La danza: cómo hacer de lo fugaz una experiencia aprehensible
Por Kenny Ortigas Guerrero
Una de las tantas preocupaciones -quizás una de las más relevantes- que asiste a cualquier artista inmerso dentro de su proceso creativo, tiene que ver con que esa obra que nace de su vientre, de sus vísceras intelectuales, espirituales e imaginativas, tenga un profundo impacto en la receptividad de quien la consuma. Aunque algunos manifiestan que realizan su arte por puro placer individual, sin que interese la opinión del público, la realidad nos dice en un porciento inobjetable, que creamos, sí, por una intrínseca necesidad de expresión poética, metafísica y hasta cierto punto inescrutable, pero esa producción maravillosa que florece en los sentidos y luego se conforma en la materialidad de distintos soportes, está sujeta a una insoslayable idea de cautivar al otro, de apoderarse de su ser y apresarlo dentro de ese juego de conexiones sensibles, volitivas, estéticas, entre otras tantas.
El artista, cierne su poder, con aire un tanto ególatra y de dominación, sobre la psiquis del individuo, rompiendo su cómoda y apacible cotidianidad, transportándolo a dimensiones desconocidas. Ese afán de penetrar en lo desconocido, convierte a la obra en un vehículo donde todos queremos montar, aceptando un boleto de viaje, que nos lleva por recónditas zonas del comportamiento humano donde podemos encontrar respuestas a la existencia y su infinito mundo de relaciones, además de formularnos nuevos cuestionamientos e interrogantes acerca de las causas de las cosas. En la danza, ese viaje transita y fluye como afluentes de un río inmensamente caudaloso, violento, sinuoso, apacible…
Como en cualquier forma de arte, se exige de un alto compromiso y armonía entre cuerpo y pensamiento, con la peculiaridad de que, al ser un hecho vívido en la presencialidad e irrepetible en el espacio tiempo, cuyo objetivo final se evapora al cierre de la representación, se precisa de toda la energía, vitalidad y consciencia para lograr un efecto envolvente. Pero va más allá de eso, se trata de danzar tácticas y estrategias que tracen un sentido atractivo y misterioso para que el espectador quiera seguir su curso entre lazos conexos y sustancialmente enriquecedores. Pensemos en orquestar el (los) cuerpo(s) donde cada segmento, músculo y composición originan un punto de partida para una secuencia donde se devela un nuevo universo ante los ojos. Mirándolo en su composición atómica, el bailarín danza consigo mismo y viéndolo dentro de una agrupación, alcanzaría el nivel celular en una perfecta simbiosis y articulación donde todos los cuerpos se mueven como un todo orgánico.
Ahora bien, ¿se puede generar danza a través de movimientos virtuosos sin una pulsación emocional? o por el contrario ¿mediante las emociones es que se puede llegar a crear danza? Según Cristina Moreno Bonilla, de la Escuela Superior de Arte Dramático de Málaga “…responder una de estas preguntas desechando la otra sería empobrecer a la danza en general. Sus derroteros son infinitos ya que cada creador establece sus propios criterios…” (Revista Danzaratte 2014)
Puedo señalar además que cualquier camino puede ser efectivo siempre que el sentido de verdad esté presente en cada momento. Frase cierta la de nuestro apóstol cuando dijo: “Qué es el arte sino el modo más corto de llegar al triunfo de la verdad, y de ponerla a la vez, de manera que perdure y centellee en las mentes y en los corazones” ¿Cómo puede la danza centellar pero a su vez perdurar? Materia y espíritu son complementos inseparables del homo sapiens, desde la comunidad primitiva el hombre estableció vínculos sagrados de su cuerpo para con su naturaleza y entorno.
En sus danzas el cuerpo padecía, se excitaba, vibraba ante el ritual exorbitante que estremecía la multitud. Ese origen, cimentado en profundas creencias y sentido de fe, nos compaña hasta nuestros días a pesar del desarrollo de las formas y avances tecnológicos, pues el bailarín no es máquina, es ser pensante, ser sensible que muestra su cuerpo como resultado del impacto con los conflictos contemporáneos. No obstante, las tendencias han sido y son disímiles. Para George Balanchine, la danza no puede expresar nada pues la danza se expresa a sí misma, sin que esto signifique la ausencia de mensajes o emociones, sino que la fórmula de llegar a ellos utiliza distintos causes. También Merce Cunningham, niega hasta cierto punto, la exaltación de la emoción, basándose en parámetros como la aleatoriedad, con evoluciones claras, sin expresión para que prevalezca el movimiento en sí mismo.
Otros creadores, por el contrario, han explorado el alma, situándola como elemento primigenio del gesto. Diría la coreógrafa alemana Pina Bausch “No me interesa el movimiento. Me interesa lo que mueve a las personas. Mis obras crecen desde dentro hacia afuera”. La coreógrafa utilizaba el reservorio creativo y personal de sus bailarines para explayar en la escena toda la majestuosidad de las pasiones, y acaso ¿no podríamos llamar a eso un retorno a las fuentes? Cada día parece ser un paso más de nuestra especie hacia el ostracismo de los valores que precisamente nos convierten en humanos. A más desarrollo comunicacional, más destrucción del medio ambiente desde una arbitraria postura de no escucha ni sensibilidad ante el dolor de los congéneres.
Entonces la danza, no puede ser manifestación que represente, con sus obras, esa incomunicación, más bien, tiene que ser un acto de delación e irreverencia contra toda sustancia nociva que nos separe del derecho a la existencia. Si es así, el cuerpo será tribuna ardiente donde pasión y movimiento, en una sola voz, se pronunciarán en defensa de la vida.
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