Evocación De Ramiro

Por Graziella Pogolotti

La semana laboral transcurre devorada por las múltiples tareas impuestas por mi centro de trabajo. Reservo para los fines de semana el disfrute de establecer este diálogo con interlocutores conocidos y desconocidos. Es lo que me impide ofrecer respuestas inmediatas a los acontecimientos de la actualidad.

En esta ocasión, aunque hayan pasado muchos días desde su desaparición física, no puedo renunciar a la evocación, desde mi perspectiva personal, de uno de los fundadores de nuestra cultura nacional, de Ramiro Guerra y su contribución efectiva a redondear la imagen de lo que somos.

Todavía muy jóvenes, nos conocimos probablemente en Nuestro Tiempo, agrupación de escritores y artistas progresistas, soñadores de un futuro mejor para la nación y orientada por el Partido Socialista Popular. Aspirantes a cineastas, teatristas, músicos, escritores y artistas de la Plástica, representantes todos de una vanguardia prometedora, confrontaban ideas y se aventuraban en la experimentación en sus campos respectivos.

Nuestra relación devino amistad verdadera cuando coincidimos en una larga travesía marítima que nos llevaría desde La Habana hasta las costas de Francia. Entonces la aviación civil no era de uso corriente, sobre todo para quienes disponían de pocos centavos, ahorrados trabajosamente, con el propósito de abrirnos a horizontes más amplios, aprender y regresar a Cuba para incorporar los nuevos conocimientos a proyectos de gestación.

El Reina del Mar, con bandera británica, salía de Valparaíso, recogía en los puertos del Pacífico a jóvenes latinoamericanos movidos por inquietudes similares a las nuestras y terminaba el recorrido en Liverpool. En esa ocasión, viajaba también Violeta Casal, la actriz que había representado, con la poderosa expresividad de su voz, los protagónicos de las tragedias griegas estrenadas por Teatro Universitario. Sería más tarde la voz inconfundible que identificaba a Radio Rebelde desde la Sierra Maestra.

En aquellos días difíciles, el ballet Alicia Alonso —despojado de ayuda oficial— sobrevivía con dificultad, aunque hubiera conquistado un sector del público, admirados del talento excepcional de la gran intérprete de Giselle.

En tan ingrato ambiente, Ramiro Guerra soñaba con sentar las bases para el desarrollo de la danza moderna en Cuba. Con el triunfo de la Revolución, los obstáculos se allanaron. Se constituyó el Ballet Nacional de Cuba y en el primer semestre del 59 Isabel Monal recibió el encargo de echar a andar el Teatro Nacional. El edificio de la Plaza de la Revolución era un elefante blanco. Los planos habían desaparecido. La sala Covarrubias resultaba un espacio sordo. Sin embargo, la recién estrenada directora de la institución supo desplegar su capacidad de animadora cultural. Sabía escuchar y se rodeó de un grupo que, desafiando los tiempos difíciles, movido por la fe y la esperanza, había acumulado saber y experiencia.

La danza moderna tendería puentes hacia la cultura popular y, en este sentido, estaba el vínculo con proyectos de la primera vanguardia frustrados por las circunstancias adversas de la época.

Para legitimar componentes de nuestra tradición esencial soterrados por el racismo, Ramiro Guerra emprendió los trabajos que conducirían a la fundación del Conjunto Folklórico Nacional. Según decía, había que integrar bailarines con preparación académica con los portadores de los saberes rituales, informales partícipes en el proceso de creación surgidos del pueblo. Afirmaría con razón que el producto final no podía limitarse a una reconstitución etnográfica, sino que asumiría ese legado como fuente para espectáculos de alta significación artística. De esa manera lo local adquiriría alcance universal. Incansable en su tarea febril, logró obras que permanecen como referentes en nuestra cultura nacional. Basta con mencionar su impactante Suite Yoruba.

En los años 20 del pasado siglo, los pioneros de la primera Vanguardia, todavía desprovistos de la información científica que empezaba a crecer entonces con los estudios iniciales de Fernando Ortiz, se internaron en una temprana exploración de la cultura popular. El compositor Amadeo Roldán y el juvenil Alejo Carpentier crearon El milagro de Anaquillé y La rebambaramba. El pintor Hurtado de Mendoza hizo los diseños para la puesta en escena. Por falta de apoyo institucional, hubo que esperar 30 años para que los textos de Roldán y Carpentier entraran en contacto con el público. Consecuencia también de la pesada herencia del colonialismo y del subdesarrollo con su repercusión en el pálido crecimiento de la danza en tanto manifestación artística, no existió tampoco el creador avezado para realzar los valores estéticos y comunicativos de aquellas obras precursoras.

Tendría que aparecer entre nosotros la danza moderna. Un ensayo de Ramiro Guerra recogido en Siempre la danza, su paso breve… evidencia el abordaje dramatúrgico previo a la elaboración coreográfica. Artes escénicas ambas, la danza y el teatro son inseparables.

Marginado por prejuicios institucionalizados, Ramiro Guerra atravesó tiempos difíciles. Firme en los principios, no renunció por ello a su fidelidad a la enseñanza y a la Revolución. Siguió entregando lo mejor de sí, un magisterio palpable en la multiplicidad de expresiones de la danza moderna con reconocimiento nacional e internacional. En su considerable obra escrita se funde la experiencia y la práctica del artista con la mirada inquieta hacia los temas de actualidad.

Rendimos homenaje póstumo a sus cenizas. Lo impostergable, sin embargo, consiste en llevar a cabo la valoración integral de su legado, en rescatar la densidad del aporte de la cultura a la construcción de nuestra identidad y, en el orden práctico inmediato, incorporar ese conocimiento a la formación de las nuevas generaciones y al análisis de los planes de estudio, en fase de revisión.

Tomado de Cubadebate

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