Por el mar nuestro anda Teatro de la Luna
Por Roberto Pérez León
El teatro es un territorio de territorios singulares. El teatro expande lugares dinámicos. El teatro instaura una singular episteme, un saber social efectivo. El teatro como práctica cultural específica puede cartografiarse, pese a que nos remite a un punto que en su movimiento y extensión declara un espacio otro con un horizonte de sentido. Los espectadores habitan, cual experiencia esencial, ese horizonte como sujetos: participan, son interpelados, sacudidos por calibre ideológico del discurso teatral que se manifiesta en el conjunto de signos del espectáculo.
La reiteración no desgasta el valor de lo que se reitera. Reiterar es instar a reflexionar: Alberto Pedro Torriente (1955-2005) constituyó la vanguardia teatral de los años noventa sobre todo por la eticidad con la que supo ver aquellos tiempos. Como dramaturgo no dejó de tener en la mira la intrincada presencia cultural y sociopolítica que hemos desplegado desde enero de 1959.
En las premisas de su heterodoxia teatral estuvieron siempre los principios berchtianos, así es que este dramaturgo cubano de punta a cabo sabía que el arte no es un espejo para reflejar la realidad, sino un martillo para darle forma.
Alberto Pedro nunca en su obra anduvo con tapujos ni con el: “al que sirva el sayón que se lo ponga”. Alberto Pedro, como auténtico creador cubano de estos tiempos que hilamos entre todos, se atrincheró en lo que sabía hacer muy bien. Su teatro es paradigma de la crítica fecunda y no de la maledicente que se cobija en escuálidas metáforas de debilidad ideológica y estética.
El discurso teatral de Alberto Pedro tiene su médula en los noventa. Desde esa perspectiva trasciende, su cogollo dramático es preponderante dentro de la dinámica de los estudios culturales y el pensamiento crítico entre nosotros.
El teatro de Albero Pedro es un espacio discursivo de regularidades, discontinuidades, intersecciones que coexisten en una relación de fuerzas con lógicas propias del orden social, político y económico. De eso se trata el teatro. Recurramos nuevamente a la cita martiana: “El teatro ha de ser siempre, para valer y permanecer, el reflejo de la época en que se produce.”
Teatro de la Luna tiene en su haber una trilogía de puestas en escena con obras de Alberto Pedro del período germinal de los noventa: Delirio habanero (1994), El banquete infinito (1999) y Mar nuestro (1997).
Teatro de la Luna acaba de estrenar Mar nuestro. El tríptico que termina de configurar esta puesta posesiona al colectivo en la memoria de las artes escénicas entre nosotros. Delirio habanero fue estrenado en 2006 y en 2017 El banquete infinito.
El estreno de Mar nuestro reafirma la inscripción de Raúl Martín en la nómina de directores que con clarividencia, sagacidad y lucidez han sabido demostrar que el teatro es una asonada de conmociones.
La puesta en escena de Mar nuestro es una verdadera travesura lúdica. Ensalada cubana con agregados de posmodernidad y tradición folclórica, santería, religiosidad, racismo, feminismo y toda la producción simbólica que nos caracteriza como pueblo y nos une en una intimidad cultural de narrativa mestiza y sincrética.
En Mar nuestro de Teatro de la Luna se goza la teatralidad más allá de lo semiótico. El accionar performativo impone construcciones dramáticas que incluso sobrepasan el texto. Lo espectacular, lo visual que se alcanza con el montaje circular da a la puesta una rítmica que resuelve algún que otro estancamiento narrativo.
En Mar nuestro tres mujeres se van. Como los tres juanes de la Virgen del Cobre andan por ese no lugar nuestro que es el mar. Andan a la deriva en una balsa que no tiene brújula ni viento que la empuje. Fe, Esperanza y Caridad: tres cubanas que flotan, que salen sin llegar. En la travesía se les aparecen Ochún y La Virgen de la Caridad indistintamente.
Raúl Martín se despachó con el cucharón de la sopa y nos sirvió un banquete de teatralidad en tensión. Este director esencializa y fija el significado de los cuatro personajes de la obra.
Fe, Esperanza, Caridad y Ochún negocian sus diferencias y se fusionan en acciones perfomativas que fijan la encauzada destreza actoral. Doreen Granados es Ochún, Yaité Ruiz es Fe, Minerva Romero es Esperanza y Osmara López es Caridad.
Solo cuatro magistrales actrices como las que encarnan los personajes de Mar nuestro pueden conseguir las intermitentes y equilibradas presencias escénicas que accionan, mediante traviesas composturas rituales y extraviados comportamientos dramáticos, una situación trastornante en medio de un mar muerto que no hace llegar a ninguna parte.
Pero nosotros, como espectadores, sí llegamos a la mejor parte del teatro nuestro, esa que engendra compromisos de identidad y resistencia.
Foto tomada del perfil de Facebook de Raúl Martín.