La Manera De Ser Zenén Calero
Por José Luis Estrada Betancourt
Tuvo que entrar a la escuela de arte para darse cuenta de que era una persona «normal», cuando se encontró rodeado de quienes como él amaban la pintura, la escultura…, «esas grandes maravillas que entonces ni siquiera era capaz de nombrar. Por eso le encantó llegar allí al notable diseñador Zenén Calero, uno de los dos genios que por 25 años han hecho perdurar el milagro de Teatro de Las Estaciones —el otro es el muy ilustre Rubén Darío Salazar Taquechel—, un tiempo que, todos sabemos, se multiplicará.
«Entré en la escuela con buen pie, porque terminé siendo el primer expediente para ingresar, lo cual me asombró, porque nunca había trabajado con temperas ni con pinceles, aunque dibujaba sin parar…
«En esa época, los 70, se hacían los festivales de la canción en Varadero, y un tío que trabajaba en los bajos del escenario me llevaba con él… Ya era casi un jovencito. ¡Ay, me volvía loco! Al otro día yo armaba una escenografía debajo de la cama, la zona más oscura de mi cuarto; usaba las bombillitas de navidad, la linterna, e ideaba muñequitos para que parecieran cantantes. En mi imaginación pensaba que era de verdad, que aquello se movía, también los personajes con los que hacía como las puestas en escena… Ahora esas palabras son para mí muy comunes, pero en aquel momento ninguna me era conocida. Creo que todo fue como una premonición del teatro…».
La escuela se llamaba Mártires de Bolivia, localizada en Matanzas, apunta el premio nacional de Diseño Rubén Vigón 2018. «Me bequé —soy de Boca de Camarioca, Cárdenas—, y para mí fue la vida misma sentir desde la mañana el piano allá arriba en el tercer piso, todos los instrumentos… Ese sonido me encantaba.
«Siempre había sido primer expediente de la especialidad, pero en lo escolar era un desastre. Hijo único, casi todo el tiempo estaba solo. Cuando la gente hacía cuentos o decía malas palabras, yo me moría de la risa. Era como una expansión, porque yo era muy contenido. Me convertí en un mal estudiante. Llegó un momento en que tuve que hacer tres pruebas de Matemática juntas: séptimo, octavo y noveno. Las aprobé todas; claro, tuve que estudiar como un mulo, pero, bueno, al final no pude continuar…».
Fueron esos tiempos difíciles en que alguien con las características de Zenén Calero no parecía muy confiable. ¿Cómo lo enfrentó con apenas 15 años? «Con un sentido de desorientación total, porque después de haber vivido durante tantos años con gente conocida o cercana a mí, me vi en un lugar donde todo me resultaba extraño… Fui a parar a una escuela en Jagüey Grande. Nada me gustaba». A duras penas terminó el noveno grado.
Después eligió Ingeniería mecánica, confiando en que el dibujo se la haría más llevadera y porque con sus notas no se avizoraban más opciones. «Pensaba, además, que yendo para La Habana podría estudiar por la noche en San Alejandro o entrar en el ISA de alguna manera, pero nada. Yo metía la cabeza por un lado y volvían a sacármela. No sé si sabían de mi “mancha” o qué. Entonces decidí presentarme a la escuela de diseño. Cuando fui a buscar los resultados, estaba tan nervioso que ni siquiera me encontraba en la lista, hasta que vi a uno que tenía cinco, cinco, cinco. ¡Era yo! Estaba feliz. Lamentablemente cuando fui a comenzar me dijeron que no podía: debía entrar con noveno grado y yo había terminado el pre».
Al final decidió regresar a casa y empezar a impartir clases de Literatura y Español, hasta que un día se encontró con Eddy Socorro, director del grupo de teatro de títeres en Matanzas. «Lo conocía por el periódico, lo vi en la terminal y me le acerqué. Me prometió que cuando tuviera plazas me avisaba, y cuando menos me lo imaginé me llegó el telegrama. Para ese entonces ya habían trasladado con Eddy a trabajar en el Guiñol Nacional como director. Me quedé con Sara Miyares, mi primera directora. Comencé “tirando piedras”, porque jamás había ido al teatro de títeres».
1981. Ese fue el año en que aparecieron René Fernández, premio nacional de Teatro, y Teatro Papalote en la vida de Zenén Calero. «Era una enciclopedia del mundo del títere. Con él empecé a entender los diferentes procesos, a preparar los diseños, a crear un repertorio; trabajábamos tres espectáculos al mismo tiempo. Hubo años en que estrenamos cinco… Esas experiencias me dieron un entrenamiento muy fuerte y, sobre todo, despertaron mi pasión mayor… Dejé el Pedagógico.
«Al principio los festivales fueron muy importantes. Hubo ocasiones en las que no obtuvimos ni un solo premio, como aquella en la que participamos con muchos espectáculos y hasta con una exposición. Preocupado, me le acerqué a René: “¿Y esto qué es?, ¿qué pasará ahora?”, le pregunté, y me respondió: “Seguiremos trabajando”. “¡Cómo!, ¿trabajar más?”, no entendía. “¿Sabes qué, la próxima vez vendremos con un solo espectáculo que arrasará con los premios”, pronosticó. Me eché a reír, pero no dije nada. Efectivamente, con Nokán y el maíz no quedó nada para nadie (sonríe).
«Desde el primer momento René aseguró que yo era el diseñador general y me lo creí. En Papalote yo lo diseñaba todo: baños, vestíbulo, en dependencia de la puesta en escena. Pensábamos, y pienso todavía, que cuando se entra al teatro se debe llegar a un mundo diferente.
«Esa etapa de Papalote fue maravillosa: El gran festín, La zapatera prodigiosa… Y vino también Okin, pájaro que no vive en jaula, el espectáculo con el cual Rubén debutó como actor, quien para ese tiempo estaba trabajando con nosotros. Okin…, de René Fernández, resultó una propuesta completamente diferente. Rubén apareció en Papalote con su enorme sensibilidad y con la sólida preparación que le aportó la academia al graduarse de licenciatura en Artes Escénicas en el ISA; por su eterna preocupación por la imagen de los espectáculos, por el sumo cuidado de todo lo que representa el hecho teatral, su presencia fue un estímulo creativo para mí.
«Pero llegó el período especial, en el que no poca gente perdió la motivación, la situación era crítica verdaderamente, y Papalote no fue una excepción. Sin embargo, nosotros teníamos aún necesidades artísticas, estéticas, que no habíamos satisfecho, como ahora; sentíamos que quedaba un mundo por delante, y comenzamos a buscar la manera de materializar algunas de las tantas ideas que se apoderaron de nuestras cabezas, y hubo contradicciones. A pesar de que se llegó a afirmar que René, Rubén y yo éramos como la Santa Trinidad, con Okin… logramos actuar hasta en el Festival Mundial de Títeres de Charleville-Mezieres, en Francia. Habíamos vivido dentro y fuera de Cuba momentos maravillosos.
«Un buen día le dije a Rubén: “No me hagas más cuentos de espectáculos y vamos a realizarlos”. Así, en la sala de mi casa, nos involucramos de lleno en La niña que riega la albahaca y el príncipe preguntón. Éramos solo él y yo. Después, con un grupo de personas increíbles que nos seguían, nos fuimos al Teatro Sauto a crear espectáculos en una etapa en la cual había gente que se lanzaba al mar, y surgieron propuestas llenas de imaginación como ¡Viva el verano!, de una alegría tremenda. Había una situación crítica, pero la gente iba al teatro y se transportaba a otro planeta.
«De ese modo nació Las Estaciones, en un camerino del Sauto como nuestra sede: con La niña…, que era en pequeño formato (la línea que seguimos) en lugar de esos espectáculos grandes, los cuales nos complicaban la existencia a la hora de llevarlos a giras, a festivales…».
Finalmente, el 12 de agosto de 1994 se tomó como la fecha de fundación de Teatro de Las Estaciones. «Ese día, cuando fuimos a empezar con ¡Viva el verano! supimos que era el inicio. Arrancamos sin nombre todavía, se le ocurrió después a un actor a partir del hecho de que habíamos montado las cuatro estaciones, y nos pareció muy lindo.
«Teatro de Las Estaciones es toda mi vida, porque yo vivo siempre en el teatro, siempre pensando en el teatro; es mi móvil, mi punto de referencia. Contamos con un espacio con las condiciones creadas por nosotros mismos, al gusto nuestro, para desarrollar lo que nos propongamos. Con algunas limitaciones, cierto, pero ello nos ha obligado a ser más creativos. Cada espectáculo debe ser un escalón que hay que dejar atrás. Huimos del éxito partiendo de otro punto de giro o de otra situación completamente diferente a la anterior, porque es lo que nos mantiene vivos.
«Y en ese empeño de retarnos a nosotros mismos, de querer superarnos en cada entrega, han nacido espectáculos entrañables, bellísimos, que nos han hecho abrazar a Pelusín, nuestro títere nacional; a los fundadores del teatro de títeres en Cuba, porque Rubén se apoya con fuerza en la teoría, pero también en la historia del títere cubano, que estaba oculta. De ese modo llegamos a Carucha Camejo y a aquellos que marcaron el camino. Así descubrimos, como Rubén dice, el linaje de nuestra profesión: los maestros verdaderos, los inspiradores. En estos 25 años hemos acudido a las artes plásticas, a la música, al canto lírico, a la danza, a todo, porque el teatro es como la vida, pero en fantasía».
Antes de despedirse, JR puso a Zenén Calero ante la disyuntiva de escoger tres de sus diseños para que sean mostrados en un museo del títere del siglo XXIII, en los que se pueda reconocer su marca, su estilo. Y este impresionante creador comenzó por mencionar a Okin…, de esa primera etapa creativa, «porque me doy cuenta todavía de que a mí me hace bien, que eleva mi orgullo… También Federico de noche, muy fuerte en su visualidad. Cuando me piden organizar una exposición con mi obra, no dudo ni un segundo en mostrar las máscaras… Salvaría asimismo a La virgencita de bronce, que trabajé con materiales y fibras naturales, los cuales mezclé con otros muy elaborados; utilicé sobre todo el sepia y me limité en el colorido; es teatro para adultos, que me encantaría volver a realizar.
«¿Qué puedo decirte? Esto ha sido mi vida. Siempre he estado convencido de que el teatro puede salvarme del golpe más duro, como haber perdido a mi mamá, mi mayor inspiración. Creo que el teatro, el diseño, el arte, mi trabajo, me salvarán de cualquier catástrofe. Ellos son, han sido y serán mi salvación».
Tomado de Juventud Rebelde