A un siglo del surrealismo
Por Roberto Pérez León
“… más importante que la obra de arte en sí, es su efecto. El arte puede perderse, un cuadro puede destruirse. Lo que cuenta es la simiente”.
Joan Miró
Las 21 páginas del manuscrito del Primer Manifiesto Surrealista, firmado en París por André Breton el 23 de octubre de 1924, reivindican toda expresión artística que se produzca al margen de la razón. El documento definió de manera definitiva, «de una vez y para siempre», la palabra surrealismo (sobre o por encima del realismo).
Aunque hay que recordar que el término surrealismo fue acuñado en 1917 por Guillaume Apollinaire:
Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.
Algunos ven en el surrealismo una cómoda puerta por donde todo lo que se les ocurra pasa. Sin tener plena conciencia de lo que fue (aún es) ese movimiento, se parapetan en él de manera «automática», «inconsciente» al son del arrebato de los pregones surreales.
Así, cada cual reputa sus ocurrencias artístico-escénicas. Si hoy le sumamos las omnipresencias de los derivados formales y conceptuales de los «post» se produce un montaje de escuadrones de ingeniosidades que no por romper con la lógica causal alcanzan fuerza y atracción. Las conjunciones de los signos empleados en escena batallan por provocar una reflexión crítica de las realidades (sobre o por encima).
Y aparece en escena un pasmo inopinado. Se pretende generar una experiencia estética enmarañada entre diferentes estilos, materiales, técnicas que pujan por una presentación de la nada de realidades y de conflictos laberínticamente deliberados. Se hace evidente la densidad del exceso diegético pese a la resistencia narrativa.
Ciertamente las experiencias de vida modelan las perspectivas personales, los estados emocionales. Las ocurrencias son individuales, tienen calibre subjetivo más allá de cualquier fundamento teórico y filosófico específico.
Las ocurrencias, como visiones únicas del creador, en las narrativas escénicas representan un recurso de autorreconocimiento e incluso de autodescubrimiento. Ahora bien, la motivación y el propósito de las ocurrencias deben surgir de la exploración de las vivencias y consolidarse el «acto de resistencia» dador de la obra como conjunto multilineal de fuerzas, subjetivación, ruptura, entrecruzamientos, derivaciones de transformación no a través de asociaciones arbitrarias desde la estética de una composición escénica desorganizada, sino desde la heurística de la necesidad de materialización del subconsciente que tanto alentaba los surrealistas primigenios.
Si hiciéramos un entrelazamiento entre la escritura automática promulgada por Bretón con la escritura y composición escénica, dejándonos llevar por nuestros más profundos instintos, pudieran desatarse divagaciones e introspecciones nada fáciles para el espectador.
Los escritores surrealistas, de acuerdo a Bretón, juntaban palabras aleatoriamente y surgían textos con difícil nivel de reconocimiento.
La escritura automática sobrepasa el ángulo artístico literario. Ha sido objeto de estudio de la filosofía, la neurología, la psiquiatría, el esoterismo, la sicología, el ocultismo, etc.
Gérad Legran llegó al meollo de la escritura automática al considerar el punto muerto que la sostiene y a la vez donde acaba: «pero no en el sentido de un muro, sino un punto muerto que da sobre un inmenso descampado en el que la misma cosa se reproduce una y otra vez».
Por otra parte tenemos a Aragón cuando declara:
Si escribes según un método surrealista tristes imbecilidades, son tristes imbecilidades. Sin excusas. Y sobre todo si perteneces a esa lamentable especie de particulares que ignoran el sentido de las palabras, es probable que la práctica del surrealismo no saque a la luz más que esa crasa ignorancia.
La escritura escénica gestionada estéticamente desde el collage según la fórmula de Lautréamont: «el encuentro fortuito en una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas» puede ser insustancial si relaciona el no formalismo escénico y la efervescencia del sugerir y sugestionar desde lo ilimitado del deseo y las pulsiones sin considerables reflexiones.
La defensa a ultranza de dejarse llevar por los más hondos instintos hizo que Breton descalificara Rimbaud, Sade, Baudelaire, Poe. Se equivocó.
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