Danzar En Tiempos De Pandemia Y Esperanza
Por Javier Contreras Villaseñor*
A las y los médicos internacionalistas cubanos
Si pienso en el lugar de la danza en este actual período de expansión de una pandemia ―fenómeno natural, social y político que nos evidencia, y nos hace sentir, realmente como especie y que también desnuda radicalmente el carácter tanático de la lógica de acumulación a toda costa que rige la organización capitalista del sistema mundo―, lo primero que se me aparece es su profundidad erótica, su compromiso con el hervor potente de la vida, que podrían traducirse en un horizonte ético/político irrenunciable ―básico, esencial― para todas y todos.
Escribo lo anterior porque más allá, o más acá, de la metáfora ¿danzar no es una manifestación incendiaria de la vitalidad? No digo que la única, pero sí una de sus maneras contundentes. Alguna vez escribí que cuando nos movemos, el cuerpo nos sonríe y, de esta forma, nos confirma que la alegría es posible en esta vida, en esta tierra, en nuestras conmovedoras corporeidades finitas. Y por eso, quien danza no puede transigir con la resignación, con la aceptación sin más de lo dado, mucho menos con esa cantaleta que atraviesa los siglos diciéndonos que el mundo “es un valle de lágrimas”. Quien danza constata, en la densidad de su persona, la audacia melodiosa de lo que crece.
A esta experiencia de la vitalidad sonriente se suma el hecho poderoso de que danzamos arraigados en lo que nos danza, vale decir, bailamos desde la huella del tacto amoroso primero que nos sostuvo y sostiene (esa cortesía esencial de lo maternante, en la que el filósofo León Rozitchner fundamenta su “materialismo de la ensoñación”, que también se podría denominar “materialismo del afecto”). Tacto/afecto/sostén que es la voz compleja que nos canta en las historias, las luchas, los dolores, las derrotas, las promesas, las demandas, los consuelos de aquellos y aquellas con quienes somos “nosotros” (esas y esos con, para, ante, desde quienes ineludiblemente danzamos, poniendo el cuerpo y dando la cara ―acaso las primeras acciones éticas―). Nosotrocidad que los tojolabales mexicanos (como nos enseña Lenkersdorf) extienden a la naturaleza toda en una concepción que rima con la noción que Marx formula en los Manuscritos económico-filosóficos: la naturaleza es el cuerpo de la especie humana, nos constituye y la creamos, no estamos frente a ella, sino en ella y ella en nosotros, mutuamente haciéndonos, creándonos.
Y si pienso en todas estas características de la danza ―expresiones de la buena poiésis social humana, producidas en una buena historia larga, hechas cuerpo en personas singulares de carne y sangre que merecen respeto y posibilidad de compartida sonrisa―, no puedo dejar de indignarme (encabronarme, se diría en buen español mexicano) ante quienes han creado las condiciones idóneas para que la actual pandemia pueda dañar tan eficazmente. Lógica cruel de la tributación a la acumulación privada a toda costa: transformación de derechos humanos fundamentales en servicios que deben ser pagados (la salud, la educación, por ejemplo), precarización generalizada y despiadada de las condiciones laborales, cancelación en la práctica de la posibilidad del retiro y del derecho a una vejez digna, objetualización mercantil de los cuerpos, particularmente de las mujeres, agresión sostenida al medioambiente y un largo y conocido etcétera. El capitalismo es, en este momento, muchas cosas, pero sobre todo es agresión permanente a la dignidad y, ahora, a la capacidad de reproducción y sostenibilidad de la vida de los y las sujetos en carne. Y esto sí que no es metáfora.
Entonces, pienso que la danza es una de las expresiones de la humanidad que lucha desde el territorio de nuestra compartida condición primera: la corporeidad. Es memoria, presente y promesa de la felicidad y el respeto que nuestros cuerpos se merecen. Es intensidad de la vida singular y colectiva que no se resigna. La danza es alegría y desobediencia, movimiento: poiésis.
Si la pandemia actual desnuda las características profundamente tanáticas que la actual lógica política/social dominante del sistema mundo no puede trascender, la danza, como metáfora ―y como praxis performática corporal/política― de las múltiples y diversas acciones liberadoras colectivas, nos indica lo mínimo irrenunciable de donde partir para construir un mundo nuevo donde quepamos todos y todas: la dignidad y el derecho a la sonrisa del cuerpo que hacemos con los y las pares y con el mundo.
Dancemos, y si ahora es tiempo de responsable reclusión, y quizá de momentánea inmovilidad, que tras la piel y los párpados se sigan moviendo los deseos, las apuestas, las rabias, los mejores delirios, las buenas e irrenunciables causas, que nos siga habitando la bailadora esperanza.
* Profesor, coreógrafo, autor de poemarios, ensayos. Director del Centro de Investigación Coreográfica de México. Miembro de la Red Sudamericana de Danza.
Tomado de http://www.lajiribilla.cu/
En portada / El cruce sobre el Niágara, Acosta Danza / Foto: Buby Bode
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