Para Otra Fiesta De Lunas Y Soles. Apuntes Entre Bambalinas
Mañana, 12 de agosto, será entregado en Matanzas el Premio Nacional de Teatro 2020, Cubaescena ofrece un especial sobre los protagonistas de esta edición
Por Yudd Favier
Hace unos días se les otorgó el Premio Nacional de Teatro a dos imprescindibles de la historia, la memoria y el presente del arte titiritero en la Isla: Rubén Darío Salazar y Zenén Calero quienes son los líderes fundadores del reconocido grupo Teatro de Las Estaciones, radicado en Matanzas. El próximo miércoles 12 de Agosto, a las 3:00 de la tarde, día en que se celebra el 26 aniversario de la compañía, se efectuará el acto de entrega en un espectáculo dirigido por los jóvenes Yadiel Durán y María Laura Germán. Y debo decirlo, en lo personal, esta es la noticia que más feliz me ha hecho en medio de un año tan infausto.
Cuando pienso en agosto de 1994 tengo una imagen nítida de La Habana de esos días, una ciudad en medio de un colapso económico, testigo de truculentas situaciones sociales y con un Malecón que durante semanas vio lanzarse a sus hijos, desprovistos, desesperados, hacia un mar inmenso que por primera vez abría sus traicioneras fronteras. Eran días duros, en un año especialmente agotador.
Sin embargo, en otra ciudad de mar un par de personas marcaban un nacimiento como un acto de profunda fe y valentía: en medio de apagones y las carencias más grandes con cartulina, acuarela y otros artistas más, creaban un escenario de ensueño y fantasía. Por eso hablo de contexto, porque la perseverancia, el deseo y el amor por el teatro de estos dos líderes artísticos, nació en el más oscuro de los momentos como un evento revelador de una profunda esperanza en el futuro y ese carácter de guerrilleros utópicos, definiría por siempre la impronta de los guías de este grupo referencial de nuestro país. Ese tiempo de parto luego fue calificado por la historia como un “boom titiritero” por la fortaleza que adquirió el arte en ese tiempo de crisis material. Una práctica de resistencia que hoy ha sido premiada al reconocer la carrera de estos dos “hacedores de asombros”.
Rubén Darío Salazar es sanguíneo, insurgente, hiperquinético y Zenén Calero es flemático, conciliador, apacible. A simple vista parecerían antípodas, el ying y el yang, la luna y el sol… pero lo cierto es que este dueto funciona por ósmosis. Zenén y Rubén ensamblan sus saberes y dotes como un perfecto mecanismo de relojería y aunque (abusando de la metáfora) uno suele ver siempre al cucú dando la hora (Rubén) detrás hay un Gepetto (Zenén) velando por el excelente funcionamiento de los engranajes. Los cientos de proyectos disímiles que han emprendido juntos, por más de 30 años, llevan implícitos la contribución equilibrada de sus dos visiones. Contenido y forma se acoplan, desde Teatro de las Estaciones no existe el uno sin el otro. Es por ello que celebro la sabiduría en la decisión del jurado de este año al entregarles el premio a los dos, porque si bien ambos poseen sendas carreras y currículos individuales, igual de proficientes para obtener el premio, esa Obra Total que ha llevado Teatro de Las Estaciones es el resultado del trabajo conjunto.
Pensar en Teatro de las Estaciones hoy no puede limitarse al repertorio de más de 30 espectáculos que han creado, ese que ha obtenido consecutivamente los premios más importantes del país otorgados por la crítica y el público. No es suficiente. Hoy hay que pensar a esta compañía como una institución cultural que genera múltiples acciones más allá de sus repertorios. Son los gestores de importantes festivales (FestiTITIM, Cazando Mariposas, Eira), autores y promotores (en ese dueto de autor/compilador/ editor- diseñador) del arte del títere en publicaciones; han sido los protagonistas de restituir toda una generación histórica a un sitio emblemático, organizan mesas de debate, ponencias y conferencias que incentivan la investigación de otros en torno a temas neurálgicos del arte titiritero en la Isla; su voluntad pedagógica, evidenciada en talleres de formación por tantos años, hoy se intensifica con la Unidad Artística Docente Carucha Camejo; llevan adelante al menos tres publicaciones digitales titiriteras no sólo para Cuba sino para el mundo y han comprendido -algo tan caro a nuestros predecesores- que si bien es importante mantenerse en activo y reinventarse cada vez, la formación y la ayuda especializada a las nuevas generaciones constituyen la única vía de salvaguarda de una arte a la que tanto le ha costado permanecer estable en esta Isla.
Las obras de T de E las conservo desde la preservación de sensaciones que nunca he querido compartir en una crítica por temor a empalagar con mis percepciones elogiosas. Es así como siempre permanecerán intactas para mí la certeza del viaje a otro tiempo En un retablo viejo, en una esquina del Sauto; el sonido –como de un abanico gigante al abrirse- cuando el coro de pájaros de Pelusín y los pájaros salen del árbol, a una, a demandar justicia y el mismo retablo, descubierto por detrás, con Fara usando coturnos; una clase magistral de composición escénica en La virgencita de Bronce, la precisión de los roles de los titiriteros, presentados cual esclavos de una historia en la que animar a sus amos se asume como otra de sus tareas, con mutaciones en su relación títere/animador que los vuelven a veces invisibles y otras cómplices o partenaires, delimitando relaciones exactas que, de haber sufrido fisura en uno sólo de los actores en por un solo instante, habría torcido el sentido de una obra donde el erotismo imprescindible de la trama -en la que todos se dejan arrastrar por sus pasiones- es eso, impulso, pecado, sensualidad en figuras de papier maché y jamás vulgaridad; mi hija confundiendo a las muñecas Lili con princesas, mi hija conociendo a Martí entre rondas y juegos cubanos; mi hija siendo espectadora atenta de un teatro musical esencialmente pensado para niños como ella; yo y Lorca, ¡al fin! comulgando juntos en el teatro; Alicia cayendo, de verás, en un segundo, por un agujero; y Lola y Celia, Celia regresando a Cuba…
Hace seis años formo parte de este equipo que admiro, es por ello que a aquellas percepciones como espectadora ahora se suman a mi memoria la particularidad de cada proceso e incluso la diversidad de mi relación con ellos. Mi trabajo con el grupo (he de confesar) es más apreciativo e intuitivo –quizás hasta impresionista- que metodológico o investigativo. Cuando llego a los procesos de Rubén, el director ha leído, hurgado, revisado videos, hecho búsquedas de internet, explorado música que casi siempre también examina con consejeros precisos y Zenén ya tiene los bocetos en colores; cuando yo arribo al work in progress suelo apropiarme de lo ya investigado para mi propia “cultivación”.
Pero no todos los procesos siguen un mismo curso, porque si bien en Barrio Barroco, Los dos príncipes, Retrato… y Todo está cantando…[1] mi primera relación fue con el texto espectacular, en Buster Keaton[2] solo me incliné a conmoverme -¡hasta la octava función!- desde lo que me ofrecía la escena y la relación entre los personajes/actores, me extasié en rememorar el surrealismo, el dadaísmo desde mis propias añoranzas de estilos. Con Señá Rosita[3] nos sumergimos en conjunto a elucubrar sobre la cachiporra y sus “desafueros”, escudriñar sobre el títere de guante, su historia y su conexión con el vulgo y su visceralidad, mientras que en Cuatro fui la detractora. No, las variables de intervención no han sido iguales; aunque sí han tenido una constante: el respeto mutuo al rol de nuestros respectivos quehaceres.
Llegar desde La Habana a la sala Pepe Carril, en Matanzas, “fresca como una lechuga” para desbrozar –despotricar dirían algunos- el trabajo del equipo, es como un juego de voleibol dónde ningún bando quiere dejar caer la bola, para mí siempre resultan experiencias de profundo aprendizaje porque me exigen un estado de alerta mayor, de cuestionamientos múltiples -que abarcan existencialismo, intelectualidad y hasta patafísica (porque tengo por principio nunca callar mis reflexiones y algunas sería sano reservármelas). También me embarga esa sensación de supremo compromiso al creerme muro de contención/fluctuación de un gran parto de creatividad. A lo largo de estos años Rubén, Zenén, los actores y actrices, el equipo técnico todo, me han mostrado de qué forma el rol del crítico “también se puede constituir en acto de creación” y por ello quiero agradecer cada encuentro.
Las Estaciones vienen a mí como un golpe de múltiples regalos y llega en imágenes. Si he hablado de sensaciones también quiero hacerlo sobre esa huella visual inmanente donde tampoco los diseños de Zenén pueden definirse según un único calificativo. Con un director que, en cuanto a las técnicas titiriteras, ha explorado todas las posibilidades y las ha puesto a confluir en un mismo espectáculo: títeres volumétricos, planos, sombras, proyecciones, títeres que se van componiendo en escena, mucho queda al artista plástico para experimentar en torno a la proyección de estas figuras y su mecanotecnia.
Con respecto a la fisonomía ya bien hace títeres muy amuñecados (La Caja de los juguetes) o grotescos con fuertes caricaturas (Burundanga) o simplemente activa réplicas de diseños históricos (personajes como Pelusín del Monte, Pirula, Mascuello, Libélula) o se apropia del estilo de pintores reconocidos (La Caperucita Roja, con la inspiración de Pablo Picasso, y Pedro y el Lobo, con la figuración plástica de Sosabravo); en su tránsito por un repertorio tan plural, ha creado excelentes fenotipos negroides a partir de los rasgos del rostro, sin asentarse en los estereotipos concebidos, (Burundanga, Por el monte Carulé, La virgencita de bronce, El guiñol de los Matamoros, Cuento de amor en un barrio Barroco) ha individualizado a través del traje, maquillaje y peinado, a muñecas plásticas con rostros similares (Los zapaticos de rosa). Con el uso del color también es multifacético: podemos encontrar una puesta pletórica en colores primarios y otra aparcada en grises con elementos rojos para crear énfasis (Por el Monte Carulé); obras en azul (El gorro color del cielo, Federico de noche); en colores ocres y telúricos (La virgencita de bronce); retablos sepias en contraste con títeres multicoloridos (El Guiñol de los Matamoros) o incólumes aforados blancos (Los zapaticos de rosa) y con los espacios tampoco ha tenido restricciones: de la misma manera se instala en pequeños y ajustados teatrinos que en grandes retablos permanentes y tradicionales, o va componiendo escenografías al sumar elementos, – fijos o móviles-; puede utilizar cortinas ya sea para crear sensación de inmovilidad y perdurabilidad (los zapaticos guardados en un rosal) o para la ilusión de caer por un agujero (Alicia cayendo).
En las últimas producciones, como en todas, sigue su arte también ocupando ese rol protagónico donde recordar la puesta (al menos para mí) es inalienable a recordar sus imágenes. El jolgorio que provocaba la orquesta en vivo junto a Willian Vivanco y sus canciones para dibujar un amor juvenil entre una sirena negra y un niño Wilo, santiaguero y “tremendón”, no se puede separar de una escenografía que descansa en los pendones, en los cabezudos del carnaval caribeño y la imagen de esa diosa de tres cabezas, dueña de los mares, matriarcal, amenazante y a la vez increíblemente sensual, resulta sin dudas, impactante. Es imposible adentrase en la historia medieval de Los dos Príncipes sin esa ambientación exacta de luces y sombras, sin los vestuarios y los dorados de aquellos tejidos cortesanos hechos con profundo detalle y replicados con fibras naturales en la ropa de los pastores. Ahora, en el punto cúspide de su creación, somos testigos de una producción totalmente construida con materiales de cosas desechadas o reutilizadas, no existe ningún personaje, accesorio ni elemento escénico en la obra Todo está cantando… que no parta de un objeto de esta índole, el reciclado signa la puesta justamente porque al constructor y esteta le obsesionaba aquel verso que reza que “a las cosas que son feas…ponles un poco de amor”. Los vestuarios y calzado recrean la época de los 70 y 80, cuando muchos de nosotros, por entonces niños, nos sabíamos todas las canciones de Teresita Fernández; aunque la puesta tiene un claro principio de homenaje y rescate hacia esta figura de nuestra cultura si bien se la presenta a muchos niños actuales por vez primera, es a los padres a quienes hace llorar en un hermoso viaje de nostalgia.
Tenía 15 años en 1994 y me había pasado mis vacaciones entre Boca de Camarioca y La Habana, por tanto (como escribí en algún prólogo) cuando Teatro de las Estaciones surgió yo no estaba allí… pero andaba cerca. Este año cumplo 15 ejerciendo como profesora universitaria… y uno crea, sin proponérselo, ciertos rituales para su primer encuentro con los estudiantes.
En el 2005 cuando les preguntaba a mis alumnos de 4to año de la facultad de Arte Teatral qué habían visto de teatro para niños o de teatro de títeres, hacían un gesto social colectivo por única respuesta: todos bajaban la vista. Pero con el tiempo esto comenzó a cambiar, entre el 2010 y 2011, algunos me decían que conocían una o dos obras de Teatro de Las Estaciones. Sin embargo, desde hace unos 5 años empezó a haber una constante a mi tradicional pregunta de iniciación, había una respuesta sintomática, que ilustra un cambio en el estado de las cosas con respecto al títere. Cuando preguntaba qué han visto de tpn y tt se me respondía a coro: “Profe, por supuesto, Teatro de Las Estaciones”. Por eso he tenido que modificar mi ritual hace un par de años. El primero de septiembre les pregunto a mis alumnos: “Además de Teatro de las Estaciones, qué otras obras han visto de teatro de títeres”. Y, en secreto, dentro de mi pecho de maestra, solo siento un gran orgullo.
[1] Cuento de amor en un Barrio Barroco (2014), Los dos Príncipes (2016) Retrato de un niño llamado Pablo (2018) y Todo está cantando en la vida (2019)
[2] El irrepresentable paseo de Buster Keaton (2014)
[3] El Retablillo de Don Cristóbal y la Señá Rosita (2017)
Foto de portada / Tomada de CubaAhora