Del luminoso Strindberg en la Sala Llauradó
Por Roberto Pérez León
El 15 de mayo de 1912, en Estocolmo, más de cincuenta mil personas acompañaron el féretro de August Strindberg un ser visionario, de trastornada personalidad, polémico, ferozmente colérico, dramaturgo, fotógrafo, pintor, narrador.
Ingmar Bergman, el otro tremendo sueco, dijo de su coterráneo: “Me ha acompañado toda la vida: lo he amado, lo he odiado y he lanzado sus libros contra la pared. Lo único que no he podido hacer nunca es deshacerme de él”.
La literatura sueca empinó con su obra y el teatro que se hace en el mundo en esta era tan posmoderna o liberal o confusa dramatúrgicamente le debe a Strindberg mucho con demasiado que es la medida de la plenitud en el Caribe.
En Suecia la gente común se sintió reconocida en sus penetrantes y sutiles dramas que no son más que emanaciones, corolarios de la muchedumbre que hace la vida cotidiana sin patrioterismos ni anémicos nacionalismos, sin el denso ojo académico ni el meticuloso tanteo intelectual.
En los últimos meses hemos visto en La Habana tres puestas en escenas de La señorita Julia la obra que, junto a Casa de muñecas de Henrik Ibsen, hizo que arrancara el teatro moderno europeo.
Así es que hemos tenido varias miradas a la historia que pareciera extravagante y hasta absurda de la tríada Julia-José-Cristina donde se pone en evidencia la delgada línea entre los distintos comportamientos humanos.
La Montaña Teatro dirigida por Jazz Martínez Gamboa durante todo enero y durante los primeros fines de semana de febrero ha puesto con éxito de público en la Sala Llauradó La señorita Julia con el título de Julia.
El 14 de marzo de 1889, a poco menos de un año de haberse escrito, se estrenó La señorita Julia luego de algunas maromas para evitar la censura. Eso fue en Copenhague en la sala de la Unión de Estudiantes Universitarios (¡Qué manera de sentir nostalgia cada vez que se alude al teatro universitario! ¿El nuestro en qué ha quedado?).
Ahora el montaje de La Montaña Teatro nos pone en escena el texto de Strindberg a través de una escritura escénica de gramática básica entre los distintos sistemas significantes de la puesta (luz, escenografía, música, actuación, etc.).
La señorita Julia en la Sala Llauradó cuenta con una escritura dramática equilibrada donde el lenguaje corporal, el gestual y la enunciación verbal no se trastornan.
El texto de Strindberg es rotundo. En este montaje tenemos que celebrar el respeto a ese texto y la discreta intervención que se produje en el montaje al incorporar una cautelosa contemporaneidad en el diseño de vestuario, utilización de la música, escenografía y objetos involucrados.
Y es que, en la contemporaneidad teatral -parafraseando a Edgar Morin, el gurú de la complejidad- lo posmoderno es una palabra problema no una solución.
Jazz Martínez Gamboa no ha significado a voluntad el trágico texto de Strindberg. La intelección de la poética indagatoria de este director ha tenido mesura y ha impuesto un límite entre las dos tremendas variables del teatro: el tiempo y el espacio.
Julia tiene un adecuado trayecto inferencial. Lo germinativo del texto de Strindberg ha tenido inducciones y deducciones sin arrebatos conceptuales que empedraran el camino hacia una “señorita Julia” que solo precisa, luego de más de un siglo de su estreno, un probado talento para llevarla a escena.
Por cierto, si la propuesta de La Montaña Teatro tiene una codificación sin excesivos volúmenes en el discurso escénico, si mantiene el equilibrio casi todo el tiempo dentro de la lógica de la razón logocéntrica de la obra, cuál es la razón para intervenir el título y llamarse Julia y no La señorita Julia. Sé que hay razones del corazón que la razón no entiende -creo que cito a Pascal.
En realidad, ni por más ni por menos, en ningún momento Julia deja de ser la “señorita”. “Julia” a secas le da espesor al personaje. La partitura icónica de la obra de Strindberg está signada por el adjetivo “señorita”. Precisamente en esta nominación es donde la pieza despliega la disputa de clases sociales y problematiza su recepción aun en esta tercera década del siglo XXI.
En cuanto a las actuaciones, la condición logocéntrica de la obra y del montaje de La Montaña Teatro precisa un equilibrio sostenido por variantes de intensidad y energía.
Lo logocéntrico tiene el riesgo actoral de la liminalidad entre la corporización y la encarnación. El personaje está prefigurado por la palabra y el componente gestual, sonoro, movimental no debe ilustrar la enunciación verbal.
El sonido corporizado, cuando la palabra se integra al cuerpo, en una puesta logocéntrica, puede hacer que las actuaciones corran el riesgo de desvanecerse en un accionar vacío donde el ritmo se haga letánico y la energética transcurra de manera formal.
Las actuaciones Juannalise Ricardo, Roberto Romero y Yordanka Ariosa, en los roles de señorita Julia, José y la criada Cristina, respectivamente, gozan de sensatez en la utilización de recursos y operaciones performáticas.
Al tratarse de un elenco joven es preciso considerar que estamos ante personajes que representan conductas, que generan y son objeto de acontecimientos demandantes de una madurez actoral que haga que el código expresivo trame significaciones conexas.
Juannalise Ricardo y Roberto Romero tienen la cualidad de no decaer, vapulean, sacuden sus personajes y, si en algunas ocasiones pueden alcanzar una velocidad uniforme que ralentiza las acciones escénicas, no obstante, saben estar siempre en el ruedo.
Yordanka Airosa sobresale, se empina en una serenidad cuyo pentagrama está en la tonalidad que logra imprimirle al personaje. Su imagen-acción no es ni múltiple ni gratuita. Esta actriz concentra no multiplica, no deja nada al azar porque no adorna. En el trocito de cocina desde donde hace su trabajo actoral traza senderos que se bifurcan en una contundente espiral de sentido escénico.
Julia es una puesta simple, modesta, logra sus fines estético-teatrales con la naturaleza de tres presencias escénicas que hay que aplaudir sin reservas.