Érase Una Vez… Un Festival De Teatro Para La Habana
Yailene Sierra en Las amargas lágrimas de Petra von Kant. Foto Buby Bode
Por Norge Espinosa
Si tuviera que escoger un calificativo para definir la recién concluida edición del 18 Festival de Teatro de La Habana, diría que fue una experiencia digna. Y añadiría: también en su discreción. Lejanos los días de 1980, cuando el evento surge como un intento de restañar las heridas causadas durante la década del 70 en el mundo escénico cubano, el evento ha tenido diversas etapas, que van desde aquellos primeros momentos, en el que se entregaron premios, a las gloriosas ediciones de 1986 y 1988, con visitas de extraordinarias figuras de aquel instante, como Dario Fo y Franca Rame o una Denise Stoklos en plenitud de sus recursos expresivos.
En los 90, se intentó salvar el vacío al que casi cae todo el acontecer cultural del país convocando de manera no siempre cuidadosa a grupos, tendencias, apariciones, tanto nacionales como foráneas. Se trataba de hacer sobrevivir a una cita a la que ya, cambiados los aires económicos y políticos, venía quien podía, quien conseguía patrocinios, quien podía gastarse el dinero de llegar a La Habana, y se le correspondía, a falta de otras cosas, con un público fervoroso. Ahora, las cosas han vuelto a cambiar. En la era de las redes sociales, del mundo virtual, de muchas otras tentaciones y formas de entretenimiento fácil, hacer teatro tiene que volver a la idea de cierto compromiso, de cierto grado de responsabilidad para y con la escena, y por supuesto, con el espectador. Para ellos se hace un Festival de Teatro. Y pensando también en sus dinámicas y apetencias, es que debe ejecutarse la curaduría de su programación, entre las propuestas recibidas y los deseos de quienes aspiran a llegar a la capital de un país famoso por tantas teatralidades. Y no solo las de sus escenarios.
Tres puntos esenciales logró la cartelera del 18 FTH, dedicado esta vez a Vicente Revuelta, en el que hubiera sido su 90 cumpleaños, y a los 500 años de La Habana. La visita del Berliner Ensemble, la mítica compañía fundada por Brecht en 1949, ahora con una versión reducida y violenta de El círculo de tiza caucasiano, hubiese complacido mucho al propio Vicente y a su hermana Raquel, a quien él dirigiera en los roles protagónicos de El alma buena de Sé Chuan y Madre Coraje y sus hijos.
El segundo momento fue la presentación de Vida, traído a Cuba por Javier Aranda, desde España. Un titiritero que se roba los ojos y la atención del público con el virtuosismo de sus manos, su expresión física toda, y su manejo de una historia universal y sencilla, que él colorea con su simpatía y saber hacer, para deleite de los espectadores de cualquier edad.
Y el tercero, sobre el que no debo extenderme, el estreno de La clemencia de Tito, de Mozart, a cargo de Carlos Díaz como director de escena, José A. Méndez Padrón al frente de la labor musical, coreografía de Norge Cedeño, vestuarios de Celia Ledón y escenografía de Raupa. Dejo a mis colegas el análisis de este espectáculo, del cual firmé su adaptación a partir del libreto original. Apunto únicamente que su recepción positiva deviene un nuevo desafío al teatro lírico cubano, por la mezcla orgánica de todos sus elementos, y demuestra que acá podemos sacudirnos el polvo de la tradición siendo, al mismo tiempo, fieles a sus mejores ingredientes. Agradezco a Ulises Hernández, gestor de este montaje desde el Festival Mozart Habana, el que el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, a solo unos días del fallecimiento de la gran artista que hoy le da su nombre, pudiera iluminarse con un espectáculo que, insisto, nos confirma ante nuevos retos.
Mientras la muchedumbre se agolpaba cada noche ante las puertas del Trianón, para ver la serie ininterrumpida de funciones que Teatro El Público programó para recuperar una puesta que es ya un clásico de su repertorio, Las amargas lágrimas de Petra von Kant, también se pudieron disfrutar piezas recientes del teatro cubano que sirven, además, como diagnóstico del estado real de nuestra escena. Teatro de las Estaciones, y Teatro Tuyo son dos cartas de garantía que afirman la solidez de cualquier evento en el que se presenten. Acá demostraron eso otra vez con Retrato de un niño llamado Pablo, y con ¡¡¡Pum!!! Junto a ellos, Christian Medina confirmó su artesanía como autor, diseñador y director de historias insólitas para niños, con En el jardín durmió un vampiro. Los Cuenteros, el grupo más antiguo de la cartelera titiritera de este 18 FTH, presentó Cyrano y la madre de aguas, de Ulises Rodríguez Febles, que sigue la línea campesina y popular que los hace tan identificables, a las puertas de sus 50 años de trabajo continuado. De México vino Tinglado, del que por desgracia presencié una función de La repugnante historia de Clotario Demoniax que, programada a la hora impropias de las 9 y media de la noche en la sala Hubert de Blanck, no cumplió con lo que esperaban muchos de quienes hemos aplaudido a Pablo Cueto cuando nos visitara con su excelente Informe negro, afectada por un cierto desorden en sus elementos, a pesar de escenas de atractivo indudablemente titeril.
Es una pena que no hayan llegado a Cuba otros ejemplos de teatro de figuras y para niños desde el extranjero, espero que la venidera edición del Taller Internacional de Títeres de Matanzas nos alivie de esto, dentro de las posibilidades con las que el país, en medio de otras contingencias, insiste en preservar foros y convocatorias esenciales.
Del resto de la muestra, destaco el Peer Gynt, de Jorge Ferrera, que como hiciera en otra edición del FTH el gran actor uruguayo Franklin Caicedo, se nos regala como un unipersonal. Ferrera, encarnación de su Teatro El Puente, maneja su cuerpo y su voz con certeza, a través de las peripecias de un héroe fantástico, que le permite viajar por emociones de amplio colorido. Sólo lamento que en el resumen que hace de una obra tan extensa, eluda el final de la misma, cuando el protagonista se reencuentra, con su tierra, con su destino, y consigo mismo, para alcanzar la definitiva redención.
Otro unipersonal muy esperado era Elektra, de Galiano 108. Con él, regresó a Cuba y a la sala Hubert de Blanck Vivian Acosta, uno de los rostros más aclamados aquí y en otros cardinales de la escena de los 90. Elektra, a partir de una adaptación de Tomás González sobre los mitos griegos, conecta aquellos dioses con los de nuestro panteón yoruba. Ella sigue siendo una actriz de recursos poderosos, pero el espectáculo pierde eficacia al apelar a un vestuario y elementos de caracterización a los que la intérprete acude, desapareciendo de la vista del público de vez en vez para reaparecer con una capa, un manto, una especie de corona, etcétera. Nunca necesitó tal cosa, cuando interpretaba en esa misma sala su Santa Cecilia, escrita por Abilio Estévez, para convencernos de su travesía de un personaje a otro durante la misma pieza. Sugiero a Vivian y a su director, José González, prescindir de algunos de esos elementos, y reforzar la historia, que además sufre de un final algo abrupto. Y espero verlos otra vez aquí, frente al público que la hizo crecer, agradeciendo las muchas virtudes que nos regalaron desde Galiano 108 con La virgen triste o Cuando Teodoro se muera.
En la zona de propuestas desconcertantes, que no falta en casi ningún Festival, estuvo Opus 5, de Suecia, con un intérprete que saludaba al público en un decente español y luego hacía todo el espectáculo en su idioma natal. VenuS, de la Compañía Zub de Brasil, tampoco resultó muy convincente, a pesar los atractivos que prometía un montaje en un espacio no convencional. TUR (paisaje#1), de Circuito Liquen, dejó atónitos a varios de sus espectadores. Habría que colocar con cuidado estos montajes en la cartelera, que amén de sus calidades, virtudes o defectos respectivos, también fueron programados a la hora nada grata de las 9 y 30, en una ciudad tan afectada por problemas de transporte y otros asuntos que, aunque no se quieran asumir como parte directa de esto, también dejan su eco en el Festival.
Con Misterios y pequeñas piezas, de Argos Teatro; y Traslado, de Impulso Teatro, se hizo más visible, en dos direcciones, la presencia del legado de Vicente Revuelta en el 18 FTH y en la escena cubana de ahora mismo. Carlos Celdrán repasa, desde su propia dramaturgia, diálogos, encuentros y desencuentros con ese Director, al que Caleb Casas aporta una caracterización que hace muy vívido el recuerdo del fundador de Teatro Estudio. Alexis Díaz de Villegas, discípulo director de Vicente, lo trae como quien ha aprendido con ese maestro un método para discutirlo todo, para volver a actuar sobre el punto cero y alcanzar desde ahí una nueva verdad. Y no estaría mal preguntarse por qué ni Alexis, ni Carlos Pérez Peña, ni Flora Lauten, entre otros muchos de los que trabajaron directamente con Revuelta, aparecieron en las mesas de diálogo sobre su vida y su obra, junto a las fotos y programas de mano que en la sala Villena nos traían de vuelta sus imágenes.
En el foro de la UNIMA, tuvo el maestro Armando Morales el tributo de sus alumnos y colegas titiriteros, gracias a testimonios diversos y a un corto documental de Daniel González Cabello. Y por suerte, un grupo fundamental, como El Ciervo Encantado, pudo estar en la jornada de apertura con su espectáculo PIB 2018.
Ocupado en la edición y redacción del boletín del 18 FTH, me fue imposible verlo todo. Me alegró la presencia de Ludi Teatro y Teatro del Viento en la cartelera: Miguel Abreu y Freddys Núñez Estenoz son líderes de proyectos a los que hay que seguir dando aliento, en defensa de sus propias poéticas. La nota de provocación se extendió, gozosa e inteligentemente, a las dos únicas representaciones de CCPC2, de El Portazo, savia joven para preguntas impostergables. Flora Lauten nos devolvió su Woyzeck, ojalá pueda verlo más allá de las funciones de esta cartelera.
No me alcanzó el tiempo para ver Venus y el albañil, sobre texto de Nara Mansur, que trajeron los boricuas de Casa Cruz de la Luna, y del que varios colegas me han hablado con elogios. Teatro de La Luna, amén de presentar una de sus piezas más recientes, la polaca Ocurre en domingo, hizo que el nombre de Virgilio Piñera, a cuarenta años de su fallecimiento, no faltara en esta edición de un festival que siempre ha de tenerlo presente, y que ya anuncia, en su próxima reaparición, el estar dedicado a Electra Garrigó, uno de nuestros clásicos indiscutibles, y a la memoria de Berta Martínez. Fuera de la cartelera oficial se presentó La boda, de Piñera, ahora con un novísimo elenco; y también como parte de esas “otras opciones” se pudo ver Oficio de Isla, montaje de Osvaldo Doimeadiós que nos hizo irnos a los muelles del puerto, para reimaginar un momento de la forja de nuestra identidad con participación de actores, músicos en vivo y bailarines, espectáculo que merece análisis aparte, además de otra temporada.
Fue esto lo que alcancé a ver del Festival de Teatro de La Habana, un evento que sigue reajustando su estructura para parecerse mejor al país donde se le genera, con atención a sus posibilidades genuinas y también a sus carencias. Hay mucho aún por hacer, mucho protocolo por activar, muchas puertas a las que seguir tocando. El público, pese a todo, estuvo presente, y eso nos demanda una mirada y una palabra más activa para seguir defendiendo la zona que, desde los escenarios, somos y procuramos como parte de Cuba.
Ojalá en la próxima edición vuelvan a la cartelera espacios tan importantes como el Teatro Nacional de Cuba, el teatro Mella o el Teatro Nacional de Guiñol, emblemáticos por las ofertas de ediciones anteriores. Y no falten exposiciones como la dedicada al diseñador Gabriel Hierrezuelo en la Galería Raúl Oliva. Y alcance el tiempo en los eventos teóricos para ir a fondo de cuestiones que no deben ser solo mencionadas de paso, o contra reloj. Para ello el Consejo Nacional de las Artes escénicas deberá seguir convocando, con acento crítico, a todas las partes del teatro cubano. Y pensar ese diálogo en relación a otras realidades, contextos, estéticas, y formas de producción. Sin esas conexiones, se corre el peligro de hacer un evento que más allá de sus diez días no deje demasiado provecho. Sacar buen partido de maestros y líderes que nos visitan (como lo hizo ahora Miguel Rubio, el admirado y querido director de Yuyachkani), y proyectar eso como una zona de feliz contagio, que alimente a La Habana, a sus espectadores y participantes, y a toda Cuba como una conversación que continuará dentro de dos años, eso es esencial.
Otras cosas ocurrieron entre bastidores, durante la celebración del 18 FTH, entre ellas una amarga polémica entre voces de la crítica, acerca de concepciones diversas sobre el uso real de la teatrología y sus horizontes sobre puntos específicos del mapa teatral cubano. Hay que sobrepasar guetos y zonas silenciadas, anhelos de poder y demarcaciones que al decirse muy flexibles, también discriminan y acallan a otros modos de pensar y obrar. El compromiso que el teatro cubano nos demanda hoy tiene que mantener su raíz de ética y de transparencia, y ojalá esa polémica nos sirva para sanear mentes y cuerpos, y decirnos a la cara unas cuantas cosas que ya son demasiado sabidas, siempre que el respeto nos acompañe en tarea tan ardua.
El 18 FTH ha sido un tablado donde ha coincidido todo eso. Y los aplausos del público, que nos confirman que pese a tanto esfuerzo, vale la pena seguir insistiendo. Y funciona, también, como diagnóstico de lo que hay y lo que no hay en nuestro teatro y en nuestra cultura. La ausencia visible de ciertos maestros, la imperiosa necesidad de reencontrar una manera de hablar con la tradición que la saque de archivos y museos para entenderla como un acto vivo que continúa en el presente, la falta de calidad o franca inactividad teatral de algunas provincias o colectivos, la relación intergeneracional que se está dando ahora mismo en nuestra escena, y la aparición de elementos de teatro comercial, son claves a seguir analizando, por ejemplo. No las únicas, hay muchas otras, que tendrán que explicitarse incluso como políticas, y no solo como síntomas. Eso espero mientras se cierra el 18 Festival de Teatro de La Habana. Cuando aún resuenan en mis oídos los acordes finales de la última ópera de Mozart.