Fiesta de Alicia Alonso
Por José Lezama Lima
Recordamos la frase de Nietzsche sobre Goethe, uno de los más bellos elogios que se hayan dicho: Podía haber estado presente el día de la creación del mundo. De igual manera podemos decir que el día de los comienzos, Alicia Alonso, en su niñez o en sus años mayores, podía haber bailado entre las hogueras y las primeras auroras, ya que su arte se sitúa entre todas las posibilidades de futuridad y la fiesta incomparable de las inauguraciones a la orilla del mar. Su paradoja, resuelta en una innegable dimensión de profundidad, consiste en que se aúnan en ella la fundación y los secretos que le ha ido entregando al reto del devenir.
Como la Duncan, Alicia Alonso puede soltar sus huestes danzarias en la plaza de la Catedral y en la de la Revolución, pues en realidad lo que ella baila es nuestra historia en relación con la historia universal. Lo más sutil y profundo de nuestra historia se aclara con su arte incomparable. Como todo gran artista lo que ella resuelve y plantea es la historia inmediata en función de la historia ideal, arquetípica, lejana, pero poseída en su raíz secreta. Un movimiento perfecto del cuerpo en los torbellinos del tiempo, una rotación dentro de la intensidad perfectamente realizada, atesoran momentos históricos que parecían indescifrables. Si ella baila una obra del siglo XVIII nos está resolviendo vitrales de Amelia Peláez. Cuando nos entrega una obra de raíz dionisíaca de Stravinski, nos parece oír alguna de las grandes oraciones de la tradición revolucionaria. Así su obra resuelve un contrapunto ideal entre lo abstracto y lo histórico, entre lo que no parece apoyarse en el acontecimiento y lo que ofrece la chispa inmediata. Nos gusta contemplarla en esa visión creadora, comenzando a bailar desde los inicios de nuestra historia, participando en sus momentos más potenciados y en lo más noble de su sustancia. Verla desde los comienzos de nuestra historia bailando sin fin…
Hoy, en la plenitud total de su arte, podemos subrayar los secretos que ha entregado para enriquecernos y los misterios que guarda para fortalecernos aún más. Formar una escuela, es decir, transmitir secretos. Y sus secretos han sido por todos los países por donde ha pasado difíciles aun para los más sabios, mientras que en Cuba, pensemos en Degás, podía tener el deleite de ver toda una escuela de movimientos y de gestos de suprema delicadeza. Ver el ejercicio haciéndose ritmo, no por la insistencia y la continuidad sino por una forma deleitable para el cubano. Pensamos en un Degás redivivo que nos pudiese visitar y contemplase todas aquellas sorpresas de flor y de ritmo.
Ella nos ha regalado lo que gusto de llamar el curso délfico, basado en una frase del Oráculo de Delfos: “lo bello es lo más justo, la salud lo mejor, obtener lo que se ama es la más dulce prenda”. No ha tenido que formar una escuela, bastaba su ejemplo, como una gran bailarina española decía: “yo enseño bailando”. Como el Sileno el día antes de su muerte, debe haber oído la voz de su daimon que le decía: “ejercítate en la música”. Inmediatamente el Sileno interpretó las voces y cogió su pequeña flauta y comenzó a ejercitar alguna nueva tonadilla. De la misma manera esa voz ha repetido constantemente por boca de Alicia Alonso a los cubanos: “ejercítate en la danza”.
Ella ha enseñado que el cubano continuase en una forma apasionada su tradición de danza. Pero llevar esa simple descarga del temperamento al grado mayor de su esplendor ha sido para los cubanos su mayor gloria ante la posteridad. Ya no era tan solo un juego de la gracia y de la sensualidad, sino el cumplimiento de un destino y el vencimiento de una fatalidad. Siempre oiremos su voz que nos dice: “ejercítate en la danza”. Lleva tus ideas a su unidad y a su esplendor. Convierte cada día en una lección para la eternidad. Dibuja cada día en el espacio y fija cada gesto en una sustancia resistente frente al furor temporal. Convierte la pereza y la voluptuosidad en un diálogo mientras paseas por la ciudad.
El hecho de que ella haya creado, continuado y fortalecido nuestra tradición, la lleva a los que forman parte de lo que hemos llamado el genitor por la imagen. Al bailar nuestra tradición, es decir, al precisar su imagen, ha visualizado, aclarado etapas indecisas o fluctuantes de nuestra historia. Para ello ha tenido que mostrar una extraordinaria entrega y una misteriosa continuidad. Los más crueles laberintos retroceden ante su paso de danza. Momentos casi desconocidos de nuestra historia que por sorpresa adquieren entonces su ojo de diamante, su deslumbramiento inicial. Ella ha logrado una historia que se reconstruye sin dejar de ser pura y naciente.
Para lograr que el cuerpo adquiriese su segunda naturaleza arquetípica, cuánta historia inverosímil de detalles, de sacrificios, de ejercicios donde la gracia se convierte en una exigencia sin límites. Su arte se ha mantenido a través del tiempo porque en el fondo de su maestría está el sacrificio —sacrificar está siempre en el fondo de la danza—, el renunciamiento a todos los disfrutes banales. Por eso ha podido trascender nuestras fronteras y ofrecer un arte universal. Cuando baila en París, por ejemplo, nos hace recordar una de las grandes épocas del ballet y soñamos que desde un palco la contemplan Proust, Matisse o Braque. Si algún día Alicia Alonso se decidiese a mostrar la historia de sus gestos, de sus movimientos, qué deliciosa novela proustiana no tendríamos.
Estamos una vez más frente al Castillo de la Fuerza que sigue siendo para nosotros el centro de la imantación de La Habana. En torno del Castillo había como una romería. Por todas partes danzas, canastas llenas de frutas. Era una fiesta nupcial, Porcallo de Figueroa había llegado para celebrar el encuentro de Hernando de Soto con su esposa.
Griterías, reyertas provocaban el salto y la separación de los contrarios. El rostro fantasmal de Hernando de Soto caminaba por alguna ventana del Castillo y se redoblaban los cantos y las aleluyas. Pero Porcallo se mezclaba con las cantantes para producir una noche banal, otra inflación ventral en alguna indita. Era odiado, pero se le respetaba como el gran preñador. El “pathos spermatikos” hacía brillar sus huesos.
Como los rostros se fragmentaban, volvían a unirse para iniciar de nuevo otra dispersión, las sílabas surgían, no encontraban al principio la cadeneta de las otras sílabas, volvían a unir sus manos y sus puntos de apoyo en la sucesión. Hasta que surgió como de la plenitud y cansancio de una noche, el verso de Góngora:
Ven, Himeneo, ven donde te espera
con ojos y sin alas…
Cóncava y multiforme una negrona amamantaba las frutas. Colocaba sus senos sobre las canastas frutales. Parecía que las frutas se hinchaban, sudaban, las veíamos ya cómo dentro de la boca se deshacían en rocío. Como una gran serpiente el seno cubría toda la canasta. Los mameyes adquirían un desmesurado tamaño en la boca de un tiburón. La negra agrandada era ya la diosa frutal. Porcallo miraba con un solo ojo para fijar la visión. Su yelmo sudaba hablando tiernamente con el rocío de las frutas.
Las sílabas que volvían a dispersarse se iban juntando de nuevo. Se reconstruía la sentencia poética:
Ven, Himeneo, donde entre arreboles
de honesto rosicler, previene el día…
Porcallo se hacía dueño de la noche. Las negras y las indias formaban coro a su alrededor y levantaban el canto. Daba una nalgada o pellizcaba un seno y después reía con carcajada metálica. A medianoche, como el Hércules preñador, debajo de los árboles fornicaba sin disminuir sus carcajadas. Las negras, con sus senos sobre las canastas de frutas, se quedaban dormidas. El sueño las convertía en el árbol doblegado de toda aquella variante frutal.
Se abrió una ventana y apareció alguien más preciso que un fantasma y tan dueño de los dominios de su extensión como una imagen. Saludó con un guante de piedra que parecía extraído de las arenas. Las canastas con las frutas habían desaparecido. Se inauguraba el amanecer. Todos los hechizos sombríos habían sido vencidos, Alicia Alonso había comenzado a bailar a los pies del Castillo. El rosicler salta en curvas.
Agosto 1973
(Publicado en la revista Cuba en el Ballet, La Habana, vol. 7, No. 2, mayo-agosto, 1976, pp. 40-42)