Performance: ¿espacio de pensamiento o maniobras gestuales?

Por Roberto Pérez León

No es por primera vez que abordo el término “performance” en este espacio. Si de nuevo regreso a él es porque, en estos días de graduaciones, como docente de la Facultad de Arte Danzario del ISA, he visto lo mucho que ha sido empleado, con tino y desatino, en todas sus modalidades conceptuales. Cierto que el término en las artes escénicas es muy recurrido e incluso prescrito a veces facultativamente y otras ad libitum. Sin duda, es un recurso poderoso para intervenir en las formas tradicionales de representación no solo escénica sino artística en general.
Tiene el performance sus orígenes en los movimientos de vanguardias de siglo XX que desafiaban las normas estéticas y sociales. Ahí el performance se convirtió en un vehículo ideal para ello.
En el dadaísmo, el futurismo, entre otros ismos, y luego el happening encontramos los decisivos antecedentes del performance donde el cuerpo se erige como manifiesto de reflexión y protesta, como territorio para explorar existencialmente, también política, emocional y poéticamente.
El performance expande los límites del arte. El arte como acción. El arte vivo. En esta tercera década del tercer milenio en que vivimos el performance queda definido por la hibridación y la expansión digital. En este contexto y más que nunca, en muchos sentidos, el performance resulta una llave mágica que desarticula normas estéticas e ideológicas y derriba, sin pedir permiso, estructuras rígidas.
Ahora bien, las “aperturas” que ofrece el performance podrían anarquizar el proceso creador. Hay que partir de una inmanente necesidad de expresión como centro de los propósitos expresivos y no desde la mera libertad sin acto de resistencia alguno.
La resistencia como eje centrípeto de la libertad creativa. No como dogma, sino como pulsión que orienta. En ese sentido, podríamos pensar que el verdadero abracadabra del performance no es simplemente un “ábrete sésamo”. Y ya. Es preciso abrirse y abrir lo candente que se ofrece y trasmite como el fuego.
La noción de “resistencia” a la que me refiero es la que define Gilles Deleuze como clave para entender el acto de creación. Resistencia que encaja perfectamente con nuestra visión sobre el performance como apertura con propósito.
Deleuze plantea que crear es resistir. Pero no en el sentido de una oposición directa. Resistir como una forma de afirmación trascendente frente a las fuerzas que buscan homogeneizar, controlar o reducir el pensamiento y la expresión.
Deleuze en su conferencia ¿Qué es el acto de creación? argumenta que la creación no es simplemente una producción de formas nuevas, sino una respuesta ineludible a una necesidad plena. No se crea por capricho. Se crea porque algo que clama mostrarse. En este sentido, la resistencia es ontológica. Resistir es afirmar la diferencia, abrir espacios de pensamiento y sensibilidad que escapan a la repetición mecánica de lo establecido.
Si aplicamos esta idea al performance podemos ver que los actos performáticos más significativos no son aquellos que simplemente rompen estructuras. La apertura, el ábrete sésamo debe ser con sentido. El performance no es solo libertad. Es forma de resistencia contra la automatización del gesto.
La lógica deleuziana la veo encarnada en Ana Mendieta en alguna de sus series de performances. Silueta Series (1973-1980) donde su cuerpo se inscribe en la tierra, el agua, la nieve o el fuego utilizando barro, hojas, flores, pigmentos. Se trata de un archivo de resistencia frente al exilio y la búsqueda de una identidad arraigada en la naturaleza. Al crear esas siluetas de su cuerpo explora la relación entre el cuerpo y la naturaleza, evocando rituales y la espiritualidad de la tierra. Utiliza su cuerpo para marcar la tierra, creando huellas efímeras en el paisaje. Su obra no solo abrió un espacio de diálogo entre el cuerpo y la naturaleza. Es una obra que también resistió la invisibilización de la identidad femenina y latina en el arte.
Otro de sus performances es Body Tracks (1974) donde su cuerpo deja huellas de sangre sobre una pared blanca, inscribiendo en el espacio público lo desaparecido. Huellas que simbolizaban tanto la presencia como la ausencia del cuerpo. Este gesto de sacrificio y resistencia se convirtió en una poderosa declaración sobre la fragilidad y la fuerza del cuerpo femenino.
En la premisa deleuziana “crear es persistir” la resistencia no es oposición sino afirmación persistente que se niega a desaparecer. La noción de resistencia no implica confrontación directa ni oposición pasiva. Es un acto enunciativo-afirmativo, una voluntad de existir más allá de los límites impuestos por lo establecido. En este sentido, la creación no es un lujo ni una mera estética. La creación se erige como necesidad capital, como persistencia en medio de fuerzas que intentan homogeneizar, controlar o reducir el pensamiento.
Para Deleuze la verdadera resistencia no es simplemente una negación. Es la expresión de nuevas formas de ser y de pensar inéditas. Aquí el performance cobra especial relevancia al no ser solo una acción en vivo sino la presencia que cuestiona simbólicamente lo real.
El performance como acto no solo rompe estructuras. Su potencia está en afirmar otras realidades. Esto lo verificamos en los performances de Ana Mendieta donde queda encarnada la resistencia deleuziana.
El performance como recurso relevante en la creación contemporánea considero tiene un punto neurálgico precisamente en su condición, para algunos, ad líbitum. ¿Hasta qué punto la libertad formal deviene potencia expresiva, y cuándo corre el riesgo de diluirse en arbitrariedad?
Por naturaleza el performance es un arte de la presencia. Su fuerza radica en la acción en vivo, en la transformación del espacio, en la relación entre el cuerpo y el espectador. Sin embargo, cuando se convierte en un fin en sí mismo, el performance corre el riesgo de diluirse en arbitrariedades. Y la acción no solo debe ocurrir sino transformar.
El performance puede liberar el lenguaje del cuerpo. Pero sin una motivación ética o simbólicamente comprometida es un acto vacío, formalmente libre, aunque ontológicamente neutro al no estar sostenido por la urgencia vital de enunciar, de resistir, de traducir lo invisible en presencia actuante sobre la memoria, el deseo y la historia.
De lo contrario, el gesto corre el peligro de quedar en la estéril llanura del simulacro. Ya tenemos la advertencia de Baudrillard respecto al simulacro como imagen que no remite a nada, como representación que ha perdido su vínculo con la realidad
La creación puede tener un orden no jerárquico, pero no necesariamente vacío de ética y designio. El performance permite espacios de acción libre que precisan de una energía, casi ritual, que le dé sentido.

En portada: Ana Mendieta. Foto Fahrenheith Magazine