas del período romántico: María Taglioni, Carlotta Grisi, Lucile Grahn y Fanny Cerrito.
Durante el proceso creativo le fue surgiendo a Méndez la idea de otorgarle una historia que fuese mostrando la psicología de cada uno de los cuatro personajes, aunque cercanos observadores opinaron que bien podría tener otra lectura: ser la evolución de la vida sentimental de un solo personaje, es decir, que la joven Esperanza, como su nombre sugiere, estaba llena de ansias de futuro, proceso que podría llevarla a un matrimonio acomodaticio socialmente y aparentemente feliz, lo que refleja Dulce, o tal vez la desdicha de un abandono o amor fallido que la sumiría para siempre en la Soledad del claustro familiar, o finalizar en la abandonada y solterona hermana mayor, destinada a dar Consuelo a sus hermanas o a su propia vida fatal.
Alicia Alonso, con su sabia visión como directora artística de la compañía, decidió llevarla a un público amplio y con criterio desprejuiciado y certero, y así lo hizo cuando celebramos un encuentro inolvidable en la Escuela Nacional del Partido Comunista de Cuba Ñico López, en Jaimanitas. Tuve el honor de acompañarla en esa tarea, en la que, además de las cuatro intérpretes se sumó nuestro director de orquesta y compositor, el maestro José Ramón Urbay. Allí la obra, ante un auditorio con criterio desprejuiciado y certero, le dio su total aprobación como una obra de arte llena de cubanía y como fiel reflejo de un sector de la mujer cubana en una etapa muy especial de nuestra historia. También Alicia y Alberto sintieron el respaldo de Vilma Espín, presidenta de la Federación de Mujeres Cubanas, quien al verla por primera vez expresó que era un retrato fiel de la vida de un sector de la mujer cubana en nuestra etapa republicana, llena de prejuicios y convencionalismos, y la definió como “nuestro Grand Pas de Quatre cubano”.
Fuente: La Jiribilla
Foto de portada tomada de Habana Radio