Sin Navidad, pero un “Cascanueces” de poderosa fuerza

Inclínate,
pues, como caña al viento; pero cuida
bien el dibujo de la curva: todo es arte al fin.
Eliseo Diego

Por Roberto Pérez León / Fotos Buby Bode

La compañía de danza contemporánea Malpaso ha puesto en el Teatro Martí un Cascanueces donde no hay alusión alguna a la Navidad.

El ballet Cascanueces fue estrenado en San Petersburgo el 18 de diciembre de 1892, luego de un encargo de Iván Vsévolozhsky director de los teatros imperiales.  El Cascanueces, basado en el cuento original de Ernest Hoffman es una historia que se desarrolla en un ensoñador marco de las fiestas decembrinas donde el coloreado muñeco de madera es el protagonista.

La leyenda cuenta que el príncipe al casarse con su correspondiente princesa fue embrujado y convertido en un cascanueces, el juguete de madera lleva ese nombre por la habilidad del príncipe para romper nueces con los dientes.

Una vez más danza y literatura armonizan estéticas. La tradición de los cascanueces navideños se consolida con el popular cuento alemán de 1816 “El cascanueces y el rey de los ratones” de Hoffmann del que Alejandro Dumas hizo una adaptación infantil, “Historia de un Cascanueces”, la versión más conocida entre los cuentos navideños.

El libreto del ballet parte de la adaptación hecha por Dumas quien se desentendió de muchos de los ensueños, fantasías del original de Hoffmann y podemos decir que acercó la trama del cuento al estilo de sus novelas. La versión del escritor francés fue impuesta a Tchaikovsky y al coreógrafo Marius Petipá por el director de los teatros imperiales rusos.

Para llegar a la médula de una obra artística, el objetivo de un comentario analítico, digamos crítico, creo debe empezar por la fascinación de la imagen y luego ocuparse de los conceptos. La imagen y no la razón conceptual. La imagen como lanza para la penetración, potencia que nos haga trascender con lo creado y sustanciarse con su ritmo.

La puesta en escena de Cascanueces de Malpaso, huérfana de navidades, me incorporó una nueva poética del ballet clásico y de la música de Tchaikovsky. Durante muchos años estuve asistiendo a las tradicionales representaciones de la obra que siempre esperábamos durante doce meses. Entonces era linda la celebración de salir a ver El Cascanueces en Navidad. Esta vez, sin celebración ni Navidad, he ido a ver en el habanero Teatro Martí otro Cascanueces que me revolvió remembranzas. Y salí airoso porque Malpaso se impuso con su revoltosa estrategia narrativa de renovación y transformación.

Quiero hablar de la música que acompañó a la puesta en escena de Malpaso. Sé que puedo caer en parloteos y vaguedades, porque no tengo los conocimientos técnicos para una analítica percepción musical. Pero hablo de la música por la imagen sonora que me generó como espectador fascinado.

El suceder musical en este montaje es semiológicamente un factor determinante. La Orquesta de Cámara de La Habana forma parte de lo germinal en la escritura escénica del Cascanueces de Malpaso.

Los bailarines accionan delante de la orquesta que se mantiene en el fondo del escenario durante los dos actos del espectáculo. El escenario carente de escenografía alguna solo cuenta con un discreto y elocuente diseño de luces en conjunción con un conciso diseño de vestuario, ambos de Guido Gali. Las luces se encargan de establecer dos planos: el de la orquesta y el de la ejecución de la trama danzaria. La orquesta siempre estará en una penumbra fantasmal de la cual solo emerge la silueta de espaldas de la directora que luce en su cintura un enorme lazo de blanco, tal vez de tul, que destella deliciosamente kitsch.

El hecho que todo el performance corográfico tenga lugar frente a la orquesta da a la música una soberanía que se erige de manera contundente, rotunda como vertebral sistema significante de la puesta.

Los bailarines en este Cascanueces están obligados a danzar la música que no queda supeditada a la coreografía. Del diálogo música-danza surge un discurso elocuente. La música es un actante definitorio donde las formas enunciativas se vierten y generan. Los danzantes como agentes enunciadores y la propia música configuran una visualidad a través de un proceso incorporativo epifánico, donde intervienen lo condicionado y lo incondicionado.

Aunque debo decir que en cuanto a la partitura gestual hubo momentos sobre todo en el primer acto donde los bailarines hilvanan un ordenamiento cuasi monótono: se produce una liminalidad gimnástico-dancística y la coreografía visualmente adquiere una morosidad, se interrumpe el ritmo sistáltico al sobreponerse el ritmo hesicástico o viceversa.

Estos ritmos son de procedencia lezámica. Lo hesicástico y lo sistáltico pertenecen al desbordado sistema poético de José Lezama Lima. El ritmo hesicástico marca el ethos musical de los pitagóricos que combinaban la música con los ejercicios gimnásticos; y, el ritmo sistáltico es el de las pasiones tumultuosas, el pathos. Mientras que el ritmo hesicástico va a la serenidad, el equilibrio, la moderación, el sistáltico alude a lo escénico wagneriano.

El registro contrapuntístico entre estos ritmos lezámicos si se descuida, puede producirse una visualidad vertiginosa o interrumpirse la naturaleza del tempo dancístico al no desenvolverse proporcionalmente el espesor del significado coreográfico.

En los arreglos orquestales que se hacen en cada acto de la obra percibo fajas sonoras propicias para interpretaciones fantásticas o románticas, ya sea tanto para adultos como para niños.

Cada arreglo queda dentro de la esfera melódica de encantamientos para lograr la sobrenaturaleza de la narración coreográfica que Osnel Delgado ha decidido que no fuera lineal.

Sobresalen los arreglos en el segundo acto. Arreglos que dan al montaje un toque de vivaz “swing” sinfónico al incorporar elementos estratificados rítmicamente desde la música cubana arrimada a la melodía del compositor ruso.

Comento esta percepción que tuve de la música advirtiendo mis simplezas impresionistas. Vilma Alba Cal, la joven arreglista en el segundo acto de la obra, siento que en ningún momento interviene y mucho menos que versione la melódica de Tchaikovsky. Sus arreglos son de sutileza polifónica de contrapuntos con templanza y moderación.

Entre música y coreografía se estable una esencia melódico corporal que una vez más le da la razón al eminente antropólogo Levi-Strauss, cuando declaró que la invención de la melodía es el supremo misterios de las ciencias del hombre.

La música y los signos movimentales en su iteración destilan apetencias individuales y grupales. En la puesta se tejen fragmentaciones e irregularidades que dan una imagen danzaria de poderosas fuerzas en juego.

En dos actos que apenas sobrepasan la hora, El Cascanueces de Osnel Delgado trasmite respeto, acato al ballet clásico y su dadora técnica para la danza toda, aunque sea esta obra la muestra palmaria de la contemporaneidad que asiste a Malpaso.

Recuerdo ahora la “contemporaneidad no contemporánea” del filósofo alemán Ernest Bloch. En verdad Osnel ha logrado una coreografía que no desaíra la técnica del ballet y demuestra lo que es la coherencia estilística producto de un férreo trabajo de formación danzaría.

La partitura coreográfica de este Cascanueces tiene una dignidad estética que puede exhibirse en los escenarios más exigentes. No se esfuerza ni puja al trazo coreográfico. Sin reduccionismos ni alardes posiciona los cuerpos en estructuras gestuales heterogéneas donde convive la invención coreográfica y la ejecución técnica.

En este Cascanueces el dilema estético se resuelve siempre de la manera más sencilla sin necesidad de acudir al floreo gesto-conceptual. Cuando el gesto se conceptualiza primero se pervierte en un vacío metafórico.

Si leemos atentamente el hermoso programa digital de la función, al detenernos en las estaciones de cada uno de los actos podemos constatar que Osnel Delgado es un creador genuino y está entre lo más sobresaliente de la coreografía cubana contemporánea.

Foto de portada: Daile Carrazana en uno de los protagónicos de Cascanueces. Foto Ernest Rudin