A los 85 años del inicio de la renovación teatral en Cuba: fundación de La Cueva: Teatro de Arte de La Habana  (Parte II)

Por Esther Suárez Durán

Ese añorado sistema de trabajo –ese régimen estable de actividad con presentaciones diarias– suponía la dedicación total al teatro y el alcance del verdadero status profesional, en cuanto a la inserción en la estructura socioeconómica, a la vez que se constituía en el único modo de garantizar su continuo y pleno perfeccionamiento como creadores.

Para ello era imprescindible poder contar con una base social lo suficientemente amplia. De manera que, cuando en el período de 1949 a 1951, Aureliano Sánchez Arango ejerció como Ministro de Educación y Raúl Roa encabezó la Dirección de Cultura de dicho Ministerio y se abrieron determinadas posibilidades de promoción del arte entre los sectores populares, los teatristas tuvieron una participación entusiasta. De esta época datan las funciones del Teatro Universitario en el Stadium, la temporada de Teatro del Pueblo, en el Parque Central, con la intervención de siete agrupaciones teatrales, y las Misiones Culturales que, en quince meses realizaron dos recorridos nacionales, en los que visitaron ochenta y seis lugares del país entre ciudades, pueblos y bateyes de centrales azucareros.

En esta tesitura proseguirán los intentos. Ya en 1947 el grupo Farseros había logrado realizar funciones diarias por espacio de dos meses. En 1950, Las Máscaras intenta emularlo y, con un elenco fijo, un director artístico principal, y la expectativa de poder crear un repertorio, plantea la ruptura con el sistema de abonados: abre un teatro que funciona a partir de los ingresos de taquilla. Consiguen representar un mismo espectáculo (Yerma, de Federico García Lorca, con Adela Escartín y Vicente Revuelta en los papeles protagónicos) durante treinta y dos días consecutivos. Luego, en 1954, se estrena en un pequeño local improvisado La ramera respetuosa, de Jean Paul Sartre, en la modalidad de teatro arena, una novedad para el público cubano, con una inesperada acogida por parte de los espectadores que la mantiene cuatro meses en cartelera (102 representaciones) a partir de la recaudación de taquilla.

Poco después, Prometeo se reorienta en este mismo sentido con Las criadas, de Jean Genet; Patronato del Teatro abandona la ampulosa sala del Auditórium y tras hacerse construir un espacio propio[1], de dimensiones acordes a la estrategia del momento, estrena Té y simpatía, de Robert Anderson, con la que alcanza 150 funciones seguidas.

De seis agrupaciones existentes en 1953, ascienden a once en 1958. En el transcurso de esta segunda etapa (54-58) se registran 25 grupos, muchos de las cuales gozarán de una vida breve.

Este período, denominado de las salitas  o teatro de bolsillo, gracias a las características de las instalaciones – cuya capacidad no excede las doscientas lunetas—, ha sido también llamado de teatro comercial, para contraponerlo al anterior, desde el punto de vista del régimen económico que lo sustentó, basado en la acción de pequeños empresarios, y que incidió en la orientación de su repertorio y en los elementos que privilegiaban sus espectáculos en pos del éxito financiero.

De acuerdo con el contexto social del momento, caracterizado por el analfabetismo, la ausencia de una cultura teatral, la influencia de la cultura mediática norteamericana  por las vías del cine y la televisión, la actividad teatral  tiene ante sí el dilema de satisfacer las demandas existentes o plantearse determinadas estrategias para su desarrollo.

Durante estos cuatro años se realizan 338 funciones, con un promedio de 67 representaciones anuales[2]. El análisis de los diez títulos más taquilleros de la etapa –en los que tiene la primacía la dramaturgia norteamericana con seis obras–  muestran cifras que van desde 72 hasta 153 presentaciones consecutivas[3]. Es interesante señalar que una de estas obras, que subió 84 noches a escena, corresponde al cubano Enrique Núñez Rodríguez.[4]

Según las cifras que aportan los estudiosos, las salitas alcanzaron un número mensual de 7000 espectadores, aunque por su parte, Rine Leal estima que, en determinado momento, la cifra llegó a 12 000.

El comportamiento del repertorio permite establecer algunas relaciones entre los títulos de mayor frecuencia y el gusto del público, mientras nos interroga en cuanto al peso específico alcanzado por la pequeña burguesía en la estructura social  y su presencia en la vida cultural del país, así como en lo referido al nexo existente entre los ingresos de la población y  la asistencia a los espectáculos teatrales.

El estudio de las obras representadas, conjuntamente con  el examen de las valoraciones realizadas por la crítica y la opinión de algunos testimoniantes, hablan de posturas diversas. Una mirada al panorama mayor de la escena cubana en toda la era republicana presenta la lucha entre el teatro con fines comerciales y aquel otro en el cual prevalecen los propósitos artísticos, de tal suerte que el teatro que llamamos comercial nunca dejó de existir, pero en su seno se gestó algo nuevo: la tendencia del teatro de arte que emerge a la luz en 1936 y que dentro de sí misma vio desplegarse un quehacer que, sin abandonar totalmente las conquistas de esta etapa, puesto que ya se hallaba en otro estadio de desarrollo, se planteó el futuro intentando hibridar el crecimiento artístico y la presencia sistemática de un público en sus instalaciones.

Resulta estéril ver el conjunto de agrupaciones como una entidad homogénea, carente de matices diferenciadores que, en el caso que nos ocupa, parecen ir desde aquellas que situaron en primer lugar la seducción y complacencia de un público, hasta las que constituyeron, a pesar de los nuevos tiempos y del nuevo régimen económico de la pequeña empresa privada, bastiones de resistencia, como fue el caso de Prometeo. En el centro del espectro se ubican los proyectos que se colocaron en la tensa cuerda de conciliar la sobrevivencia económica con sus intereses artísticos.

Las concesiones al gusto del espectador están directamente conectadas con una necesidad primaria de supervivencia y revisten, entonces, un carácter objetivo.

En torno a este particular es interesante examinar las variantes utilizadas. En algunas agrupaciones el repertorio de estos años continuaba registrando la presencia de autores contemporáneos de primera línea (Miller, Williams, Ionesco, Steinbeck, Osborne, Figuereido, etc.),  mientras las puestas en escena de sus obras, sin llegar a subvertir la esencia de las mismas, ponían en juego recursos que pudieran resultar atractivos para públicos no iniciados, los que a veces descansaban en la elección del reparto –a partir de incluir figuras reconocidas por su trabajo en los medios–, en el destaque de la  belleza física de algún actor,  en la creación de determinados efectos escénicos, etc. Otros grupos partían de la selección de los textos, priorizando obras que garantizaran una fácil comunicación, a la par que ensayaban otras alternativas. Es el caso de Rubén Vigón, empresario de la sala Arlequín, que en 1958 dedicó un espacio de su programación a espectáculos experimentales durante la noche del lunes de cada semana[5], siguiendo una lúcida estrategia –acorde con las circunstancias de autofinanciamiento y las características de todo experimento artístico en relación con la respuesta del público–, que en modo alguno rebaja al espectador.[6]

Como colofón, en 1958, las agrupaciones existentes conciliaron esfuerzos a través de las Asociación de Salas Teatrales, creada en 1957, y realizaron en febrero el Mes de Teatro Cubano, iniciativa que bien puede examinarse como un modo de impulsar la reestructuración de la demanda del público en pro de la dramaturgia nacional.

Heredero de las mejores tradiciones de esta nueva escena aparecida a partir de la tercera década republicana, en 1958 emerge a la luz un nuevo grupo que, aprovechando la cobertura de prensa del Mes de Teatro Cubano, da a conocer sus propósitos en forma de un manifiesto. Ellos se relacionan con el establecimiento de una institución que, tomando en consideración las condiciones sociales y culturales del país, pueda seleccionar su repertorio, perfeccionando la técnica de actuación hasta conseguir una unidad de conjunto y una elevada calidad artística a tono con las tendencias escénicas más avanzadas, con miras al fomento de un verdadero teatro nacional. Había surgido Teatro Estudio, que se plantea de inmediato la fundación de una Academia y que en octubre del propio año, con el estreno de Viaje de un largo día hacia la noche, muestra los resultados de excelencia de un intenso proceso de elaboración artística que le valdrán cuatro de los premios que anualmente concede la ARTYC[7] y lleva a la crítica a considerar esta puesta como uno de los grandes momentos del teatro cubano.

Vicente Revuelta, quien encabeza la experiencia, había asistido, con solo dieciséis años, a los ensayos del grupo ADAD y a las sesiones de montaje de Paco Alfonso. Asistente de Francisco Morín, actor bajo la dirección de Julio Martínez Aparicio, Rubén Vigón y Andrés Castro, alumno por un breve tiempo de la Academia Municipal de Artes Dramáticas, realizó labores de dirección artística en el Grupo Escénico Libre (GEL) y en Prometeo. Durante su viaje a Europa, en 1953, conoció el trabajo del Teatro Nacional Popular, de Jean Vilar, asistió a un taller con Tania Balachova, ex actriz del legendario Teatro de Arte de Moscú, leyó a los intelectuales marxistas franceses, entró en contacto con la obra de Brecht. A su regreso a Cuba se vinculó de modo sistemático con la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, donde tuvo a su cargo la Sección de Teatro que funcionó como un laboratorio de análisis y difusión de lo más valioso de la escena contemporánea.

Junto a Vicente, conforman Teatro Estudio figuras formadas en las filas del Teatro Universitario y el grupo Prometeo.

La nueva agrupación, que se presenta en la sala Hubert de Blanck, se propone realizar su trabajo artístico y docente a partir de recursos propios. De modo curioso, la línea de la espiral traza ahora otro anillo ascendente con orientación similar al período del teatro de arte.

Sobreviene el triunfo revolucionario del primero de enero de 1959 y no es posible vaticinar cuál habría sido el futuro, en las anteriores circunstancias, de la experiencia que recién comenzaba y que hallaba ahora el cauce necesario para su desenvolvimiento con las nuevas condiciones político sociales y una política cultural de protección y desarrollo del arte en beneficio del crecimiento armónico e integral de la población.

En esencia, desde el punto de vista formal, el teatro que se realiza desde los sesenta hasta hoy es heredero de aquel sustancial movimiento de modernización que tuvo lugar hace más de ocho décadas y puso –una vez más–  a la escena cubana en sintonía con las nuevas fórmulas expresivas que caracterizaban a la escena occidental.

Dos grandes temas atravesarán las décadas posteriores hasta la actualidad, con mayor o menor énfasis por momentos: la calidad artística (que incluye, por supuesto, el desarrollo del arte de que se trata) y la relación con los públicos. En mi opinión, urgida por otros menesteres, la institucionalidad a cargo no ha conseguido profundizar ni sistematizar las acciones en ninguno de ellos

Continúa siendo una asignatura pendiente la presencia del teatro, y de las artes escénicas en su conjunto, en la vida cotidiana de cada cubano. Su acompañamiento como instrumento para comprender mejor la realidad y, con suerte, colaborar en su transformación; su papel cívico en el desarrollo espiritual de nuestra sociedad.

[1]La sala Talía, en el edificio Julio Antonio Mella, en la calle L, entre 23 y 21, en el Vedado, es la única instalación de este movimiento que ha llegado hasta el presente.

[2]Haydée Sala. Op. Cit.

[3] Véase Rine Leal: En primera persona, Instituto Cubano del libro, La Habana, 1967, p. 109.

[4] Se trata de la comedia Gracias, Doctor, a cargo del Patronato del Teatro.

[5] El repertorio de Arlequín muestra títulos tales como Veinticuatro rosas rojas, de Aldo de Benedetti, Fiebre de primavera y Espíritu burlón, de Noel Coward, Complejo de champán, de Leslie Stevens, El baile, de Edgar Neville y, en diciembre de 1959, Antígona, de Jean Anouillh. En el espacio del Lunes de Teatro Experimental aparecen  La lecciónLas sillas, de Eugene Ionesco. En 1960, Vigón crea  Lunes de Teatro Cubano, donde suben a escena La botija y Los acosados, de Matías Montes Huidobro, Función Homenaje, de Rolando Ferrer, Oficina, de David Camp, El mayor general hablará de Teogonía, de José Triana.

[6] Haydée Sala refiere en el trabajo antes citado una carta de Rubén Vigón al periodista Arturo Artalejo respecto al particular donde Vigón manifiesta: “…el teatro experimental, en todos los tiempos, es un movimiento de vanguardia. (…) El público cubano debe vivir el día de hoy. Debe saberlo todo. No debemos discriminarlo, incluso sabiendo con anterioridad que el teatro experimental no es, ni nunca será, ni aquí, ni en ninguna otra parte del mundo, un teatro para la mayoría y por tal motivo no será un teatro de gran taquilla.”

[7] Asociación de Reporteros Teatrales y Cinematográficos.

 

En portada: A la izquierda, Francisco Morín, director de la revista y el grupo Prometeo; a la derecha, el Teatro Universitario en la obra La zorra y las uvas. Fotos cortesía de la autora.

 

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