Dos miradas hacia una permanencia lorquiana
Por Frank Padrón
Federico García Lorca sigue pas(e)ando por nuestros escenarios como por su casa, y qué bien que así sea. Tener con frecuencia, a mano, al divino bardo, al dramaturgo raigal, al adelantado en tanto, es un privilegio.
Flamante cumpleañero, Teatro El Público lo lleva en su ADN desde su misma creación hace ya 30 años, y no solo porque su bautizo lo tomó de esa pieza iconoclasta y revolucionaria, sino porque mucho de la jiribilla lorquiana, del espíritu inconformista y contestatario, preside sus puestas aun las que no tienen al andaluz como referente directo.
Hace poco el colectivo liderado por su fundador, Carlos Díaz llevó al siempre convocante recinto de calle Línea, el Teatro Trianón, la conocida pieza El amor brujo, del gran amigo de Lorca, el músico Manuel de Falla, desde la escritura de su coterránea y colaboradora María Lejárraga -otra leyenda de las letras españolas-, sobre la cual a su vez trabajó el asesor de la compañía, Norge Espinosa, para una versión muy “lorquiana”, muy “publicana” donde, aprovechando la libertad creativa que permiten las nuevas lecturas y remantizaciones, el dramaturgo cubano fabula, recontextualiza, imagina.
“En 1032 – nos cuenta Norge en el programa de mano- Federico García Lorca, amigo de Falla desde los días en que ambos convivieron en Granada, le envía al compositor un telegrama felicitándole por la nueva producción de esta obra en Cádiz, (telegrama que da) la posibilidad de pensar qué amor brujo hubieran imaginado ambos, qué variante de este amor hubiera creado Lorca, ya en ese momento autor de El público, ese canto desgarrado al amor libre que nos legó desde el lado oscuro de su teatro”
Sobre ese resquicio, por entre esos atajos y variantes posibles, erige Espinosa su versión titulada AmorbrujoAMOR, un lexema que en su fusión morfemática, de minúsculas y mayúsculas, anuncia ya diversidad, los tamaños posibles de la pasión entre Gitano y Candelas, quien aquí es otro hombre, Antoñico.
El hipertexto incorpora con ductilidad y conocimiento de causas la poética del Romancero -tan cara a Lorca- y sin traicionar la esencia del original, discursa sobre el amor entre varones, las ausencias y carencias, el bullyng, y más allá de especificidades, el valor del rencuentro, las nuevas chispas que se encienden al calor y la luz de ese elemento que Prometeo logró mantener vivo, como también los grandes amantes a pesar de -o quizá gracias a- obstáculos de todo tipo.
Por ello la importancia que cobra en la puesta de Carlos Díaz, la presencia del fuego fatuo, corporizado en personaje mediante los ígneos malabares de Carlos Michel Hernández (Charlypoi), y complementados por la escenografía de Robertiko Ramos, responsable también, junto con Laura Valdés y Ena M. Morales, de un vestuario simbólico que alude a semidesnudeces, pulverización de roles, e importancia de la viveza cromática, dentro de la cual el rojo, como es de suponer, protagoniza.
La columna vertebral desde la solfa la constituye el grupo Ensemble Habana XXI, el cual, bajo la dirección de César Eduardo Ramos, aporta mediante el virtuosismo de sus músicos toda la fuerza sonora que el relato dramático demanda; vientos, cuerdas y percusión reproducen el sustrato flamenco que late en la partitura original, en función de ese gran interprete -uso este sustantivo mejor que cantante- llamado Frank Ledesma (Antoñico, el Candelas).
El contratenor laureado con importantes reconocimientos por su hermoso timbre y depurada técnica, vuelve a hacer alarde incluso saliendo de esa cuerda, de su exitoso paseo por los registros y de su sapiencia en la vocalización, aquí dentro de las singularidades del cante jondo (los juegos melismáticos propios de los gitanos, las abundantes y encrespadas modulaciones…), sin dejar de reafirmarnos sus nada escasas posibilidades para la actuación.
El camaléonico y certero Roberto Romero, dueño de un amplio arsenal de recursos histriónicos, lo secunda en la piel de Gitano.
Nuevo tanto en la trayectoria de El Público, de un Lorca ya huésped honorífico en la escena nacional.
Bernarda Abreviada
Desde estas mismas páginas comentábamos hace algún tiempo par de versiones que coincidieron en temporada -una de ellas danzaría- sobre una pieza emblemática del granadino: La casa de Bernarda Alba.
La puesta de Teatro Clau, dirigida por su líder, el español Carlos Aguilar, y nombrada Bernarda 2.0, regresó durante todo un mes a la sala 3 de Fábrica de Arte Cubano, en una versión más abreviada y algunos cambios de roles en el elenco.
Más en consonancia etaria con la férrea madraza, la actriz se luce en un trabajo que es sinónimo de interiorismo y convicción; no puede afirmarse lo mismo en el trabajo general de sus jóvenes colegas quienes asumen los papeles de las hijas, donde, aun cuando descubrimos indudables valores, con la reducción de dos horas a aproximadamente la mitad, manteniendo los logros que el blanco y negro del vestuario y la minimalista escenografía aportan, la diégesis escénica ganó en concentración y dinámica, mientras que el protagónico de la competente Mayra Mazorra (Poncia en la anterior puesta) no bajó la parada que en la precedente había elevado la no menos sólida Yordanka Ariosa.
Hay también irregularidades, problemas de dicción e incluso errores de casting a la hora de asignar y representar los perfiles de las hermanas rivales ante el hombre que, secretamente, todas desean, y que las torna enemigas feroces.
De cualquier modo, la grandeza de la tragedia lorquiana, su metaforización de una España escindida entre el retardatario franquismo y las nuevas fuerzas renovadoras, su estudio -como en todo el teatro del español- del alma femenina en sus contradicciones y matices, fue recibida y aplaudida una vez más por quienes siguen a aquel andaluz universal quien una vez afirmó que, de perderse, lo buscaran en Andalucía o …en La Habana, donde afortunadamente sigue como huésped de honor en nuestros teatros.
En portada: AmorbrujoAMOR. Foto Yuris Nórido
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