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Oficio De Isla: Donde Se Disfruta Del Teatro Como “Reino De La Eterna Sorpresa”

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Por Roberto Pérez León / Fotos Buby

Yo comparto la opinión / Del público soberano /

 ¡Fuera el baile americano! / ¡Y arriba nuestro danzón!

Tener oficio de isla no es poseer una habilidad específica o una laboriosidad concreta. Tener oficio de isla es contar con una inicial operante no precisamente por la geografía sino por la fijeza del arco del horizonte que deja ver acopladas virtudes.

La poesía nuestra empezó a ejercer el oficio de isla como materia poetizable, auténtica e innovadora que separa de otras singularidades.

En 1937 se consagra la matriz para la originalidad de una cultura del litoral caribeña cuando José Lezama Lima y Juan Ramón Jiménez se encontraron en La Habana: esgrima de dialogadores de fecundidad estruendosa, de estocada en estocada, Cuba por medio, establecieron una entidad relacionante de visiones y referentes de lucidez analítica cariñosa y de paralelismos entre astucias incomparables.

Entresaco expresiones de los dos poetas en “Coloquio con Juan Ramón Jiménez” que forma parte de la Analecta del reloj de José Lezama Lima.

L.L.: (…) En el breve tiempo que lleva usted entre nosotros (…), ¿no ha percibido ciertos elementos de sensibilidad que nos hagan pensar en la posibilidad del “insularismo”? (…)

JRJ: (…), ¿qué extensión le da usted al concepto “insularismo”? Porque si Cuba es una isla, Inglaterra es una isla, Australia es una isla y el planeta en que habitamos es una isla. Y los que viven en isla deben vivir hacía adentro. Además, si se habla de una sensibilidad insular, habría que definirla o, mejor, que adivinarla por contraste. En este caso, ¿frente a qué, oponiéndose a qué otra sensibilidad, se levanta este tema de la sensibilidad diferente de las islas? (…)

L.L.: (…) “Insularismo” ha de entenderse no tanto en su acepción geográfica, que desde luego no deja de interesarnos, sino, sobre todo, en cuanto al problema que plantea en la historia de la cultura y aún de la sensibilidad. (…)

JRJ.: (…) En este caso el “insularismo” es una clase, una forma de sensibilidad individualísima que puede convenir a cualquier otro tipo de sensibilidad. Por eso, insisto, ¿frente a qué otro tipo de sensibilidad lo contrasta usted, que rebase los caracteres, las modalidades generales, que son desde luego intransferibles? (…)

L.L: Pudiera imaginarse una inmotivada vanidad insular escondida en mi pregunta. Pero recuérdese que un crítico norteamericano, Waldo Frank, nos aconsejaba el ejercicio, en un presunto imperialismo antillano, de una hegemonía del Caribe. (…)

JRJ.: Y sigo insistiendo en que me gustaría conocer alguna referencia concreta a los secretos más significativos de una sensibilidad puramente insular. Creo que lo que usted me ofrece es un mito, (…)

LL.: Me gustaría que el problema de la sensibilidad insular se mantuviese solo con la mínima fuerza secreta para decidir un mito. (…). Presentado en una forma concreta, este problema alcanzaría una limitación y un rencor exclusivistas. Yo desearía nada más que la introducción al estudio de las islas sirviese para integrar el mito que nos falta. Por eso he planteado el problema en su esencia poética, en el reino de la eterna sorpresa, donde, sin ir directamente a tropezarnos con el mito, es posible que este se nos aparezca como sobrante inesperado, en prueba de sensibilidad castigada o de humildad dialogal. (…).

A esta sobreabundancia incorporativa de entrelazamientos y proliferaciones conceptuales y poéticos pertenece Oficio de Isla, la puesta en escena no de un colectivo teatral específico sino de una tropa de creadores capitaneada por Osvaldo Doimeadiós con la producción del Consejo Nacional de las Artes Escénicas y el Centro Promotor del Humor.

En Oficio de Isla se ha sabido artizar el mito, apuntar con miradas espermáticas hacia el pasado histórico para saborear con la curiosa forma de condimentar que tenemos el pollo del arroz con pollo nacional.

Oficio de Isla es una puesta en escena diferenciada y nada que ver con algunos de los montajes que he visto últimamente. Dramatúrgicamente estamos ante un suceso que como el río de Pascal es camino que anda un recorrido clareado por diálogos de esencia vivencial para este país. Trozos de hallazgos históricos conforman un texto lingüístico sin vulgaridades ni errantes disquisiciones socio-ideológicas. Sí tiene, y en la medida requerida, el “comino de chiste criollo” con el que se dio cuenta Gabriela Mistral que sazonábamos nuestros avatares.

La puesta de Oficio de Isla no se encierra en un itinerario cartesiano ni en una tiranía sintáctica entre sus estancias teatrales. En verdad no podemos hablar de una verdadera cartografía, pero sí de una expectante entrada y una salida plena en sugestiones legitimistas.

El elenco de actores y actrices que me tocó ver en la función inaugural desplegó gracia y una consistente finalidad en la expresión teatral que no es más que la claridad en una teleología ético-artística sin distracción.

Pocas veces se hace notar el trabajo de la dirección actoral, casi siempre se habla de las actuaciones estas o aquellas. Pero. En Oficio de Isla las actuaciones tienen una consonancia, un acarreo tan homogéneo que solo es posible cuando hay una varita indicadora en la estrategia dramatúrgica del montaje.

El timbre actoral, la respiración articulada entre sensualismo e inmanencia que logra la puesta solo es posible cuando se vigila la armonía del tiempo común que debe quedar estructurado desde la actuación como vertebral sistema significante.

Oficio de Isla tiene actuaciones de una voluptuosidad en el deleite que resultan exquisitas. La mayoría de los que están en escena son muy jóvenes, saben rehallar el hilo de lo bufo como logro de hoy, no como imitación chabacana.

Oficio de Isla tiene un sutilísimo diseño de vestuario con hechuras impecables; cada traje tiene la opulencia del blanco, lo que provoca serena simultaneidad y armonioso compás en el suceder actoral. El diseño de vestuario declara una estampa finisecular de atenta elegancia complementada por las actuaciones individuales. Cada cual lleva su traje como atributo certero en un espacio gestual perfectamente cónsono con la fineza de la homogeneidad del lenguaje corporal.

La puesta en escena tiene una concepción espacial sin artificios, evocadora de dilatadas insinuaciones que permite plásticas distribuciones en un espacio escénico de conjuro desde la orilla del mar. Porque Oficio de Isla tuvo lugar en el Muelle Juan Manuel Díaz en el borde donde la Habana Vieja traza estrategias de ondas de litoral.

La invención teatral en Oficio de Isla ratifica la capacidad heterotópica del teatro. Doimeadiós, además de puestista y director general, decidió una concepción espacial que instala el establecimiento de un lugar fuera de los lugares cotidianos, la puesta en escena transcurre en un no-lugar, en un lugar inhabitual donde se descarga un poderoso chorro ideo-estético-artístico.

Oficio de Isla es una ofrenda de chisporroteos de operaciones de respeto a  nuestra historia, sin metáforas fuera de foco ni medialunas, a pleno sol, sin sumergimientos burlones ni derivaciones anémicamente especulares. Esta puesta transpira satisfacción, nada de  fastidio por la cultura que tenemos y  proyectamos.

Oficio de Isla es un montaje que nos respeta y nos enaltece sin la adormidera del humor que se enfurruña en una caligrafía de chistes pujones y vulgares.

El texto lingüístico no se enmaraña en razonamientos de la nada en que muchas veces se esfuerzan los empeñosos en la vieja posmodernidad o en quienes sin duende quieren a empujones trastornar la dramática y la ponen delante o detrás del hecho teatral. Por nada, porque es una exigencias ser “pos” (no sé si ponerle la t) a como sea.

Luego de una mediación coreográfica se irrumpe en el meollo de la cosa y más de una decena de personajes aparecen y siguen todo el tiempo de una u otra manera ante nosotros para contarnos Tengo una hija en Harvard, texto de Arturo Sotto que recrea el notable ejercicio de generosa diplomacia paternal cuando la Universidad de Harvard invierte una suma considerable de dinero para contribuir a la pedagogía cubana luego del proceso colonial español; miles de maestros cubanos fueron a pasar una estancia de aprendizaje en el campus universitario de la tan ilustrísima casa de estudios.

Luego, no digamos otra parte del espectáculo sino en la porción que sigue a Tengo una hija en Harvard se inicia la intermitencia de “¡Arriba con el himno!”: cuatro personajes metáforas evocan la obra de Ignacio Sarachaga, una pieza escrita en 1900 y que problematiza, desde el más genuino teatro bufo, la ocupación militar norteamericana con todas las incertidumbres y expectativas que generó en su primer año.

El 1ro de enero de 1899, La Habana vio arriar la bandera española e izar la estadunidense en El Morro. Ese quita y pon farsesco provocó a Ignacio Sarachaga y escribió “Arriba el himno. Revista política, joco-seria y  bailable en un acto, cinco cuadros y una apoteosis final”; en esta pieza se pone sobre el tapete escénico, disfrazado de comicidad, el contrapunteo entre el danzón y el two steps como alegorías de la tragedia que empezaba.

Y es que la danza cubana/en sus lánguidos arrullos,/tiene sones y murmullos/de la selva americana./Porque ella todo es donaire,/y remeda cadenciosa/el canto de la tojosa/y los ósculos del aire./¡Y es dueña de nuestras almas/porque en su rítmico vuelo/hay mucho de nuestro cielo/y mucho de nuestras palmas!/Yo comparto la opinión/Del público soberano./¡Fuera el baile americano!/¡Y arriba nuestro danzón.

La encrucijada estaba trazada y la obra de Sarachaga indicó el único camino posible hacia la definitiva independencia que entonces tenía que empezar.

Sin abandonar el sentido primigenio de la compostura del discurso imaginado y de la deconstrucción para entrar en la combinatoria de los hechos de la Historia nacional, el montaje de Oficio de Isla concentra y nuclea su dramaturgia con la banda de gaitas de la Sociedad Artística Gallega que desfila al principio para rebanar nostalgias ilocalizadas; luego entra una bandada de jóvenes músicos integrantes de la banda de Rancho Boyeros, se instalan como en una retreta musical de domingo pueblerino y así nos quedamos todo el tiempo de la representación sostenidos por lo  más cercano y comprensible de cuánto somos a través de la música.

Para que fuera el final de penetrante emoción todos los integrantes de la puesta nos cantan “En el claro de luna” de Silvio Rodríguez y lo hacen cara a cara, con especial dedicación a nosotros el público.

En verdad no sé cómo será la jornada inicial del Festival de Teatro de La Habana. Pero creo que como prolegómeno del evento ya hemos tenido Oficio de Isla, un acontecimiento teatral con los atributos suficientes y necesarios para iniciar la fiesta que debe ser todo festival, además celebra a lo grande y con satisfacción lo cubano. Espesura de calidad teatral y sensible compromiso patriótico. ¡Qué más!

¡Gracias! señor Osvaldo Doimeadiós. ¡Arriba con el himno!