A 130 AÑOS DEL ALHAMBRA (I)

Por Roberto Pérez León

En la esquina de Consulado y Virtudes estuvo el teatro Alhambra hace ya 130 años, este 13 de septiembre los cumplió, y eso no es cosa que se pueda pasar por alto.

A la cuadra de la calle Consulado, entre Neptuno y Virtudes, le han pasado carretas y carretones. No queda ni sombra del Alhambra. Entonces nos lamentamos, hablamos de desidia,  de indiferencia, dejadez; al menos hay una generación que solo conoce de referencias lo que fue aquella esquina.

Los jóvenes creadores en las artes escénicas se angustian, no porque no esté el Alhambra, sino porque saben de oídas que ahí, donde está el fantasma del Alhambra, radicó también el Teatro Musical de La Habana (TMH), borrado de la faz de la escena cubana; y entonces todos, los que disfrutamos del TMH y los que solo saben de él por el cuento que les hacemos, nos quejamos. ¿Pero cómo es posible que se haya abandonado esa esquina tan historiada?

Ciertamente carecemos de un teatro musical, nadie mejor que nosotros para ostentar tal manifestación escénica como lo hacemos con la danza contemporánea, la folclórica o el ballet.

Y por qué los creadores jóvenes no hacen una cruzada para hacer teatro musical, no el que perdimos, sino el que debe haber en este siglo XXI, con las soberanas pistas del ciberespacio en función de la estética escénica.

Claro, un  teatro musical obliga a una dedicación casi monacal por el rigor profesional que demanda. No conozco ningún proyecto que tenga como propuesta al teatro musical; nos reducimos a crear grupos para el turisteo, la pachanga y que se mueva la batea para que vean cómo se menea, aludo a la canción La batea de Tony Taño uno de los magníficos músicos que tuvo el otrora TMH. A veces montamos obras que quieren estar entre lo musical, lo bufo, lo alhambresco y sale un criatura monstruosa, chabacana y superficial.

Pero de esto no voy a ocuparme ahora porque cuando del Alhambra se trata tenemos que empezar por donde hay que empezar y no lamentándonos por la pérdida del TMH. No obstante, sobre el espíritu del Alhambra siempre sale el fantasma del TMH y se arma el tejemaneje por los cuatro costados. Pero nadie hace nada. La Academia y la producción de saberes si acaso rememoran y tímidamente invocan; la burocracia cultural no se pronuncia o tal vez mira para otro lado.

Siguen y siguen proponiéndose y aceptando proyectos…, pues que aparezca uno con savia de teatro musical y veremos por dónde le entra el agua al coco.

Decía que el 13 de septiembre debe ser recordado en las artes escénicas cubanas porque en esta fecha empezó el género alhambresco que aún impregna, para bien o para mal, el quehacer teatral.

El Alhambra tuvo unos inicios muy tribulados. Todo fue idea de José Ross, un emigrado catalán, emprendedor pero muy entretenido para los negocios: compró la esquina de Consulado y Virtudes para montar una herrería y en el espacio sobrante intentó un gimnasio, una pista de patinaje, hasta que se le ocurrió armar un teatro con aspiraciones madrileñas para poner obras del llamado género chico. Pero aquello no llegó a nada ni legó nada al bisoño teatro nacional. Es que la competencia era fuerte en La Habana de finales del siglo XIX en medio del fervor del teatro bufo.

Durante unos diez años, la esquina de Consulado y Virtudes solo fue un casucho, un trasto en medio de la ciudad que se ufanaba ya de significativos emporios arquitectónicos.

A partir de noviembre de 1900 hubo nuevos empresarios y empezó un teatro en consonancia con la atmósfera habanera de entonces. Con el aliento del bufo cubano queda atrás el cáncamo teatral de José Ross.

Aparece, llegado del foco del Martí, Federico Villoch, acompañado de una tropa de expertos entre los que estaban los hermanos René y José López, el escenógrafo Miguel Arias, entre otros.

De Regino López, Rine Leal destaca que fue “el actor más popular” de su tiempo, que su capacidad enorme para interpretar cualquier tipo, excepto el negrito, como director fue disciplinado y exigente.

Así es que la verdadera historia del Alhambra no empieza en 1890, sino en 1900. Regino López cogió las riendas de la empresa y aquello subió como la espuma por casi 35 años. Podemos decir que ha sido la temporada teatral más sostenida de nuestra historia. En el Alhambra siempre se hizo de punta a cabo lo mismo, con ligeras variaciones mantenidas por el mismo tono, y eso cuajó en el llamado género alhambresco.

Tres tandas diarias de sainetes costumbristas, de solar, revistas de variedades con lo que fuera y cuanto se le podía ocurrir a los libretistas atentos al transcurrir de lo cotidiano convertido en choteo, relajo, parodia, alusiones políticas y todo montado en la estampa del suculento ingrediente de muchas coristas desbordadas de sensualidades invitantes.

Había que trabajar sin descanso para llenar las tres tandas diarias: la primera a las ocho de la noche para la gente trabajadora y casera; la segunda sobre las nueve y media que era donde se ponían los estrenos; y, la tercera para los bohemios y noctámbulos que empezaba a las once de la noche y era donde estaba el plato fuerte; además, los domingo había matinée para público exclusivo.

Quien no actuaba en el Alhambra estaba fuera de la órbita, era como decir hoy que no existes, si no apareces en la tele o no tienes canal de YouTube.

Federico Villoch (1868-1954), el “Lope criollo”, escribió cientos de obras, sabía escoger el pollo del arroz con pollo y ponerle la salsita adecuada. Sin embargo, no deja de ser curioso que el género alhambresco, al que tanto contribuyó a crear, no forme parte verdaderamente documentada de nuestra literatura dramática.

El recurso escénico fundamental era el diálogo, los actores reconstruían ingeniosamente la expresión callejera a pura acción: cantantes, bailadores, pregoneros, dicharacheros con ímpetus desbordantes, hacían parodias, chistes picantes y todo sobre una irrevocable e imprescindible plataforma musical.

La música era el encadenamiento escénico, hacía que la trama avanzara. Por supuesto, no podía faltar la espontánea coreografía armada entre gestualidades sandungueras por encima del nivel que tocaba, el doble sentido para agregar incógnita polisémica solo entendible cuando había sincronía y complicidad entre público y escena.

Esos recursos escénicos estaban en función de un discurso estructurado en cuadros que de haberlos visto Aristóteles, hubiera muerto de un infarto al darse cuenta que su fórmula dramática era ripiada y diluida por una música que hacía de la puesta un suceso de fácil resolución; al  desenlace del banal nudo dramático, el arrebato musical lo convertía en una situación irresistiblemente simpática, de acuerdo a la sensibilidad de la época, y sanseacabó.

Sí, la música lo resolvía todo. Sin música no había Alhambra. Es que la música ha sido un fundamento nutriente desde el bufo. Tal vez por eso en el inconsciente colectivo de los teatreros late la reminiscencia por lo musical, y la pérdida del TMH ha sido tan traumática para muchos. No obstante, en el repertorio de nuestros grupos veo pocas obras que pongan la música como un movilizante sistema significante. Y ni hablar de lo musical como código vertebral de la atmósfera y acción escénica.

Bueno, el caso fue que el Alhambra alcanzó tal magnitud que la incipiente empresa disquera no dejó de aprovechar la oportunidad y en placas fonográficas empezó a grabar el sonido de las representaciones del Alhambra. Sin duda fue uno de los inicios más descollantes de nuestra producción disquera.

La ostentación del género alhambresco tuvo en el disco una presencia definitiva, resultó algo muy novedoso dentro del convivio teatral, pues por medio del portador fonográfico uno podía llevarse el Alhambra para la casa.

El teatro vernáculo no es, únicamente, lo doméstico en escena, sino lo que se orienta hacia lo más autóctono; de sobreabundancia alcanza no lo local sino lo patrio; es contenedor de una gradación ideoestética que crea una atinada magnitud sociocultural intrincada de referentes al apropiarse de cualidades foráneas.

A veces, porque el pasado es fuente de querencias y herencias, se nos antoja asumir el vernáculo y al sobre adjetivarlo no logramos reutilizar el pasado ni parodiar el presente, destartalamos la sombrilla del criollismo con chistes soeces y las payasadas de la estulticia.

Bueno, eso también es herencia,  no podemos pasar por alto el repertorio del Alhambra con sus facilismos desidiologizantes que solo ventilaban el relajo y la risotada populachera. Pero tenemos que aceptar que el género alhambresco tiene que ver con nuestra naturaleza emocional y gestual.

Deberíamos poner más atención no solo desde el punto de vista formal y estético sino desde la producción de sentido, desde el ideograma que fueron aquellas obras que en las tres primeras décadas del siglo pasado constituyeron parte medular de la expresión popular.

En 1925, el líder estudiantil Julio Antonio Mella llamó la atención sobre las propuestas del Alhambra al considerar que «afirmaron la otra imagen populachera y divertida del cubano socavando los pilares morales del pueblo”. Además, Mella fue contundente al decir:

«Creemos tan útil la política como las representaciones del Alhambra; ambas cosas sirven para divertir al pueblo de Cuba, y para corromperlo.”

En consonancia con Mella, Rine Leal también fue categórico:

Los primeros años del teatro cubano en la república de 1902 estuvieron marcados por el predominio absoluto del género alhambresco […] y un descenso vertiginoso hacia la banalidad, el entretenimiento ligero y hasta la pornografía o sicalipsis, como se le llamaba pudorosamente en la prensa. […] Es indudable que nuestra escena alcanza su nivel más bajo de calidad y moralidad.

Los 35 años del Alhambra han dado mucha tela por donde cortar, como jeroglífico ideológico están esos años en los pilares del teatro nacional.

En 1931, Alejo Carpentier declara:

Tenemos en La Habana un teatro que me cuidaré de considerar despectivamente: Alhambra. Con todos sus defectos y vulgaridades -verdaderas o supuestas- que se quiera atribuirle, este teatro constituye un admirable refugio del criollismo (…)  Es uno de los pocos lugares habaneros en que se podía oír todavía, antes de mi partida a Europa, danzones ejecutados, según las mejores tradiciones (al comenzar la primera tanda, generalmente), es uno de los pocos sitios en que se mueven sabrosos personajes-símbolos de la vida criolla…

Sí, el género alhambresco fue un “refugio de criollismo”, pero no sólo el criollismo se nutrió de él ni solo él ha nutrido al criollismo.