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Amores fecundos: los espacios del conocimiento y la imaginación

En la historia del arte y del teatro, la investigación proporciona el desarrollo, la evolución indispensable, propia de la creación artística.
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La emboscada, del Grupo Teatro Escambray. A la izquierda, Fernando Hechavarría, a la derecha, Pedro Rentería. Primer Festival de Teatro de La Habana 1980. Foto Félix Reyes.

Por Esther Suárez Durán

Una breve historia de vida

Unos meses previos a la graduación de mi curso universitario todo fue pura agitación, no solo por la puesta a punto de los trabajos de diploma y la organización de sus defensas, sino, y, sobre todo, por la futura ubicación laboral. Lo que tiene algún sentido para la historia que a continuación desarrollaré es la oferta que, gentilmente, recibí del Rector en esos días.

Mis resultados académicos le habían permitido firmar mi dispensa para laborar en un organismo central del Estado a pesar de que, en un breve tiempo, sería apenas una recién graduada; no obstante, realizó un  último intento y me hizo saber que le complacería si optaba por quedarme como docente en la alta casa de estudios. Por supuesto, la alternativa no era nueva para mí, por lo tanto, a pesar de mi impulsividad y mi pasión por lo desconocido, me había obligado a valorarla.

Recuerdo la conversación: tras el agradecimiento pertinente, expresé –lo que era cierto— que me cautivaba la docencia y que, si la Universidad me lo permitía, regresaría más adelante, que me diera la oportunidad de hacerlo cuando tuviera algún saber propio para compartir con quienes fueran entonces mis estudiantes, algo nuevo elaborado sobre la base de la experiencia personal en mi contacto con el mundo que nos esperaba afuera.

El 11 de septiembre de 1968 comencé mi vida laboral en el Ministerio de Cultura de la República de Cuba, lo hice desde la especialidad de la cual me había graduado en julio de ese año en la Universidad de La Habana, la Licenciatura en Sociología. Integré en ese entonces en el breve Departamento Metodológico de la Dirección de Teatro y Danza que, poco después, cambiaría su nombre por Departamento Técnico-Artístico y la plaza que yo ocupaba se denominaría Especialista en Política Cultural.

Mi vocación por la investigación y la preparación para desarrollarla que brindaban mis estudios de pregrado, más la solicitud realizada desde este Ministerio a la Universidad, que resaltaba la necesidad de contar con jóvenes profesionales de la especialidad, y una serie de circunstancias que no viene al caso citar definieron que, tras unas semanas de espera, entrara en contacto con uno de los exponentes del movimiento o tendencia escénica llamado Teatro Nuevo que radicaba en la capital, me refiero al Grupo de Teatro Cubana de Acero, que tenía su sede en la industria del mismo nombre, ubicada en el municipio Diez de Octubre.

Era la época de auge del referido movimiento y, antes de ese septiembre, había leído toda la literatura existente sobre el tema hasta aquel instante. En 1975, había visto actuar a dos de sus colectivos integrantes en el Panorama de Teatro que se desarrolló por varios días en el Teatro Mella de la capital; sin embargo, me faltaba lo esencial: conocer su praxis. En breve me presenté ante el dramaturgo y director Albio Paz, Director General de la agrupación, de quien guardo memorables recuerdos, y comenzó mi relación profesional con los miembros de la institución teatral.

Además de participar en los procesos de trabajo de las obras, que incluían sus presentaciones, recuerdo que diseñé y apliqué una pesquisa muy general sobre las condiciones de trabajo en la fábrica y las relaciones de los trabajadores con el grupo teatral. El diseño incluía entre sus técnicas de recolección de información el estudio de documentos, la observación participante y algunas entrevistas, pero lo más importante de la experiencia consistió en mi introducción en aquel colectivo artístico y en mi acompañamiento de su trabajo creador.

Esta temporada en Cubana de Acero coincidió con la intervención de Santiago García, fundador, Director General y Artístico del reconocido grupo colombiano La Candelaria, en el montaje de Huelga, de Albio Paz. El objetivo era compartir con los colegas del patio uno de los métodos de trabajo de La Candelaria, en este caso el examen del texto y la propuesta de su espectáculo se hizo mediante el proceso de analogías-homologías. Se trabajaba a toda hora, incluyendo jornadas nocturnas. El estreno se realizó de noche, en uno de los talleres de la fábrica. Sobra decir que constituyó una experiencia de lujo.

Con posterioridad, conocería también, desde su interior, el funcionamiento y la labor de creación del Teatro Juvenil Pinos Nuevos, en la Isla de la Juventud que, en aquella etapa dirigía Iván Pérez Carrión. Participaría en ensayos y funciones del Teatro de Participación Popular, fundado y dirigido por Herminia Sánchez y Manolo Terraza, visitaría en varias ocasiones la sede del Teatro Escambray, en La Macagua, en las montañas del Escambray, fundado y dirigido por Sergio Corrieri con la inseparable Gilda Hernández, y al Cabildo Teatral Santiago, en Santiago de Cuba, al frente del cual estaba Ramiro Herrero, siempre en diálogo polémico y fecundo con su excelente asesor, el inolvidable Joel James.

Cada agrupación tenía un perfil distinto pero, para todas, la investigación artística y, en particular, la investigación sociocultural de sus contextos eran parte indisoluble de su quehacer. Por mi parte, yo era una amante del Teatro desde la infancia, había integrado grupos de aficionados, era una espectadora entusiasta a la par que una cinéfila y, de modo autodidacta, había estudiado los textos clásicos sobre el arte teatral que existían en el país, tanto los publicados por nuestras casas editoriales desde los años sesenta como aquellos otros provenientes de editoriales argentinas y mexicanas. Pienso que todo esto colaboró y, aunque yo era una profesional muy joven, absolutamente desconocida fuera de los predios universitarios e inexperta, no resultó difícil el acercamiento a estos artistas y la integración a sus faenas. Posteriormente, en el caso del Teatro Juvenil Pinos Nuevos, me aportó mucho, mi participación plena en los procesos de creación.

Mis estancias en La Sacra, sede de Pinos Nuevos, coincidieron con algunas estadías de  Gilda Hernández (Tota), Sub-directora del Escambray  y mentora de esta joven agrupación y, poco después, con la presencia de Isabel Herrera y Alberto Panelo (“Los Panelos”, les llamábamos los cubanos) y su montaje de la obra El compás de madera, del talentoso Francisco Fonseca, con el colectivo. Cualquier sesión de diálogo con Gilda resultaba una clase magistral, incluso las que se producían durante la madrugada, mientras en la añeja cocina de La Sacra ella se las arreglaba para hornear alguna panetela que nos alegrara el desayuno.

Por otra parte, el proceso inteligente y riguroso de análisis y montaje de El compás de madera me mostró los presupuestos brechtianos en acción. También, los intercambios personales con Isabel y Alberto resultaron jornadas de aprendizaje acerca del teatro en la Cuba de los sesenta como del teatro latinoamericano y europeo contemporáneo. En todos los casos estaban presentes la entrega absoluta al trabajo, el ordenamiento preciso de cada sesión, el rigor y la pasión irrefrenable por el Teatro.

Poco después, sobre el año ochenta, asesoraría un proceso de investigación del colectivo con grupos de estudiantes de las Escuelas en el Campo que poblaban la Isla en aquella etapa. Transcurría uno de los períodos más difíciles en cuanto a las condiciones de vida del grupo que, para colmo, se hallaba acéfalo, sin Director General, pero ello no paralizó ni lastimó el trabajo artístico. Sobre la base de la información obtenida en el estudio, tres de sus miembros produjeron los respectivos textos dramáticos, se seleccionó el que pareció más atractivo  y cercano a los propósitos de la institución (una peculiar puesta en contexto de Romeo y Julieta), se sometió a taller, a asesorías de expertos en otras disciplinas de las Humanidades y, en ese tránsito, su autor y probable director, José González, me solicitó que me uniera a él en la elaboración artística del futuro espectáculo y realizáramos una codirección. Así sucedió. Trabajamos a cuatro manos todo el proceso y los resultados que todos conseguimos fueron inmejorables. Tuvimos un buen estreno en el Teatro Victoria, de Nueva Gerona, en 1981 y, más adelante, Proyecto de amor fue elegido para participar en la primera edición del Festival de Teatro de Camagüey donde se alzó con la mayoría de los premios por categorías  y con el reconocimiento definitivo del Tinajón Camagüeyano, otorgados por un jurado integrado por Marta Valdés, Jesús Gregorio Fernández, Elio Martín, Pedro Castro, entre otros artistas de renombre.

Entre 1982 y 1983 la Escuela Nacional de Instructores de Arte convocó un Curso Emergente de Instructores de Teatro y me contrató como profesora a cargo de la asignatura de Metodología de Investigación, que desde 1981 impartía en la Facultad de Arte Teatral del ISA convocada por el Maestro Rine Leal, tras preparar, a instancias de él, el programa de la materia. Desarrollé el primer semestre de clases en la ENIA y para el segundo estaba previsto el desarrollo de una práctica de investigación y la creación de un posible texto dramático o, al menos, de las bases de un programa para un futuro espectáculo. Los estudiantes llevaron a cabo el proceso de investigación –sobre la relación de los alumnos de la enseñanza media con la lectura— con notable entusiasmo; discutimos y reflexionamos acerca de los resultados y, al no aparecer ningún texto teatral sobre el particular producido por ellos, me descubrí escribiendo de un tirón Asesinato en la Playita de 16. Tal vez hubiera parecido suficiente, pero ellos querían más.

Fuera de cátedra y de horario docente, la nocturnidad y el espacio prestado de la oficina de la Guardia Obrera del ICAIC, en El Vedado, completó el carácter clandestino de nuestro proceso de laboreo escénico sobre el texto, dando lugar al espectáculo que fue estrenado meses más tarde en la sala El Sótano, con la complicidad y generosidad de los colegas de la compañía profesional, a teatro abarrotado y voces del cuerpo de bomberos desalojando personas sentadas en los pasillos del lunetario y amontonadas en las puertas de acceso a la sala. Mis inefables colegas estudiantes eran, nada menos y nada más, que Víctor Varela, Rolando Tarajano, Alcibíades Zaldívar, Susana Tejera, Rubén Pérez, Marisol Rodríguez, Miriam Rodríguez, Raquel Solórzano y José Martín, junto al invaluable Carlos Veguilla en el diseño del espectáculo.

Realizo esta personal historia de vida sobre aquellos años germinales porque acaso resulte útil  el recorrido para comprender lo que sucederá más tarde. Esta constituyó mi puerta de entrada al interior de la praxis teatral cubana de fines de los setenta e inicios de los ochenta.

El saber teatral

Como se aprecia, hasta aquí la investigación de carácter sociológico fue el punto de acceso en todas las ocasiones. Luego ella y circunstancias específicas en cada caso me pusieron en condiciones de participar en la conducción de espectáculos teatrales y de escribir textos para el teatro; es decir, me colocaron en el camino de la creación y la investigación artística.

Por ahora me he referido a un sector del panorama teatral: los grupos que, en aquel entonces, se caracterizaban por partir de la investigación sociocultural para la elaboración de sus espectáculos. Pero, residiendo en la capital, y estimulada, además, por mis obligaciones laborales continuaba asistiendo a las representaciones teatrales de todo tipo como había hecho desde la adolescencia. Sin embargo, en 1979 tuve una oportunidad única, un privilegio: asistí al proceso completo de creación de la puesta en escena de Bodas de sangre, gracias a la gentileza y la generosidad de esa leyenda del teatro cubano que es la actriz, diseñadora y directora Berta Martínez, así como del resto de los miembros de Teatro Estudio que la acompañaron en aquella aventura. Recuerdo en particular a Hilda Oates, Adolfo Llauradó, Isabel Moreno, Nancy Rodríguez, Pancho García, Amada Morado, Saskia Cruz, Estela Padrón, Victor Gotti.

En los predios de La Casona de Línea, donde hoy se levantan los camerinos de la Sala Llauradó, estaba situada la cochera de la mansión, es decir el lugar dispuesto para guardar  los medios de transporte de la familia que había sido dueña de la propiedad. Allí se desarrolló la mayor parte del montaje de Bodas de sangre, como luego sería realizado el correspondiente a Macbeth, el cual también tuve la oportunidad de seguir.

Berta era una maestra en activo, una enseñante, le encantaba explicar lo que iba haciendo, el porqué de cada solicitud o indicación que daba a cualquier miembro de su equipo de trabajo. A veces la explicación se remontaba mucho más atrás, al origen,  y recibíamos, entonces, una lección de historia que podía ser teatral, o arquitectónica, o del traje, del abanico, o económica, o sobre las costumbres de las clases sociales de una época en una región determinada. Su saber parecía no tener límites y necesitaba, además, compartirlo. El secreto de su cátedra ambulante, ininterrumpida y cotidiana radicaba en que, mediante la expresión en voz alta de las ideas, el conocimiento se desplegaba, aparecían nuevas luces, asociaciones, argumentos. Yo no podía menos que pensar en Grecia y sus filósofos.

De modo parecido, más tarde, asistí a montajes y ensayos de otros directores: Jesús Gregorio,  Flora Lauten durante sus primeros años de docencia en el ISA, Pepe Santos, Vicente Revuelta, Abelardo Estorino y el interesante proceso de Morir del cuento, Armando Morales, Raúl Guerra, José Milián, Roberto Fernández, entre otros artistas. Pronto comprendí el enorme caudal de conocimiento que guardaba la praxis: cada fase del proceso de trabajo, lo mismo el trabajo de mesa que el análisis activo, las improvisaciones, el montaje, los ensayos, la labor  del director con los diseñadores, con los músicos, el trabajo de cada especialidad del diseño escénico, el saber hacer de un buen tramoyista, la importancia de la organización minuciosa del utilero, la influencia de un buen productor en la calidad de toda la faena, el descanso que supone para directores y equipos de creación un asistente de dirección de excelencia. Desde entonces, me fascina asistir a los procesos de trabajo, en particular a los primeros ensayos. Todo el saber teatral está allí. No existe biblioteca que los supere.

En los estudios de campo que he hecho dentro del teatro –prefiero llamarles estudios antes que investigaciones—, siempre he contado con la colaboración y el interés de los artistas y técnicos que han formado parte de sus muestras. Pero, una vez un colega llamó mi atención cuando me dijo que eso que yo tomaba por natural, por un comportamiento común, no resultaba siempre así. Lo comprendí en el momento en que una compañera de la zona administrativa del sistema me preguntó, en franco tono de broma, si yo me había graduado en la universidad de Alejandría.  Cuando entablamos el diálogo estaba claro que, al menos para ella, desde su experiencia con artistas y científicos sociales, yo  –y cito la frase—“me movía distinto”, es decir, yo trabajaba desde otra perspectiva.

Más allá de los audaces criterios del sociólogo norteamericano Robert Nisbet (1913-1996)[i], quien declara en uno de sus artículos que la Sociología es como una forma de arte (un bellísimo pensamiento, igualmente válido para la Física y la Matemática), aquellos eran tiempos donde aún existía una brecha entre el campo social de la ciencia y el de la producción artística. Históricamente primaba en el pensamiento colectivo un cierto misticismo con respecto al acto creador en el arte acompañado de severos prejuicios contra cualquier acción que, simplemente, pretendiera analizarlo o explicarlo.

En el caso cubano, se sumaban  elementos de orden histórico-político, en particular  existía una aprensión contra las ciencias sociales, vinculadas estrechamente con la filosofía marxista, a la fecha un marxismo generalmente de corte estalinista, pues atrás quedaban los tiempos extremadamente creadores y originales de la revista Pensamiento Crítico y la labor del Departamento de Filosofía de la Universidad de La Habana[ii]; para colmo, apenas un breve período nos separaba del cierre oficial de la llamada “parametración artística” que tanto daño había causado en el cuerpo de las artes escénicas.[iii]

Si algo me ayudó en la interrelación con los artistas a través de mi quehacer científico fue, en primer lugar, el paulatino conocimiento del universo de estudio y la comprensión de que era preciso privilegiar la utilización de una perspectiva cualitativa en su análisis. Luego contribuyó mi inserción en la propia creación artística y, en tercer lugar, el mantenimiento de un pensamiento abierto al examen del devenir de la vida, a las teorizaciones  contemporáneas, en lucha contra cualquier  dogma o postura rígida y esquemática.

Por supuesto, no hay que olvidar que las épocas posteriores colocaron a la ciencia y su praxis en mejores lugares a nivel del imaginario social. Para las artes escénicas, particularmente, se crearon los estudios superiores en las expresiones del Teatro y la Danza, junto al sistema de diplomados, estudios de postgrado, maestrías y doctorados. En el momento en que escribo estas líneas, el discurso político nacional ha vuelto a situar en lugares protagónicos el desarrollo científico-técnico de la sociedad.

 No obstante, la práctica más cercana del instante presente me sigue recordando la necesidad de un acercamiento sensible y cuidadoso en el momento de hacer ciencia en el arte.

La palabra dada

Entre todos mis ejercicios como docente, específicamente el período en que me desempeñé como profesora en el Departamento de Sociología de la Facultad de Historia, Filosofía y Sociología de la Universidad de La Habana, a cargo de la asignatura de Sociología de la Cultura, me obligó a teorizar sobre mi propia experiencia de investigación de campo para volver lo más eficaces posibles mis intercambios con los estudiantes, para trasmitir, como le había prometido antes al Rector, un saber propio: el de mi personal experiencia.

Desde esa perspectiva puedo afirmar que la primera condición, la que resulta imprescindible para siquiera esbozar un proyecto de investigación mediocre, es el conocimiento del objeto de estudio por parte del investigador. Cuando mis estudiantes de Sociología se planteaban investigaciones en el campo de las artes visuales, o de la literatura, el cine o el teatro mismo se hallaban literalmente ciegos –tal vez deslumbrados y por tal razón incapaces de ver—  si no conocían ya, lo mejor posible, a sus eventuales objetos.

Ahora, solo es posible conocer desde la humildad. Así que, acercarse humildemente al objeto sería la segunda condición.

El conocimiento que se acumule acerca del objeto requiere ser el más vasto posible, tiene, por fuerza, que incluir los estudios precedentes que han desarrollado otros investigadores, puesto que no se trata de “descubrir el agua tibia”, sino de superar lo que ya se sabe, de ir un tanto más allá. Una vez situados en este punto, estamos en condiciones de definir qué tópico, cuál arista es la que exactamente se encuentra necesitada de examen.

Este conocimiento logrado nos coloca en la mejor posición posible para, desde nuestra otredad, nuestra “ajenidad”, nuestro cierto carácter de forastero, poder dialogar, resultar aceptados en esta nueva comunidad en la que es fundamental insertarse, puesto que en ella se hayan los sujetos de nuestra investigación. Nada desalienta más el diálogo que descubrir que uno se halla ante un neófito o, peor, un completo ignorante.

La ciencia tiene una vocación social, sobre todo la ciencia que se desarrolla en sociedades como la nuestra. No responde a fines comerciales, de lucro, tampoco a caprichos individuales sin trascendencia; el problema de investigación, sus objetivos y los resultados que se obtendrán han de contener una importancia social. Este tema es zona llena de relatividades en la actividad científica que tiene ante sí los vastos e incontables objetos y temas que se plantean a diario ante nosotros. ¿Es prioritario estudiar la trayectoria, obra, resultados, trascendencia de una figura artística particular o tal prioridad la discute la definición de los valores de las variables que han de alcanzar las agrupaciones artísticas existentes para proseguir mereciendo subvención estatal y programación en los circuitos profesionales? ¿Resulta lícito dedicar los exiguos recursos  (entre ellos el tiempo) a estudiar un fenómeno de la primera mitad del siglo XX o decidimos por un evento relativamente nuevo que parece ser la más icónica expresión del presente? ¿Qué es exactamente el presente, para quiénes, cuándo termina, podemos extraer conclusiones de él sin tomar prevenciones?

¿Ha sido adecuadamente estudiado eso que alguien llama “el pasado” o  aún resulta una asignatura pendiente? ¿No surgen de continuo perspectivas que nos proporcionan lecturas diferentes  de algo que considerábamos ya examinado? ¿Podemos responder las preguntas a un supuesto presente sin conocer los procesos que propiciaron su conformación y naturaleza?

Por supuesto, la actividad científica se realiza institucionalmente. La institución requiere poseer un oportuno conocimiento –podemos llamarle cultura, sin ambages— que le permita dialogar con sus investigadores, en representación de la sociedad, y saber cuáles son las legítimas demandas que puede plantearles. En el caso del ámbito de la Cultura será fundamental disponer de una conceptualización que pueda entender la misma como un continuum, donde las tareas de la conservación resultan tan importantes como las de la producción o creación, así como las referidas a la distribución y el consumo cultural, el cual ha de revertirse –de acuerdo con la teoría marxista— en  un nuevo momento de producción y, bajo determinada perspectiva, sería este el fin maravilloso del arte: cómo su consumo productivo por las audiencias tiene como resultado un ser humano y una sociedad mejor. Pero esto, que podría ser “el pollo del arroz con pollo” para los agentes de la Política, apenas encuentra fecundo espacio entre sus meditaciones.

Un tópico semejante debiera regir las políticas culturales y buscar incesantemente la real y coherente articulación de estas con las políticas sociales y económicas en pos del bienestar y desarrollo de las sociedades. Puedo aterrizar el asunto y recordarnos a todos el proyecto del Corredor de Línea[iv]. Por otra parte, se plantea la pregunta inmensa ante los científicos: ¿cómo medirlo, cómo lograr medir esta influencia de la interacción con el arte? Recuerdo los estudios que conocí en 1984, en el Instituto Científico de Investigaciones del Arte de Moscú sobre la elevación de la productividad de un colectivo obrero, una seria pesquisa que ellos habían llevado a cabo con el mayor celo posible en condiciones controladas y que, más que brindar respuestas (personas sensibles y capaces como eran), los enfrentaba a un interesante universo de nuevas preguntas.

En relación con este asunto, no son pocos los estudiosos que señalan la necesidad de disponer de información, no solo relativa a la oferta cultural (a todas luces el aspecto más fácil), sino vinculada con la demanda cultural de las poblaciones. Al respecto, uno de los problemas más acuciantes es la necesidad de producir indicadores culturales susceptibles de ser comparables que aconsejen la toma de decisiones, la formulación de políticas culturales e, inclusive, la evaluación de programas de gestión cultural. No olvidar que la creación y el empleo de sistemas de indicadores culturales es algo que también demanda recursos económicos. Si alguien desea tratar problemas macro dentro de la utilidad, de la vocación social de la investigación de la cultura ahí tiene uno.

Desde mi perspectiva, la investigación se ha hecho una actividad más familiar, más cercana para las artes escénicas desde las décadas finales del pasado siglo hasta la actualidad, en especial aquella que animan las ciencias sociales, aun cuando especialidades como la Economía, la Organización de la Economía y Administración, la Psicología mantienen una sensible ausencia que en muchas oportunidades pasa factura.

Sin embargo, sobre la investigación artística valdría la pena abrir un debate. La misma cuenta dentro de la historia contemporánea del arte teatral occidental sólidas cartas de presentación  ̶ bastaría con mencionar solamente el nombre de Konstantin Stanislavski para no extender este artículo— y ha tenido significativos cultores en la historia de nuestra escena:  artistas de probados resultados, que, además, trazaron el rostro de la escena por venir, como es el caso del director y promotor teatral Francisco Morín (La Habana, 1918 – Miami, 1917), cuya influencia en la estética de directores fundamentales posteriores como Vicente Revuelta y Berta Martínez está aún por estudiarse, quien se preocupó porque La Habana teatral de los cincuenta estuviese al nivel de París, Londres, Buenos Aires, Nueva York e introdujo para ello la vanguardia entre nosotros, tanto en autores como en tendencias, nos situó en el mapa teatral de las nacientes ONGs al fundar el Centro Cubano de Teatro, adscrito al Instituto Internacional del Teatro (ITI); impulsó la dramaturgia nacional (base de un teatro propio) estrenando autores (Electra Garrigó; Virgilio Piñera y el absurdo cubano) y auspiciando concursos de dramaturgia para descubrirnos y alentar, a la vez, a fundadores de mundos como Felipe, Piñera, Huidobro, Arrufat y Triana y creó y sostuvo una seria revista de Teatro (Prometeo).

No obstante, la investigación artística –reconocida e indiscutida después en un buscador incansable como Vicente Revuelta, quien mediante la praxis estudia y se apropia de Stanislavski, Brecht, las tendencias de la vanguardia de los sesenta—, no sistematiza sus hallazgos; cuando más, es posible identificar estilos –y esto no resulta poco, no es algo desdeñable— pero, salvo el caso de Teatro Buendía y los textos que refieren procesos y naturaleza de los espectáculos y, de manera muy especial; Nelda Castillo y El Ciervo Encantado, que tras elaborar una conceptualización teórica y definir  objetivos precisos insiste sin cejar en sus pesquisas, dotando a sus oficiantes de un método específico, que se enriquece en su práctica, para alcanzar sus propósitos, esta esencial indagación se difumina como trazados en la arena.

En ocasiones falta la documentación de los procesos, las reflexiones y especulaciones sobre ellos, las conclusiones parciales; es decir, que los sujetos formados en el ejercicio teórico no siempre acompañan debidamente los itinerarios. Es probable que no exista, incluso, un proyecto riguroso elaborado previamente que guíe la investigación.

También parece frecuente que determinados artistas llamen investigación a lo que dista de serlo, al igual que se habla de experimento y experimentación sin que siquiera se haya definido el conocimiento precedente sobre el asunto de interés, ni los objetivos del referido experimento ni quede, luego, evidencia o testimonio de lo alcanzado y de las elucubraciones a que ha dado lugar la aventura.

Todo ello, en el mejor de los casos, deja inconexos los procesos, las búsquedas y nos priva de un conocimiento compartido y de una historia al respecto.

En sentido contrario, positivo, utilísimo, no quiero terminar sin mencionar tres textos de especial valor. Uno de ellos es Mito, verdad y retablo. El guiñol de los hermanos Camejo y Pepe Carril, Ediciones Unión, 2012, de Rubén D. Salazar y Norge Espinosa Mendoza, que ha dejado para el porvenir una de las experiencias artísticas y estéticas más importantes e inspiradoras de la segunda mitad del pasado siglo. Los otros dos corresponden a entregas de la colección Cuadernos Tablas, de la Editorial Alarcos. El primero en publicarse, La escena transparente, de Carlos Celdrán, en el 2006, nos introduce en los referentes del Director, sus trayectos, obsesiones, conceptos sobre el teatro y el actor, procesos de trabajo. El segundo, publicado en 2012: Signos, manos y sueños en el Guiñol de Santa Clara, de Carmen Sotolongo Valiño, es, a pesar de su modesta apariencia, un texto excepcional donde se entrelazan los acontecimientos necesarios, por elocuentes, de la extensa historia del grupo y las reflexiones y sistematizaciones que nos permiten estudiar y comprender sus búsquedas, soluciones y hallazgos y reproducir –si nos parece oportuno— algunos de ellos; erguirnos, si lo deseamos, sobre la trayectoria recorrida y reiniciar, desde el punto más alto, una nueva etapa del camino.

Por fortuna, nuestro arte, que se despliega en el espacio y en el tiempo no solo cuenta con el reporte, el testimonio que deja la escritura, puede valerse, y es maravilloso cuando lo hace, de la imagen en movimiento. Documentar hechos, procesos, técnicas, aciertos en los procesos investigativos  mediante tales soportes será la memoria y la enseñanza del futuro.

Como resulta manifiesto en la historia del arte y del teatro, que es el caso que nos ocupa, la investigación proporciona el desarrollo, la evolución indispensable, propia de la creación artística. La posibilidad de socializar e interrelacionar las perspectivas, los métodos, las técnicas, los hallazgos enriquecerá y potenciará nuestro quehacer en todas sus dimensiones, incluyendo la propia actividad científica.

[i] Nisbet sostiene que varias de las ideas centrales de la Sociología  que aún resultan de interés son resultado de procesos de pensamiento muy semejantes a los que operan en la creación artística y menciona la intuición, la imaginación, entre otras vías, cuando se refiere a brillantes mentes sociológicas como las de Weber, Simmel y Durkheim y refiere como objetivaron “estados mentales íntimos, solo parcialmente conscientes”.

[ii]  Jorge Fornet. El 71. Anatomía de una crisis. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2013.

[iii] Norge Espinosa Mendoza. “Las máscaras de la grisura. Teatro,  silencio y política cultural  en la Cuba de los 70”. Centro teórico-cultural Criterios, 2007. (Versión digital).

[iv] Esther Suárez Durán.  “Unos apuntes sobre El Circuito Teatral de la calle  Línea”, en https://cubaescena.cult.cu/unos-apuntes-circuito-teatral-la-calle-linea/

Bibliografía

Abreu Arcia, Alberto. Los juegos de la escritura o la (re) escritura de la Historia, Colección Premio. Casa de las Américas, La Habana, 2007.

Centro teórico-cultural Criterios. La política cultural del período revolucionario: memoria y reflexión. La Habana, 2008.

Costa, Xavier. Sociología del conocimiento y de la cultura. Valencia, 2006.

Martínez Heredia, Fernando. El corrimiento hacia el rojo. Editorial Letras Cubanas, 2013.

Morawski, Stefan. De la estética a la filosofía de la cultura (Selección y traducción Desiderio Navarro), Centro teórico-cultural Criterios, La Habana/ San José C.R., 2006.

Valdés Paz, Juan. La evolución del poder en la Revolución Cubana, Editorial Rosa Luxemburgo, Ciudad de México, 2018.

 

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