“Rorschach”, o el arte del cuerpo reciclado

Por Kenny Ortigas Guerrero

Nacemos puros, sin manchas, sin residuos de toxicidad. Somos un cuerpo virgen que se presta al mundo para ser succionado en su alucinante vorágine de desafueros y bondades. Dice Juan Jacobo Rousseau en su Emilio: “Todo está bien al salir de manos del autor de la naturaleza; todo degenera en manos del hombre”.

Transcurre nuestra existencia hasta el fin de sus días en disquisiciones sobre el bien y el mal, sobre lo correcto e incorrecto, sobre lo injusto y lo justo. Luchamos por la equidad, se libran batallas de género y libertad. La propia naturaleza humana muy subrepticiamente segrega y divide al hombre del resto de sus iguales. Ahí comenzamos a construir esquemas con afán de dilucidar los componentes del universo que cada vez se tornan más incomprensibles desde nuestro propio accionar. Como diría Fancois Houtart en su libro El camino a la utopía desde un mundo de incertidumbre: “Asistimos a un supermercado de estilos de vida. Se desarrolla una moral sin obligación y sin sanción, que significa, que hoy hay más elecciones que obligaciones”.

Rorschach, espectáculo de Teatro del Espacio Interior.

En medio de todo “el arte”, que, en su afán de explicarse el mundo, reelabora constantemente sus conceptos y continúa sus exploraciones infinitas en la contemporaneidad. Él, se construye y deconstruye desde el imaginario individual, desde los deseos y vivencias. Es receptáculo de todo cuanto se mueve, modelando sus formas para recibir una experiencia estética irrepetible.

De todo eso se discursa en Rorschach, último espectáculo de Teatro del Espacio Interior que con más de 30 años oxigena sus búsquedas con investigaciones que se cuestionan constantemente el universo de apariencias en que vivimos. Aparentamos sentir, excitarnos. Aparentamos querer, aparentamos luchar… los arquetipos inexpresivos de la alienación inundan cada vez mas los modelos de vida, por eso, el arte inexorablemente tiene que ser una rebelión, como plantea Mario Junquera en su puesta en escena y dar muerte a las falsedades que se erigen como paradigmas: el arte tiene que transgredirse a sí mismo y en su motilidad sacudir sensibilidades.

Al espectáculo lo catalogo como contundente a pesar de la austeridad de los recursos que emplea, y ahí radica, desde mi percepción uno de sus hallazgos más interesantes. Dentro del performance la construcción de las imágenes que componen los diferentes cuadros son capaces de discursar sin el abuso de parlamentos excesivos. Se dice lo necesario, lo que apuntala y hiere… lo demás, queda tatuado en la pupila del espectador con la pulcritud y fluidez que acompaña el dinamismo de las acciones.

Un espectáculo contundente a pesar de la austeridad de los recursos.

Dice la frase popular: una imagen dice más que mil palabras. Aquí se evidencia como manifiesto, como juramento del artista, de no ser más un simple cleptómano que representa figuraciones tomadas de las vidas que pertenecen a otros. Si no, el juramento de retornar a los cimientos del teatro cuando liturgia y magia se fundían como un acto de total credibilidad y fe para sus ejecutantes, un acto tan efímero como desgarrador y purificador.

Otra idea que gravita en la representación es la del cuerpo como reciclaje, somos el compendio de todo y de nada, somos la mitad de algo o la totalidad, según nuestras creencias. Lo importante es reconocernos en esa circunstancia para eliminar los pesos que impiden la trascendencia de la especie. Quien asista a las funciones de Rorschach con la idea de presenciar un cauce dramático desde la lógica aristotélica, no podrá entrar en sus vísceras, el director lo aclara como preparación inicial a los presentes. Estamos frente a un hecho encriptado, al que solo se puede acceder desnudando el cuerpo de prejuicios y dejándolo entrar silenciosamente al río de las sensaciones. Resalta en esta propuesta el uso del audiovisual como un performers más y que a modo de test pone a prueba la capacidad de apreciar y sentir, escudriñando, como Hermann Rorschach en la personalidad de cada uno.

Teatro del Espacio Interior lanza junto a Munch, un grito. Sonido estremecedor que nos obliga a replantearnos las posturas en una realidad convulsa y que requiere cada vez más del ejercicio de un pensamiento que interrogue el contexto en que habitamos. Mario Junquera evita por todos los medios las ataduras convencionales y los límites que preestablece la mente a la imaginación. Él, habla, conversa con los espectadores, explica y comenta desde el distanciamiento brechtiano, sin abandonar por un segundo el juego dramático de las oposiciones y equivalencias. A media luz, en la intimidad del escenario, todo asistimos también, a una clase de arte contemporáneo que nos permite visitar a los grandes reformadores del siglo XX.

Fotos: Cortesía del autor.

 

Contenido Relacionado:

EL HILO Y EL MINOTAURO