De Las Entrañables Estaciones Martianas Pensadas Y Creadas Para Los Niños De Cuba
Por Vivian Martínez Tabares
Hace un año, el 3 de septiembre de 2018, el correo electrónico me trajo una cálida misiva de Rubén Darío Salazar, para invitarme a participar de esta fiesta por los 25 años del Teatro de Las Estaciones con un texto sobre la presencia de José Martí en los espectáculos del grupo, y me invadió el regocijo de ser elegida por un grupo que respeto y quiero, para compartir impresiones y juicios sobre su inagotable e irradiante quehacer artístico. Por eso, aunque mientras estas palabras se hagan voz por una admirada actriz, yo estaré en Montevideo participando del Festival Internacional de Artes Escénicas Uruguay 2019, no podía dejar de enviar mi contribución a la fiesta que hoy se celebra, animada por la divisa de “¡25 años de títeres para todos!”. Y aquí estoy.
Cuando Rubén Darío Salazar y Zenén Calero deciden llevar a escena el poema narrativo posiblemente más popular escrito por José Martí, y crean Los zapaticos de rosa, en 2007, ya el Teatro de Las Estaciones había alcanzado un sitio consolidado y cimero en las tablas cubanas, el mismo que lo hace referente indiscutible de la escena para niños y de figuras en la Isla –pasando por Hans Christian Andersen, Lorca, Prokofiev, Guillén y Norge Espinosa–.
Y siendo como son los artistas de este grupo, inquietos y universales en su alcance estético, es una prueba de madurez y rigor, no haberse atrevido con Martí y con una obra tan conocida, tan representada por los niños hasta tanto sentirse capaces de asumirla en sus esencias más profundas, para convertirla en un “poema dramático-musical para figuras, dos damas y dos caballeros” y ponerla en manos de distintas promociones de actores –y aunque han pasado otros por esos roles, quiero destacar a quienes vi en temporadas notables de estreno y reposición: Farah Madrigal, Freddy Maragoto, el novel Yerandy Basart y Migdalia Seguí, y luego por los más jóvenes María Isabel Medina, María Laura Germán, Iván García, y el actor invitado de El Mirón Cubano, Javier Martínez de Osaba–, idóneos en sus delicadas maneras, aprehendidas y orgánicamente incorporadas, para establecer un diálogo íntimo y fluido con los niños, en palabras y gestos que hablan de amor, de amistad, y que derrochan ternura, generosidad y de humanismo.
En arranque de audacia, el concepto visual de Rubén y Zenén opta por las muñecas como principal figura, las mismas que sueñan y manosean las niñas en sus juegos de roles ancestrales y que atesoran como piezas de adorno doméstico. Y al elegir un objeto tan común a la vida de la infancia, además de resemantizarlo para la escena como ídolo caro a la memoria impúber que se vuelve signo de belleza, están experimentando una escena objetual cercana a la vida que revaloriza y rescata un elemento sencillo para convertirlo en extraordinario. Predomina el blanco, tanto en el vestuario de época de los actores como en el de las muñecas, y el gesto y el movimiento siguen la pauta de los modos y actitudes del siglo XIX cubano.
Del juego al concepto, en hábil simbolismo, las muñecas y las cajas de los juguetes establecen un dialogo visual con la presencia figurativa de Martí, ese otro ícono cercano a los niños y niñas cubanos que aprehenden de tantísimos libros de lectura y del ambiente de las escuelas, aquí cercano y humanizado. En la conjunción de esos elementos, como siempre refulge la impecable labor artesanal de Zenén Calero, precisa hasta el más mínimo detalle, equilibrada en la paleta de colores y en las formas, en este caso en busca de un lirismo que emana de la inocencia y de las emociones más puras.
Al descrito empaste visual se suma el universo sonoro que resulta de las composiciones originales de Elvira Santiago, interpretadas por un grupo de cámara en el que las cuerdas y los vientos juegan en el aire y apelan a los sentidos y a los sentimientos. Y si eso fuera poco, la espléndida voz de Carlos Pérez Peña da respaldo conceptual y sentido a la palabra martiana, y la exquisita soprano Bárbara Llanes reemplaza con la melodía a la madre pobre, nunca visible, como un efectivo recurso de discreción y pudor, que estimula la imaginación de los espectadores. Ambos en contraste con el canto coral de la agrupación Astro Rey.
Los latidos de la vida, el impulso del juego, la risa y el retozo infantil, la naturaleza ardiente de la playa y la espuma marina, el goce de los sentidos en libertad, se componen ante nosotros invisibles a los ojos, pero indelebles para los corazones. Son un regalo inefable que se dislocará, contradictorio, cuando asomen con sutileza la enfermedad, la pobreza, el dolor, la oscuridad, la pena y hasta la muerte. El Teatro de Las Estaciones consigue una recreación sencilla pero feraz de la vida misma, cuando el orden de la sociedad es injusto y cruel, y cuando la bondad individual no basta para remediarlo.
En su momento reseñé este montaje, y vuelvo a citar los estallidos de la teatralidad en brillantes hallazgos, como cuando los actores caballeros desprenden el gran telón azul del fondo y lo agitan en proscenio como las olas del mar. Percibí la acción como un homenaje al maestro Roberto Blanco, con su acto similar en Yerma, de Lorca, allá por 1979, que los actores de Las Estaciones no alcanzaron a ver, pero sí su director, y también como una manera eficaz de representar la trama martiana para el presente. Y en la escena final, cuando los zapatos de Pilar guardados bajo el cristal se iluminan al centro, entre el revuelo de mariposas de un telón traslúcido en proscenio, es colofón insuperable al competir en emotividad con los compases finales, como conjunción insuperable del discurso.
¡Tamaña lección de pensamiento martiano, sin moralina ni didactismo puro, la que logran estos artistas, que nos sacuden el alma y nos reactivan el intelecto frente a los versos tantas veces leídos, escuchados y dichos, e instalados en la memoria sentimental del cubano! Nunca antes ni después las imágenes y metáforas de “Los zapaticos de rosa” volaron tan alto encarnados sobre las tablas ni penetraron tan hondo las huellas más o menos cercanas de la infancia, en un acto colectivo y catártico en el que la belleza triunfa sobre el dolor, para traducirse en sensaciones que traspasan la experiencia individual e inflaman los cuerpos en medio del fervor de los aplausos.
La segunda incursión martiana del Teatro de Las Estaciones se concretó, luego de un largo período de gestación, nueve años más parte, en 2016, con el estreno de Los dos príncipes. La puesta de Rubén Darío Salazar para actores y figuras recrea el poema homónimo de José Martí –basado en “El príncipe ha muerto” de la estadounidense Helen Hunt Jackson– y también contenido en La Edad de Oro, pero no se limita a una teatralización, sino que elige integrarlo a una fuente alternativa, el breve guion que sobre el poema de Martí escribiera en 1961 Pepe Carril, uno de los fundadores del Guiñol Nacional de Cuba, y que Rubén Darío Salazar salvó de un archivo,[1] y le encarga a la joven dramaturga y actriz María Laura Germán Aguiar emprender la tarea, sometiéndola al reto de varios estímulos. En su dramaturgia, la autora refiere imágenes literarias que evocan poemas martianos como “Los zapaticos de rosa”, o textos traducidos como “Los dos ruiseñores”, ya visitados por el grupo. Y ya en el trabajo escénico, el boceto de Carril es también estímulo y provocación para indagar en lenguajes y técnicas, como parte de las búsquedas expresivas del montaje.
El resultado es una trama que recorre en paralelo el nacimiento de dos niños, en cunas y medios diferentes, para confluir en la relación amistosa entre el heredero real y el pastorcillo del campo, a través de una fábula que culmina en la prematura muerte de ambos, atraviesa desigualdades sociales y comparte un principado de afectos y una infancia de juegos e ilusiones. Como novedad transgresora y sutil, apunta al elemento conflictivo de la diferencia, más allá de lo económico-social, en un ámbito personalísimo ligado a las posturas de género, al que dará continuidad en Retrato de un niño llamado Pablo.
Así, no se elude la complejidad de la vida ni de sus afectos, ni se edulcora el hecho de que la belleza y la injusticia puedan asociarse en determinados contextos, como el medieval, donde la crueldad y la barbarie acechaban la vida a cada paso, ni tampoco se descartan sus posibles alcances en el mundo contemporáneo. De ese modo los componentes de la tragedia y la presencia de la muerte pueden ser tan tangibles como los recursos del género romántico.
Zenén Calero incorpora el variado legado de la tradición titiritera universal y propone una visualidad ecléctica, con armonía y extremo rigor, en la cual trajes, peinados y todo lo que está en la escena exhibe un acabado insuperable en la forma y el color. El diseñador experimenta ajeno a cualquier ortodoxia, combina siluetas caladas para las escenas de sombras con figuras coloreadas para los pasajes a plena luz. Figuras rígidas inspiradas en la escena tailandesa se empastan con las articuladas del teatro chino, en busca de transitar, por medio de la forma, de la inocente alegría infantil al dolor del duelo. Como escribí antes, “La ilusión, el deslumbramiento por la belleza, vertebrados con la naturaleza de la acción dramática, siempre están presentes en el muestrario técnico: sombras luminosas en juegos de espejos, breves pasajes de luz negra, y otros hallazgos a partir de la fusión entre técnicas tradicionales y la explotación de recursos modernos de iluminación”.[2]
Desde la cercanía en los primeros planos nos cautivan dos retablos de mesa que reproducen con primorosa elaboración artesanal y exhaustivo empleo de efectos expresivos, en madera tallada y calada, los hogares de los niños: uno, de oro viejo y piedras preciosas, y el otro, compuesto por piedras del camino, paja seca y hojas. En un segundo plano y al centro, un túmulo sobre el que los actores construirán el lecho de muerte. Y más al fondo, coloridos vitrales. Un cuidado similar ostentan los trajes que, desde la forma, contribuyen también al discurso dramático caracterizador, pues distinguen las clases sociales al recrear los lujosos trajes de la nobleza, con brocados, perlas y cintas, en tonalidades doradas y azules, de los que visten los humildes pastores, en cuero, con semillas y fibra vegetal, en tonos ocres.
Dos equipos de actores, integrados por María Laura Germán, Yerandy Basart, Karen Sotolongo e Iván García, y María Isabel Medina, Carlos Carret, Elizabeth San Miguel y Yadiel Durán, dieron vida a estos seres, y supieron articular la manipulación precisa con la fluidez de gestos y movimientos, expresivos de la apropiación orgánica y en consonancia con la banda sonora, compleja y retadora para artistas y espectadores, al combinar piezas del Barroco: Scarlatti, Marcello, Ortiz, Vivaldi, Sanz, Telemann, Albinoni, Bruna, expresivas del afán de Rubén Darío Salazar por inducirnos a escuchar parte de la música que prefería Martí, habida lectura de sus notables crónicas.
Si la belleza de la escena no bastara, con Los dos príncipes el Teatro de Las Estaciones nos regaló dos espléndidas obras gráficas, el cartel y el programa de mano de Vicente Enríquez Landin y ThayD Martínez, que estoy segura que años después más de un niño conserva al alcance de su mirada.
Ambas puestas en escena, martianas, universales y cubanísimas, honran al Premio Villanueva de la Crítica y, en lo personal, me congratulo como curadora de la Temporada de Teatro Latinoamericano y Caribeño Mayo Teatral de haberlas promovido hacia nuevos públicos durante las ediciones de 2008 y 2016. Y como espectadora y crítica me siento feliz de ser coetánea de un grupo de artistas que, en cada acto de encuentro con el teatro, alimentan mi fe en la vida con sus creaciones de excelencia, por el ser humano y por el futuro. Gracias, felices 25 y que vengan más, pleno de impulso creador, imaginación y alegría.
[1] Ver Rubén Darío Salazar: “Dos niños en una sinfonía de trinos. Memoria de Los dos príncipes”, Conjunto n. 179, abr.-jun. 2016, pp. 27-30.
[2] Vivian Martínez Tabares: “Epifanías de la escena matancera”, http://www.lajiribilla.cu/epifanias-de-la-escena-matancera, 13 de febrero, 2016.