Kafka: inspirador en el teatro

Por Roberto Pérez León

Estamos en el año del centenario de la muerte de Franz Kafka. El mundo de la cultura se prepara para celebrar las detonantes anticipaciones e interrogaciones no solo literarias sino filosóficas y estéticas de su obra.

Siempre que abordo la lectura de Kafka me salta como una liebre la singularidad hermenéutica que se postula en “El secreto de Kafka” (1945), texto de Virgilio Piñera:

Sería interesante si pudiera ser escuchada la reacción de un lector de Kafka para el año 2045. De cierto que a este lector no se le vería aplastado por las ineludibles cargas de actualidad, es decir, por los conflictos del siglo, que toda obra sobrelleva como «obra muerta», como «peso muerto», y que nosotros, personas del siglo, tenemos que comprobar y sufrir al leerla.

El 24 de junio en Viena murió Franz Kafka quien definió el siglo XX. En esta tercera década del tercer milenio por donde andamos sigue el escritor detallándonos. Las muchas formas en que lo hemos leído han hecho intermitentes sus luminosidades.

Ya se preparan congresos, exposiciones, las universidades y centros de estudios planean nuevas indagaciones a través de ediciones, estudios, puestas en escena para seguir declarando que Franz Kafka es inobjetable e influyente de manera ineludible pues como Jorge Luis Borges declaró, al inventar Kafka a sus predecesores influye hasta en el pasado.

Dentro de la obra de Kafka el teatro es prácticamente insignificante. Sin embargo, su producción literaria ejerce una imantación hechizante por lo convidante e incitadora que es la teatralidad que explaya.

La literatura de Kafka está habitada por turbadoras e inagotables imágenes que transmiten signos materializables en la sustancia de lo teatral. Cierto que no podemos decir que estos rasgos están presentes en toda su creación. Pero cuando están, la obra entra en una zona donde lo teatral tuerce la narración para adentrarnos en el alucinante callejón que ha sido definitorio en la escritura del siglo XX y XXI.

La obra de Kafka, en sus ejecuciones literarias, nutre la teatralidad. Se trata de una obra con formas temporales y espaciales que le confieren teatralidad por sus valores sensoriales dada la fuerza y atracción de signos y sus conjunciones. Podemos aventurarnos y decir que Kafka no escribió teatro, pero su obra lo inspira.

La teatralidad como cualidad en la literatura puede hurgarse en la capacidad del texto literario para hacerse espacial, visual y expresivo. Capacidades que otorgan a ese texto una tendencia escópica muy en consonancia con el mundo en que vivimos. Un mundo donde suele ser irresistible la pulsión de mirar. Un mundo que induce la reflexión especular de espejo convertido en escénica percepción visual.

Kafka fue en su obra protoplasmático para la mirada del siglo XX. Como rosario hidráulico, cual noria de aletas frenéticas y destempladas, esa obra ha sido un timbre seco que expresa el desasosiego social que se engendró desde la Primera Guerra Mundial y hasta hoy.

El teatro es la vida, la levadura que al teatrarnos nos prolonga potencialmente en el pasado y nos proviene del porvenir. Y como es así, el teatro, en sus penetraciones sociales, como fuerza operante, ha visto en la obra de Kafka el enigma y la fascinación de la teatralidad implícita.

La obra de Kafka cuenta con una particular relación de tiempo y espacio, en sus entrecruzamientos nos ofrece un cronotopo como imagen artística de unidad dramatúrgica.

En el orden enunciativo Kafka otorga desde la narrativa una condición temporal y espacial que se configura como unidad de movimiento, de acción y fuerza de representación con sentido y valor visual.

La perspectiva del cronotopo en la obra de Kafka, como modo de ejecución de la narrativa, es utilizable en el teatro como procedimiento constructivo de la dramaturgia y sus esquemas posicionales de acción.

Lo temporal histórico de los desarrollos del siglo XX está suscrito en la obra de Kafka. Las incorporaciones del autor checo a la imaginación tienen un agudo de realidad en sus desmesuras y teluricidades.

Desde mediados del siglo XX y hasta hoy Kafka refuerza al teatro como acontecimiento ideo-estético de poderosa gravitación social al favorecer, más allá de lo pasajero y novedoso en los aspectos formales, el absurdo, el surrealismo, el existencialismo, el posmodernismo.

Las sustancias de esas adquisiciones o modalidades escénicas andan sueltas y actuantes en la médula de la literatura de Kafka: lo inesperado, lo oníricamente razonado, la prevalencia del extraño equilibrio en las imágenes, la exteriorización de los signos que genera sensaciones performativas, los gestos interrogativos en condiciones no normales, lo grotesco, las formas de desafío a la lógica establecida socialmente, la conversión de lo cotidiano en insólito, el paralizante extrañamiento, el desapego en el entorno, la insoportable incomunicación, la punzante sorpresa.

Los entresijos en que nos hemos visto desde el abandono del no poco luminoso siglo XIX, han hecho que Harold Bloom, polémico veedor de la gran literatura, calificara nuestra época de kafkiana:

Desde una perspectiva puramente literaria, ésta es la época de Kafka, más incluso que la de Freud. Freud, siguiendo furtivamente a Shakespeare, nos ofreció el mapa de nuestra mente: Kafka nos insinuó que no esperáramos utilizarlo para salvarnos, ni siquiera de nosotros mismo.

Regreso a “El secreto de Kafka” de Virgilio Piñera:

En él ficción e invención adquieren proporciones infinitas, de modo tal que las cargas de actualidad se hacen también ficción e invención. He ahí todo su secreto.

 

Foto de portada: Pixabay