Dos décadas atrás, un festival en Miami
Por Omar Valiño
Hace 20 años estábamos en Miami para participar del Festival Internacional del Monólogo. Con toda legitimidad, y no solo por una cuestión numérica, debe afirmarse en plural porque no se trató de una visita aislada e individual, sino de la presencia en conjunto allí de una pléyade de artistas del teatro de Cuba para participar de un evento inédito hasta entonces.
Se eligió la retadora modalidad del unipersonal porque permitía ampliar la cantidad de puestas en escena a partir de un presupuesto exiguo. Aunque acudieron espectáculos de varios países, incluyendo la sede, la batería insular fue el núcleo indiscutible del programa. Tiempo después se verificaría el carácter telúrico que tuvo para el nacimiento de nuevas iniciativas teatrales levantadas a pulmón en una ciudad cuyas políticas públicas a favor del teatro siguen escaseando.
El alma de aquella cita fue el director escénico cubano Alberto Sarraín, en ese entonces con más de dos décadas de residencia en Estados Unidos. A su diestra la profesora cubana Lillian Manzor, cuya formación universitaria sí había transcurrido en aquel país.
Desde los 90 del siglo pasado, ambos habían acudido a Cuba y soñado con proyectos entre cubanos de dentro y fuera de la Isla. Alrededor de ellos, muchas personas, algunas visibles y otras menos, pero todas decisivas, al igual que instituciones favorables entonces a relaciones respetuosas con Cuba dentro de la Universidad de Miami o la Universidad Internacional de la Florida.
Tan inusual resultó el Festival del Monólogo, como se le llamó, que ni siquiera tantos años después, otras convocatorias bien respaldadas allí invitan a agrupaciones cubanas, sino a integrantes de estas, básicamente a título individual, con la excepción de eventos académicos que continuaron Manzor y Sarraín para mantener un verdadero intercambio cultural. Sus programas fueron acogidos y auspiciados aquí por nuestras instituciones de la misma manera, mentís rotundo a las torcidas afirmaciones de que no hay correspondencia al respecto del lado de acá.
Alguna mínima escaramuza, en cualesquiera de los lados, resultado de prejuicios o preconceptos, no varió un ápice el enorme valor del encuentro.
Aunque quedan en la memoria las grandes funciones que rindieron actrices y actores, jóvenes o veteranos, y la efusiva acogida del público, lo más trascendente, 20 años después, fue la rotunda prueba de vívido diálogo en la cultura propia protagonizado por todos.
Puedo revivir a Pancho García en Esperando a Odiseo, de Alberto Pedro-Miriam Lezcano; a Grettel Trujillo en El enano en la botella, de Abilio Estévez-Raúl Martín; a Nelson González en Lagarto Pisabonito, de Eugenio Hernández Espinosa, y a la inolvidable Adria Santana en Las penas saben nadar, de Abelardo Estorino. También al autor Tomás González y al actor José Antonio Alonso; a Gisela González, vicepresidenta del Consejo Nacional de las Artes Escénicas; a la investigadora Beatriz Rizk, a cargo del programa educativo, y a Berta Martínez, presidenta del jurado.
Todos allí, entre abrazos de reencuentros y amistad, en un clima de fiesta, por desgracia borrado estos últimos años entre las políticas de odio y estrangulamiento promovidas por la administración Trump, hasta ahora secundadas por Biden, y aplaudidas por el oportunismo local más feroz.
Pero, cual cenital que circula bajo la luz a la actriz o el actor en solitario, al borde del proscenio, así ilumina aquella experiencia un camino, al final, destinado a renacer.
En Portada Iván Cañas