Otra Isla En Peso (Pos-Mozart)

Por Frank Padrón / Fotos: Buby

Mientras se despedía el Festival de Teatro se iniciaba el Mozart-Habana, y un espectáculo inusual servía de cierre y pórtico a la vez: La Clemenza di Tito, ópera casi postrera del célebre músico, con producción de La Oficina del Historiador de la Ciudad y la Fundación Mozarteum de Salzburgo.

Una isla colonia del Imperio Romano sirve de topos a un drama  donde la bondad de su líder —algo poco habitual en esas cumbres de poder— ayuda a varios personajes que le rodean, cuyas pasiones y conflictos estructuran un libreto debido a Metastasio y que, llevado al pentagrama más de una vez, fue musicalizado por el genio austríaco partiendo de una revisión que hizo Caterino Mazzolá, sobre la cual trabajó Norge Espinosa para generar la puesta que ahora pudimos disfrutar.

El reto no era pequeño pues se pensó, más que en una ópera ad usum, en uno de esos espectáculos multiartísticos donde confluyen el canto lírico, el teatro, la danza, la música al estilo del propio Réquiem mozartiano o Carmina Burana que recientemente nos ha propiciado Danza Contemporánea de Cuba, y para ello se llamó a un maestro de la escena, Carlos Díaz, director de El Público, bajo la dirección general de otro gran artista, el músico Ulises Hernández, director del Lyceum Mozartiano de la Habana y de su festival.

El resultado ha sido más que satisfactorio, desde esa Orquesta perteneciente a tal institución bajo la batuta de Jose A. Méndez Padrón: una sólida banda sonora que trasuntó cohesión en todas sus secciones, con brillo particular de las cuerdas diseñando las atmósferas y veleidades  del relato; vestidos por la creativa Celia Ledón, los músicos portan las túnicas y pelucas de la corte mozartiana en el siglo XVIII (con un guiño yoruba en el caso del director orquestal) mientras el resto de los personajes, algunos travestidos en consonancia con la poética de Díaz, llevan el blanco alusivo a las virtudes del protagonista que a la vez metaforizan la concepción idoestética del discurso.

Los cantantes Gustavo Quaresma, Anyelín Díaz, Kirenia Corso, Cristina García, Lesby Bautista y Ahmed Gómez, brillaron en sus respectivas intervenciones desde las peculiaridades de sus cuerdas (sopranos, tenor, contratenor, barítono) quienes se desdoblaron en notables actores; fueron secundados por los Coros de Cámara de la Universidad de las Artes, la Compañía OtroLado y la Schola Catorum Coralina, cristalizando —particularmente en una segunda parte que en todo sentido se percibió más cohesionada— preciosos contracantos.

Norge Cedeño diseñó unas expresivas y delicadas coreografías para dúos, tríos y otras combinaciones que en algunos instantes resultaron un tanto enfáticas al traducir danzariamente lo que el resto de los actantes manifestaba, y pese a la relativa estrechez del espacio, en realidad nada amplio para tantas personas en escena, pudieron desempeñar su rol a plenitud sobre todo contando con excelentes bailarines.

Una imagen de Raúl Valdés (RAUPA) coronó una escenografía que se nutrió de elementos pop y futuristas para presidir gráficamente la escena con un singular capitolio el cual, metonímicamente, parecía aludir al otro, tan cercano en lo geográfico del teatro donde tuvo lugar la puesta y que subrayaba las simetrías conceptuales con esta otra isla en peso donde tanto cabe lo que sucede ante nuestros ojos, por ello los pertinentes intertextos alusivos a ritmos afrocubanos y tradicionales, distintivos de nuestra idiosincrasia (Suite Cubana, de Jenny Peña; Réquiem Osún, de Calixto Alvarez, y sobre todo Camerata Guaguancó, de Guido L. Gavilán, la cual protagonizó una de las más conseguidas fusiones danzaria/musicales de la puesta).

Bien vista, La Clemenza… traza desde todos los puntos de vista coordenadas universales, porque en momentos de nihilismo y escepticismo desbocados emite un mensaje de concordia y armonía para agradecer, como también esa perspectiva inclusiva, integradora y aglutinante que trasunta el espectáculo, a la vez un saludable empujón, una contundente vuelta de tuerca a la ópera entre nosotros, con ese elam posmoderno que premió el público con cerrados aplausos y entusiastas ovaciones a los que el propio Wolfgan Amadeus, tan rupturista y benditamente irreverente, hubiera sido el primero en sumarse.

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