Rosita Y La Estirpe De Los Grandes

Por Vivian Martínez Tabares

Para cualquiera de mi generación –como de varias antes y de otras después– la imagen risueña de Rosita Fornés ha sido parte de nuestra formación sentimental y estética, colada en nuestras casas a través de la pequeña pantalla en su versátil proyección como vedette –esa rara condición de aptitudes y gracia para la cual entre nosotros rompió el molde, por mucho que algunas hayan intentado seguirla–, lo mismo en una comedia ligera, en lances de amoríos maliciosos con Armando Bianchi, que en un drama lorquiano o del teatro psicológico estadounidense, una zarzuela, o en un programa musical estelar, en el que ella era el centro indiscutible.

Había debutado profesionalmente a los dieciocho años en el Teatro Principal de la Comedia de la mano de Antonio Palacios, brillado en espectáculos de las compañías de Ernesto Lecuona, Miguel de Grandy, Martínez Casado y otros, había creado varias compañías, triunfado en los Estados Unidos, Venezuela y México, donde protagonizó cuatro filmes, en una carrera trunca para la gran pantalla, con aisladas incursiones, hasta que varias décadas después Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío la relanzaron en Se permuta, que abrió para ella una saga en la cinematografía nacional con largometrajes como Plácido (1986), Papeles secundarios (1989), Las noches de Constantinopla (2001), el corto Quiéreme y verás (1994), y los telefilmes Al atardecer (2001) y Mejilla con mejilla (2011).  Fue protagonista de numerosas zarzuelas en los albores del Teatro Lírico Nacional y de exitosos shows de cabaret y revistas en Cuba y en distintas ciudades del mundo.

Su carisma innegable y su consagración al arte, a toda prueba, unidos a la fina cubanía con que asumía cualquier rol –a pesar de su imagen icónica de rubia platinada hollywoodense–, y la generosidad con que se entregaba al público, la convirtieron en alguien entrañable y cercano para todos, más allá de gustos, tendencias y modas.

No la seguí muy de cerca, aunque entre los innumerables espectáculos que protagonizó, pude apreciarla en vivo como actriz dramática bajo la dirección de Juan Carlos Tabío, Tomás Gutiérrez Alea y Mario Balmaseda en La permuta, con dramaturgia de Tabío a partir de un boceto de Titón, estrenada en el Teatro Mella en 1980;  guiada por Roberto Blanco en Canción de Rachel, basada en la novela homónima de Miguel Barnet y con música de Sergio Vitier, estrenada en el Teatro Mella en 1982; de la mano de Nelson Dorr en Confesión en el Barrio Chino, escrita especialmente para ella por Nicolás Dorr  y estrenada en la Sala Covarrubias del Teatro Nacional en 1984, y en la comedia musical Vivir en Santa Fe, con dramaturgia de Nicolás Dorr y música de Juan Formell, dirigida por  Dimas Rolando y estrenada en la Sala Covarrubias en 1986. En cada una de ellas siempre pude apreciar su profesionalidad y su compromiso artístico, al punto que, en más de un caso, ella podía ser la atracción principal y el sostén del hecho artístico.

Pero la mayor impresión que me dejó Rosita estuvo fuera de las tablas.

Corría el Festival de Teatro de Camagüey en su edición del año 2000. Las autoridades locales le conferían a Rosita un importante reconocimiento, y un nutrido grupo de invitados la esperábamos en el salón de protocolo Nicolás Guillen, de la Plaza de la Revolución Mayor General Ignacio Agramonte. Por algún azar, vi entrar a Rosita por una puerta auxiliar, lejana al público. En aquellos momentos padecía una afección que la hacía caminar ayudada por algún apoyo y la noté cansada, y visiblemente adolorida. Poco después la vería salir, con elegancia y sencillez, prodigándonos su más amplia sonrisa, para recibir el agasajo.

Eugenio Barba describe, como parte de las definiciones que sostienen su  antropología teatral, el “estado de sats”, que es, dicho del modo más simple, la acumulación de energía que el actor domina justo en el instante previo a la acción; una fuerza y un impulso que retiene como parte de su preparación dinámica y que compromete todo su cuerpo y su mente.

Observando de cerca a Rosita en la acción de recibir su premio, pude entender mejor que nunca de qué nos hablaba Barba. Luego de decir unas breves palabras de agradecimiento y de lanzar una seña fugaz al técnico de audio, se lanzó adelante y sobre una banda sonora que en aquel contexto solemne nadie esperaba, interpretó con su voz, su rostro y con todo su cuerpo dos temas musicales muy diferentes de su amplio repertorio. La mujer adolorida que había avistado pocos minutos antes se había transformado en una “leona”, resuelta a conquistarnos, una vez más, con su presencia y con su arte. La diva reafirmaba una vez más su estirpe.

No la vi partir. Pero aquella fue una lección de técnica teatral y de vida, de altura moral y de respeto a su público. Y para mí un recuerdo inolvidable.

 

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