El cuerpo en la danza, un activo agente de cambio hacia “el presentar”
Por Noel Bonilla-Chongo
Pero yo no estoy delante de mi cuerpo;
estoy en mi cuerpo o, mejor, soy mi cuerpo.
Maurice Merleau-Ponty
Cuando el cuerpo se emancipa de su sometimiento a lo espiritual, cuando los giros, saltos y movimientos perfectos de los danzantes, por igual, dejan ver el equilibrio precario de la existencia contra toda normativa de armonía y belleza; cuando el cuerpo es consciente de su capacidad para percibir el mundo en su totalidad matérica y expresarse con lenguaje propio, la danza emprende entonces un vi(r)aje epistemológico que abre nuevas puertas para que academia y producción creativa (más radicales), se tornen activos agentes de cambio. Traspasadas los algoritmos y teoremas a que nos lanzaran las utopías del siglo XX, más allá de la referida flexibilización cuantitativa y reproducción en serie del XXI, vuelvo sobre la cuestión, ¿cómo el cuerpo en juego insistirá en ser puro acto de metamorfosis? Al presente, las claves conceptuales pertinentes en el estudio y la enunciación escénica de la danza contemporánea y, particularmente de las prácticas identificadas como “danza del presentar”[1], plantea otro desafío en tanto su comportamiento espectacular y el de las teorías que lo han acompañado, escapan a las taxonomías tradicionales que han condicionado las nociones de danzalidad y teatralidad. Incluso, huyen de aquellas formulaciones que protegieron manifiestos irreverentes de la postmodern dance estadounidense en las décadas del cincuenta y sesenta del pasado siglo.
En este momento, al restablecer la disolución de los lindes entre los géneros y especialidades, el sentido de la metamorfosis del cuerpo en juego, de lo escénico como esfera de dislocamiento, como campo expandido y entusiasmo por lo “real”, obedece al flujo y reflujo de los lenguajes que, por momentos, con cierta ortodoxia y extremo rigor genérico, se han especificado. Hay un ciclo en que el teatro es el teatro, el canto y el coro son otra unidad, y la danza una existencia distinta. Como anotara el dramaturgo y director colombiano Carlos José Reyes[2], a partir del Renacimiento, en Occidente se van diferenciando visiblemente los géneros. Juego de acercamiento y distancias que, a lo largo de toda la historia progresiva de las artes escénicas, ha sido condición del comportamiento entre los mismos. En la Edad Media, por ejemplo, mientras en los grandes estrados de las iglesias se llevaban a cabo las representaciones de los misterios, en los tablados populares se escenificaban farsas, pequeñas comedias o presentaciones pantomímicas, donde se recuperaba la danza y el mimo, y donde se insinuaba, con cierta picaresca, aquel cuerpo reprimido en los grandes misterios.
Cuando cada género se retrae a partir de sus normalizados vocabularios expresivos, en la medida que procura crear sus estrictas reglas de juego para despejar su especificidad, se estanca en un conjunto de regulaciones eximidas en comparación con otras prácticas. Para que el ballet sea ballet y no otra cosa, para que no se confunda con el teatro ni con la pantomima, crea un reglamento sólido e inquebrantable. Lo sabemos, el arte balletístico es heredero directo de la gran reforma renacentista y de su recuperación del cuerpo. También de la redención de la imagen escultórica y la pintura grecolatinas que se aferraban a la idealización de la corporeidad humana. Las imágenes sublimadas del cuerpo, vistas en la escultura antigua, sirvieron de fuente modélica para encontrar las poses definidas de la danza en un primer momento.
La danza académica continuó reclusa de la sublimación del cuerpo hasta que, en el siglo XX, reconoció que otro cuerpo danzante era posible. No obstante, continuará ella al servicio de la anécdota, contará un cuento que al no ser hablado es danzado. La figuración de situaciones, de conflictos, se hace mediante signos visuales legibles -a pesar de su codificación-: un complejo lenguaje gestual y corporal trata de reconstruir la historia. En ella, el lenguaje técnico corporal se encubre y disimula la labor muscular para dar la apariencia de un cuerpo activado por alguna fuerza “externa” aniquiladora del esfuerzo. El movimiento no está visto como el material a partir del cual se construye la coreografía. Se privilegian las poses, las actitudes y sus combinaciones reglamentadas; el movimiento que los une carece de jerarquía. Contrariamente, la movimentalidad en la danza contemporánea se gesta como realidad unificada, como sustancia variable en términos de espacio, tiempo, calidad, energía, cualidad o intensidad. Permite crear una situacionalidad de presencia más allá de las presumibles circunstancias expresivas y dramáticas, siempre que se tenga claro que el escribir para la escena, presupone la invención de otros lenguajes más allá de la técnica corporal.
Cuando la teoría de la danza intenta ordenar los acontecimientos que ocurren en la escena espectacular de la danza del presentar, concretados en sus eventos liminales, transdisciplinares, en las estructuras descentradas, fronterizas, en la “representación de lo real”[3]; hay en estas recapitulaciones una suerte de visita al “teatro total”, a esa visión de reunión de todas las artes heredada de los griegos.
Después de muchos enunciados del espectáculo total, Antonin Artaud, Gordon Craig o Richard Wagner, en cuyas composiciones ya no es sólo música en abstracto, música pura, sino que su sonoridad comprende una performatividad emancipada y contenedora de conflictos, oposiciones, textualidades divergentes, resulta convincente retornar a las identidades compartidas entre las artes.
Si bien la danza moderna se había anunciado desde los primeros años del siglo XX como una liberación del cuerpo femenino respecto a los paradigmas y constricciones del ballet clásico; la disolución de los códigos es paralela a lo que en esos mismos años está produciéndose en el ámbito de la pintura y de la música y que conducirá al descubrimiento de la abstracción y a la atonalidad. Pero en el caso de la danza, no solo se tratará de una cuestión de formas en las que se plasma el espíritu, se asiste también a una rebelión orgánica, que es asimismo una afirmación política del cuerpo y de su fuerza, de su poder, de su potencia. Difícilmente esta afirmación podía ser aceptada sin resistencias; de ahí que al cuerpo libre y potente demandado por Artaud, se opusieran desde el principio las imágenes del cuerpo histérico, grotesco, fracturado o del cuerpo inmovilizado y reducido al estado inerte del maniquí o de la muñeca -vectorizaciones que hoy retoma la danza del presentar como especie de operatoria en su exposición espectacular.
Del mismo modo, las artes visuales han mantenido un diálogo permanente con la danza y otras prácticas escénicas desde principios del siglo XX que producen sucesivas redefiniciones de la pintura, la escultura, el cine, la danza y el teatro. La emergencia de distintas teatralidades en la performatividad del audiovisual, la acción, la instalación y otras “artes del tiempo”, significan determinantemente.
Teatralidad en tanto quien actúa lo hace a partir de la certeza de estar siendo mirado o escuchado, con la pretensión de determinar o condicionar esa mirada, tal vez sospechosa. Certidumbre que, como parte del dispositivo escénico, va negociando con las relacionalidades entre el téatron / skené (lugar de la transacción visual entre la construcción escénica y el lector-espectador), la mímesis / performance (zona de relación entre los danzantes y su material físico) y la acción (sitio de transformación de las ideas en cosas y de las cosas en ideas), acción como condición para tramar la emoción.
En su aprehensión de la realidad, de atrapar la emoción, Artaud necesitó de la fisicidad, la carne, el color de la sangre y de la tierra. El teatro de la crueldad reafirma su certeza de “completar físicamente una construcción visual en aquel momento incompleta”. Y al hacerlo, llegar entonces al máximo de coherencia en la escena como franqueza artesanal privilegiada, donde la acción sólo tiene sentido siendo única, mágica e irrepetible. El cuerpo solo conmueve y emociona desde el “presente de su presencia”. Presencia como “afirmación de una terrible y por otra parte ineluctable necesidad”. Así pues, Artaud no reclama una destrucción, una nueva manifestación de su negatividad. A pesar de todo lo que tiene que despojar a su paso, “el teatro de la crueldad no es el símbolo de un vacío ausente”, sino que afirma, produce la afirmación misma en su rigor pleno y necesario. Para él, el porvenir del teatro y la teatralidad tienen que atravesar y restaurar de parte a parte la “existencia y la carne”. Entonces, tal como se dijera del teatro, habría que apuntar del pensamiento y la praxis enunciativa del cuerpo y la creación en la danza contemporánea de hoy.
Si el ilustrado XVIII fue el siglo que anduvo a vueltas con el paradigma de “lo natural” como tropo de la comunidad social civilizada y perfecta -recordar a Noverre y su reclamo renovador-; el revolucionario XIX lo traicionó al ahondar en la subjetividad del individuo gracias a la indagación sobre “lo doméstico y fantasmagórico” -la dualidad del ballet romántico- y el trágico XX se ha postulado por “lo metropolitano” como figura definitoria principal. Entonces, ¿cómo tramar la metamorfosis del cuerpo ante la clausura de la representación?, “¿qué paradigma trópico sería el adecuado para la actualidad?”[4]
Apremiar la esfera temporalmente circulatoria de la danza, retar el sentido de causalidad, la principalía del lenguaje técnico en el cuerpo danzante, la representación como evento escénico, la realidad como trasfondo de lo real; dentro de estas condicionantes podría ubicarse la subjetividad singular, ontohistóricamente fundacional de la coreografía occidental y, por qué no, de la danza del presentar, incluso del power de aquel danzante que en solitario transfigura su arsenal técnico.
Ejemplo claro de resistencia a la espectacularización de la realidad, práctica alternativa -alguna de carácter participativo- que favorecía la ruptura del marco representacional y la aparición inmediata de lo real. Escritura escénica que apareciera siempre asociada al individuo, al cuerpo individual o a la perspectiva del individuo que contempla, que interpreta, que traduce y “sufre”.
Acaso, ¿será otro el cuerpo, otras las instancias modulantes del discurso, otras las preocupaciones del rigor necesario en la enunciación espectacular de la danza del presentar? Acaso, ¿el cuerpo físico del danzante del siglo XXI ha encontrado otras maneras para desafiar su equilibrio precario, su caída y recuperación, sus capacidades de adaptabilidad al espacio?
Acaso, ¿existiría un modelo global, una receta milagrosa que acopie lo que está en juego y se adapte a todas las modalidades de enunciación coreográfica? Evidentemente, no es adecuado. Metamorfosis del cuerpo en juego en ese camino hacia la danza del presentar, podría epilogarse en recordación de Paul Valéry:
La danza, a mi entender,
no se limita a ser un ejercicio, una diversión,
un simple arte ornamental,
ni siquiera un juego de sociedad.
Es algo muy serio y hasta en ciertos aspectos, vulnerabilísima.
Toda época que haya comprendido al cuerpo humano o,
haya experimentado al menos ese sentimiento de misterio que
lleva implícito desde sus recursos, sus limitaciones, su ambivalencia,
su energía y sensibilidad, ha cultivado y ha venerado la danza.
Referencias:
LEPECKIN, André (2006). Agotar la Danza. Performance y política del movimiento. España: Universidad de Alcalá.
NIETZSCHE, Friedrich (1943). El origen de la tragedia. Editorial Espasa Calpe. S.A. Madrid. España.
NOVERRE, Jean-Georges (1985). Cartas sobre la danza y los ballets. La Habana: Arte y Literatura.
RAINER, Yvonne (1974). “Work 1961-73”. The Press of Novia Scotia College of Art and Design. Halifax, N.S
VALÉRY, Paul (1957). Oeuvres, Tomo 1, Éditions Gallimard (Bibliothèque Nrf de La Pléiade), París, pp. 1390-1403
[1] Danza del presentar, apropiación que hace Noel Bonilla-Chongo del término propuesto por el teatrólogo francés Jean-Frédérick Chevallier en sus investigaciones “Teatro del Presentar y resistencia al neoliberalismo” y “Fenomenología del Presentar”, para identificar una tipología posible de aquellas propuestas escénicas que se presentan como distinción del encuentro “real” entre actantes y espectadores en su reacomodo del ser y el hacer del cuerpo danzante que ya no jugará a representar ser determinado personaje y recualifica la dramatización servil de la representación. Como zona discutida de lo “irrepresentable”, lo que en la presentación no se presenta por completo y se disfruta como tal. Danza del presentar no como homogenización estandarizada en el vocabulario de la danza contemporánea toda, sino como selección de sus transfronterizaciones y desplazamientos exhibidos en escenarios actuales, más allá de la taxativa hegemónica del “ser en danza”. El término se despliega a lo largo “Danza del presentar: premisas enunciativas de la danza contemporánea actual”, investigación que sirviera a Bonilla-Chongo como tesis de doctorado en Ciencias sobre Arte, Universidad de las Artes (ISA), La Habana, 2013.
[2] Ver “Diálogo con José Carlos Reyes”, Concierto polifónico sobre la dramaturgia en la danza, Juliana Reyes, ©Orquesta Filarmónica de Bogotá, Colombia, 2010, pp. 17-25.
[3] José Antonio Sánchez: La representació d’allò real, en DDT, Barcelona, 2007, en Radicals Lliure pp. 25-34
[4] Fernando Quesada en “La horma del zapato: la(s) platea(s)”, ensayo que revisa las relaciones entre la historia del pensamiento teatral y la recepción del espectador. ©www.arte-a.org
En portada: La coreógrafa Susana Pous en sesión de trabajo. Foto cortesía del autor.