El otro yo del espectador
Por Carlos Pérez Peña
Hace unos meses, en un popular programa de televisión, entrevistaban a un actor “todo terreno”, con el objetivo de que el público conociera los entresijos de su proceso de creación del personaje bipolar con el cual había causado furor en la telenovela de turno. Después de los encendidos elogios de parte y parte, el actor confesó su secreto: había encontrado en YouTube las pautas del comportamiento del personaje.
Así, de un plumazo, se violentaba a los espectadores hacia la aceptación y celebración del facilismo y la banalidad a la hora de percibir el arte, no solo de un actor, sino de todo lo que online se había consumido en tiempos de pandemia.
¿Dónde puede quedar entonces la instancia de reflexión cívica a la que convocaba el teatro griego en los espectadores de la polis? Aquellos actores con sus coturnos y sus máscaras no solo provocaban piedad y terror; Antígona, Edipo, Electra… constituían arquetipos, funcionaban como ejemplos en un evento que era tribunal, circo, templo de moralidad, sueño, liturgia, espejo.
¿A qué medios que no fueran la imaginación, la técnica, la investigación profunda, el instinto y una cierta conciencia de vulnerabilidad acudiría Lawrence Olivier en sus encarnaciones de los trágicos héroes shakespereanos?
¿Qué hizo Peter Brook, qué pudo haber hecho para que aquellos actores no solo hicieran suyos, sino que además se ofrecieran y emitieran señales que harían de los desquiciados internos del asilo de Charenton algo completamente contemporáneo e incisivo?
Y lo que de alguna manera significó un cambio absoluto en mi propia vida: ¿Cómo llegaron Vicente Revuelta y Ernestina Linares a plasmar la compleja angustia de Mary Tyrone, la madre de Edmund (Sergio Corrieri-Eugene O’Neill) en Viaje de un largo día hacia la noche?[1]
¿O el propio Vicente, como actor, en El cuento del zoológico o en Galileo Galilei?
No creo que “ponchar” una tecla pueda borrar definitivamente la terquedad de un oficio que ha sido objeto de teorizaciones, análisis, propuestas, obsesiones, batallas, crisis y renacimientos durante siglos. El monumento al teatro está encarnado en la figura de los actores que han sufrido y gozado la creación hasta lo imposible: organismos cuya porosidad les permite devorar todas las técnicas para, al final hacerlas desaparecer y encontrar la libertad, no para dar en el blanco, sino para lanzar la flecha.
No hay exhibición, hay entrega. Se va de la expresión a la vivencia.
Yo creo que los momentos importantes de mi vida como actor están determinados por mi permanencia en el teatro como un espacio de y para el grupo.
El Teatro Nacional de Guiñol, que no se llamaba así entonces, fue el primero. Entrar a trabajar siendo aún estudiante de actuación (con sus expectativas de fama y aplausos) con gente cuya misión en la vida era realizarse y dignificar el trabajo con figuras hasta llegar al arte con mayúsculas, era como respirar el arte de un taller renacentista; lo que significaba fe en tu labor y en la de los otros y no solo horas de artesanía sobre tu cuerpo y tu alma, sino también pintar, construir cosas, dar dinero para comprar algo necesario… momentos de esfuerzo, de ternura, de sudor compartido.
Era el germen.
Luego fue el grupo Los Doce y su voluntad (¿ingenua, urgente, valiente?) de rompimiento y negación. Un camino hacia el empobrecimiento, la austeridad y la búsqueda de un campo de acción específico para el teatro con el actor como centro; de allí que la relación actor-espectador –seres humanos–, viva, corpórea, en el “aquí y ahora” pudiera producirse a lo largo del tiempo y mediante un acto que tuviera lugar en la realidad, ligado a ella por toda clase de nexos activos con el actor como materia prima, la maduración de este expresada por una tensión hacia lo extremo, por un acto completo de desnudarse, por la exposición de la propia identidad y la búsqueda de verdades comunes, compartidas sin la menor traza de egoísmo o autocomplacencia.
Buscábamos convertirnos en una suerte de otro yo del espectador; en un espejo singular en el que este se observara fascinado –se estaría viendo a sí mismo–, y a través de la entrega total del autor aprendiera a conocerse.
No cejábamos en el empeño de ir construyendo una profesión que debía alcanzar un diapasón muy amplio de posibilidades expresivas, armonizando voz y cuerpo cada vez mejor, procurando densidades de sentido que definieran un espacio sin resquicios para la banalidad o el chirrido reduccionista.
¿Nos convertimos en una feria de vanidades neuróticas? ¿Perdimos la esencia hasta transformamos en lo que para la época fueron paradigmas de las potencialidades de un actor?
Quizás nos adelantamos a nuestro tiempo habiendo ya pasado el nuestro.
Fue un salto mortal; el salto al vacío ocurriría después con el Teatro Escambray.
Si alguna vez mi vida fue total, ocurrió allí, donde se rompieron las barreras entre el yo, mi, mi, mi…
Arreglábamos la habitación del otro, o se ponían flores en las mesas del comedor, o se trataba de compartir conocimientos; compartir; no mostrar o enseñar en aquel primer salón de ensayos sorprendente y limpio: antes de empezar, por la mañana y por la tarde, cada uno de nosotros preparaba el espacio para lo que vendría y para los demás.
Si en algún momento yo estuve dirigido hacia mí mismo, este era lo inverso: quería darme, ser parte.
Pienso que puede hacerse desde nuestra profesión: algo inculcado por personas con las que he trabajado a lo largo de mi vida y que hicieron que fuera creciendo el sentido de la responsabilidad, la vocación de servicio, la humildad.
No hablo desde un púlpito franciscano o desde lo que con demasiada frecuencia suele pensarse del Escambray: los privilegios antropológicos, sociológicos, políticos e ideológicos que por otra parte están en los ingredientes de cualquier experiencia creativa, sobre todo si es de carácter teatral.
Resulta que por la noche podía tener del lado de allá al ser humano con el que había conversado (él o ella se habían confesado) por la mañana.
¿Cómo dirigirme a ellos desde la escena, que no era tal? Sus vidas habitaban mi voz y mi cuerpo. ¿Cómo sacar lustre a un texto no siempre “perfecto” para que cumpliera su función de espejo (otra vez) de la realidad? Un espejo que reflejara el propio universo de ese hombre, esa mujer como un camino hacia su propio misterio.
Solo mediante un exhaustivo proceso técnico podíamos acercarnos a esa epifanía. Sin lugar a dudas La Vitrina (1971)[2] fue un punto de llegada; el inicio de un proceso verdaderamente insólito.
Cada instante es histórico, histórico fue aquel estreno singular: Mi voz (no micrófono, amplificación, doblaje, no youtube) entonó las décimas que daban inicio a lo que pudiera ser la historia teatral cubana de más profunda y honesta raigambre crítica y de fidelidad al compromiso con su público.
Cada noche, después de una función sin importar cansancio, sueño, o kilómetros recorridos, nos reuníamos para analizar lo sucedido.
Conservo parte de lo que dije la noche de aquel estreno:
Mira, a mí la función me conmovió tanto…me tiene así como en carne viva… y eso tiene que ver con lo que se dice del actor… la experiencia humana, emocional que se recoge como artista es una cosa tan amorosa… hay que revertir eso al público, por eso le tengo miedo a la metodización… Empezar en blanco… lograr una receptividad de lo que se nos ofrece… Eso es más importante que cualquier cosa.
Aquella “troupe” no descansaba nunca y debíamos ser enemigos cautelosos de todo lo empequeñecedor y permanecer ajenos a las fórmulas facilitadoras de la homogeneidad de pensamiento.
Podíamos encarnar saberes teatrales muy diversos pero debíamos estar listos para aprender y entrenar todo lo necesario, dada las circunstancias que imponía la conquista de espectadores muy exigentes.
Esta gente con la que teníamos que ser capaces de entendernos retaba nuestros prejuicios y flexionaba nuestras posibilidades de comprender y comunicarnos más allá de los límites que hubiéramos considerado posibles.
Regreso del Escambray pasados treintisiete años y, después de sufrir tropezones de diversa índole, ocurrió mi encuentro con Alexis Díaz de Villegas.
Él debía ser el ponente cubano en este dosier. Su muerte lo impidió.
Un día se me acercó –nos conocíamos sin ser amigos– a proponerme un trabajo conjunto en el montaje de El veneno del teatro, del dramaturgo valenciano Rodolf Sirera. El texto, en última instancia una escenificación de las ideas de Diderot sobre la paradoja del actor, puede ser en el mejor de los casos en términos propagandísticos, un “duelo” y convertirse en seguro éxito. La glorificación del “actor cortesano, el mecánico, el capaz de recurrir a la mímica y los gestos para ofrecer al público una máscara de sentimientos inexistentes”.[3]
Poco a poco y sin palabras nos fuimos cansando de algo en lo que no creíamos y aquello fue languideciendo hasta morir.
Alexis sabía de mí, y yo de él: fue uno de los que rompieron la cuarta pared en aquel montaje revolucionario de Víctor Varela;[4] más tarde fue entre otras cosas, un Pasolini descomunal (todavía sin acceso a la red)[5] y fue el profesor, el autor de Balada de pobre BB con sus alumnos, el gestor y el alma de Impulso Teatro, receptáculo de nuestra memoria, espacio en el que volví a encontrar, en palabras de Althusser, “al teatro que tiene como objeto poner en movimiento lo inmóvil, la producción de una nueva conciencia en el espectador movida por esa obra inagotable de la crítica en acción”.
Yo y yo.
El nuevo espectador; el actor que comienza cuando termina el espectáculo y que solo comienza para acabarlo, pero en la vida.
Texto cedido por la revista Conjunto, en la que fue parte del dosier “Siempre el actor”, con contribuciones de 25 actores de 15 países. Ver Conjunto n. 204, julio-septiembre 2022, pp. 32-33.
[1] Montaje fundacional de Teatro Estudio, referente esencial en la escena cubana revolucionaria, estrenado en 1958, bajo la dirección de Vicente Revuelta. [N. de la R.]
[2] La Vitrina, de Albio Paz, estrenada por el Grupo Teatro Escambray bajo la dirección de su autor en 1971. [N. de la R.]
[3] Konstantín Stanislavski: Un actor se prepara.
[4] Alexis Díaz de Villegas (1966-2022) fue uno de los cinco actores fundadores del Teatro Obstáculo con La cuarta pared, de Víctor Varela, estrenada en 1988. [N. de la R.]
[5] Alexis protagonizó el montaje de Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, de Michael Azama, estrenado por Argos Teatro bajo la dirección de Carlos Celdrán en 2004. [N. de la R.]
Foto de portada: Ernest Rudin / Cubaescena