«Misterios Y Pequeñas Piezas»: Deslumbrante Tributo Al Teatro Cubano
Por Roberto Pérez León
Lo claro y lo oscuro poco importan en verdad.
Lo que cuenta es el reverso enigmático.
José Lezama Lima
Argos Teatro, con más de dos décadas de presencia escénica, ha llegado con Misterios y pequeñas piezas al absoluto dominio y esplendor de la voluntad artística.
¿Y qué es Misterios y pequeñas piezas? Es un suceso teatral deslumbrante.
Esta obra toma el nombre de una puesta en escena que hiciera en 1964, durante su período europeo, la paradigmática compañía de teatro neoyorquina Living Theater.
Ese colectivo teatral adquiere en Europa sus atributos más trascendentes: creación colectiva, improvisación como herramienta de creación, compromiso ideológico, espontaneidad, juego, liberación sexual, colectivización de las tareas en el convivio.
Sucedió que durante esa etapa de vivificación del Living Theater llega a París Vicente Revuelta y se topa con la espuela que le hizo el efecto de levadura para concebir el teatro en vida y en forma.
Entonces el regreso del isleño se produce cargado de una indómita lógica y nueva teleología para lo teatral, recursos que confluirían en una vanguardia de esplendores que aún perdura, en acto y en memoria complaciente entre nosotros. Prueba de ello es este montaje de Argos Teatro que viene marcado por el homenaje y las razones de la militancia estética de Carlos Celdrán, director y autor de Misterios y pequeñas piezas.
Hacía muchísimo tiempo que una función de teatro no me nutría de tantas satisfacciones, enigmas, sacudidas de hombros, palabras y singularidades que me atrabancaron entre la butaca y el escenario.
Misterios y pequeñas piezas se ha desentendido de la fatalidad del localismo intrascendente y ramplón que últimamente inunda parte de nuestro quehacer teatral. Esta obra puede ser aplaudida en cualquier parte del mundo sin tener referencias de pitos o flautas; a pulso y de un sopetón es digerible y disfrutable sin premeditación ni alevosía, en eso radica su poderío; alcanza lo universal desde lo más íntimo y particular, desde el secreto de la pasión individual. Carlos Celdrán ha sabido salvar con dignidad estética su memoria y nos confiesa desde la ficción sus más subjetivos argumentos, y llega a la plenitud de lo teatral.
Misterios y pequeñas piezas trata de un Director de teatro prodigiosamente desequilibrado que es protegido por su siquiatra durante gran parte de la representación. Al Director lo visitan tres estudiantes a quienes les da clases en su misma casa. Entre odios, temores, negaciones, traiciones, acercamientos, idolatrías, se va potenciando la representación que dura poco menos de dos horas.
Pareciera que de un momento a otro fuera a explotar el espacio escénico diseñado entre Omar Batista y Manolo Garriga: luces y escenografía dinamizan una imagen con particularidades de paisaje donde gravitan coordenadas vectorizadas por las actuaciones: seis seres hilvanadores de un acto sémico retador en su potencia y posibilidad de concreción por parte del público receptor.
Lo real irreal, la imaginación reflexiva, el animismo del gesto y la mirada, el hallazgo y la vacilación: el engranaje de las actuaciones engendra una causalidad que va de la vigilia al sueño y luego al delirio y a la fatalidad, al cansancio y a la euforia, a la acogida y al desamparo. Actoralmente todo esto es mucho con demasiado.
Los actores en Misterios y pequeñas piezas enraman un espacio gestual que como instrumento escénico es admirable por su fuerza para originar, entre sumergimientos, transposiciones y translocaciones, la euforia y la resultante del encuentro de un Director de teatro con sus fantasmas y sus alumnos a quienes quiere inmiscuir en su perenne búsqueda y encrucijada ontológica.
Caleb Casas debe haber llegado al personaje del Director de teatro a través de las rutas del misterio y la adivinación. Este muchacho es un actor iluminado por ciertos conjuros que, desde la dirección de Carlos Celdrán, debe haberle dado esa dimensión epicúrea del temblor de lo naciente, del esmero artesanal de quienes vigilan esencias.
Su actuación es la de un artista-artesano. Y cómo quisiera equivocarme y cambiar la primera letra de su nombre y leer entonces Galeb y no Caleb para acomodar su trabajo actoral en un cauce lezamiano, porque su forma y ejecución escénica entraña lo operante de la imago. Es que por momentos en la representación sentí la presencia increada de Cidi Galeb, el personaje de Oppiano Licario: frustrado, de sombría voluptuosidad, perplejo, indescifrable, impregnado de desconcierto y reciedumbre.
No se trata de un arrebato de relaciones conjugar el nombre del actor, la evocación de un personaje de una novela sin fondo y la invocación de Vicente Revuelta en estos Misterios y pequeñas piezas. Esas confluencias configuran el espacio indómito de la monumentalidad de la puesta en escena de Carlos Celdrán.
El personaje del Director de teatro tiene el furor, la vanidad y la autodestrucción para convertir una ausencia en imagen creadora; y, por obsesión, incorporar lo perplejo de la creación y justificarse a sí mismo. Esa amalgama de tendencias confusas, esos abismos indescifrables requerían de una enunciación actoral de poderosa operación significante, que se moviera en la voluptuosidad de la encarnación, en la fijación por atravesar el espejo para posesionarse e incorporar lo metafísico.
Caleb Casas produce una actuación vital en su sencillez madura, sabe desenredar y modular, se siente habitado por un pertinaz sentido de la imaginación como soplo reflexivo.
En la sucesión de acciones que conforman lo relatado en la representación, la actuación de Caleb interviene vertebralmente en el proceso de lo enunciado. Todo el plano del contenido de la representación está en la naturalización de su presencia escénica. Este actor sabe que su trabajo es diégetico y no mimético. No muestra pese a que está haciendo teatro. Lo suyo es una narración-representación. Su poética de mostración física tiene como redoma un arcano corpóreo: sus tripas, sus entrañas, sus humores. Caleb actor se hipostasía en un personaje que se apropió del teatro con delirio vital, con gravedad insufrible, y lo vemos en un Director de teatro de iridiscencia autógena.
Se siente el espacio escénico como un espacio iniciático: un espacio gnóstico lezamiano donde los diálogos van hacia la imago para que progrese la metáfora en su flujo poético como fuerza actuante. La puesta en escena sucede como un rito. Es también una ceremonia de purificación.
Sabemos que el teatro es por excelencia un espacio de signos. Misterios y pequeñas piezas es un convite de signos sonoros y visuales. Estamos ante una imagen consagrada a través de los efectos de una transmutación sustancial por obra de la composición escénica. Los actores se hacen imagen y como signos conforman una realidad inventada que va de lo dionisiaco a lo apolíneo, sin abandonar lo epicúreo. Así habitamos una sostenida visitación de prudencia poética.
La coherencia del texto -no creo que sea el término más adecuado-, diría que la hechura del texto dramático es de un itinerario dramatúrgico del tal preñez que lo coloca entre los textos de mayor “sencillez ecuacional”. Si a esto le sumamos la gravitación actoral, entonces estamos ante el ser y lo extenso de la fecundante contingencia de lo teatral.
La situación dramática fenoménica sostenida en acciones junto a la sensitiva sonoridad que sopla desde la enunciación verbal, configuran una posibilidad plástica que fluye durante todo el tiempo de la representación. En batallas escénicas las acciones físicas y palabras pronunciadas crean lo originante de las figuraciones de una tensión permanente.
La puesta tiene fuerza explosiva edificante. La performance entre espectador y púbico es percibida y recibida como una pertenencia colectiva en la sala; al salir llevamos para la realidad cotidiana algo cartesiano y existencial sostenido en un mágico espacio artístico.
La puesta en escena ficcionaliza desde la concentración y expansión de modo que la representación se ancla en una utopía realizada, incluso asomando recursos posdramáticos en un espacio-temporalidad para cuestionar la coherencia.
Misterios y pequeñas piezas verifica la capacidad del teatro en tanto heterotopía y heterocronía como fabulosas posibilidades que permite derogar las consonancias de la realidad y establecer otras por medio de la ficcionalización de muchos modos del espacio y del tiempo.
La puesta en escena desarrolla una atmósfera y una energía electrizada. No hay mímesis ni naturalismo descriptivo. El espacio de la representación es lugar especial, fuera de todos los lugares, sin abandonar el referente ideológico de un pasado personal y social.
Los que vivimos porque disfrutamos y soportamos las situaciones socioculturales que tiene la obra en su latencia inmanente, la representación nos carea, nos coteja y relaciona tiempos. Pero para quienes no reconozcan las superficies reflejantes de la puesta, la representación permite el desarrollo de una experiencia autónoma. El espectador queda iniciado o en el umbral de un manifiesto: experiencia estética, reflexión artística, teatralización de un sucedido, el espacio del arte que confronta.
Las distinciones en la condensación y polarización de sentidos permiten abordar lo pasado desde la combinación de los sistemas significantes de la representación. Revisitando el pasado por medio de la invención teatral llegamos al nacimiento de nuevos sentidos en el “continuo temporal” propio de la sobrenaturaleza en este caso del teatro que hace Argos Teatro.
Misterios y pequeñas piezas tiene la jubilosa cualidad del eros cognoscente. Sí, tiene el aliento de lo lezamiano: “Lo increado creador actúa como turbación, cerramos los ojos y ya están volando los puntos de la imago. La suma de esos puntos forma el espacio imago y lo convierte en un continuo temporal (…) Al formarse ese continuo temporal, las dos dimensiones del tiempo, pasado y futuro, desaparecen (…), los puntos de la imago al actuar en el continuo temporal borran las diferencias del aquí y ahora, del antes creado y del después increado.”