El Woyzeck Del Buendía: Una Pieza Recuperada

Por Roberto Viña

A más de ciento ochenta años de la temprana y repentina muerte del autor alemán Georg Büchner, su obra dramática, a pesar de su brevedad, es considerada clásica dentro del repertorio de la dramaturgia germana y sigue generando nuevos discursos, apropiaciones, visiones y resonancias disímiles de un presente cada vez más cercano a una distopía de videojuego. El ámbito opresivo y de encierro en un pequeño pueblo, el fenómeno de la postguerra como una suerte de histeria y caos colectivo, y el tormento que circunda a un joven soldado, resultan suficiente motivación como para que Woyzeck, la obra que dejara inconclusa el autor antes de su fallecimiento, aún suponga una metáfora conveniente, una fatalidad pre-dispuesta, acaso una macabra alegoría.

Aunque escrita en 1836 y publicada póstumamente, Woyzeck es la pieza más reconocida de Büchner y al mismo tiempo, la que mayor número de versiones y puestas en escenas ostenta a nivel internacional. Quizás su condición fragmentada y el hecho de que el autor no dejara escrito un desenlace para su fábula continúa estimulando el ingenio de diversos autores y artistas, que, en la enajenación del personaje principal, parecen encontrar las réplicas idóneas a cada época que se caracteriza por la sinrazón aparente y el sinsentido más que por la sensatez.

Luego de una década de haber sido estrenada por Teatro Buendía bajo la dirección de Flora Lauten, esta pieza con versión y dramaturgia de Raquel Carrió, se “recupera” ahora en un montaje que forma parte de la muestra nacional presentada en el 18 Festival Internacional de Teatro de la Habana. El término de recuperar confieso que lo tomo prestado de las palabras al programa que firma la maestra Carrió. Pero creo que, en esencia, esta acción es la que condiciona, incentiva y atraviesa esta reposición, especie de remake que de modo inevitable conduce a un tránsito por la memoria. Viaje del que no suele salirse ileso.

Con más de treinta años de experiencia en la escena cubana, el grupo Buendía, restaura una parte de su repertorio como confirmación de otra etapa vital. Acaso sea este un acto de sobrevida, de tozudez tan parecida a la demencia, de vehemencia en medio de tanta incertidumbre. La poética de un grupo que se ha legitimado sobre las tablas parece intacta, pero ese acicate no deja de estar atravesado por los bandazos en que es pródiga la vida.

Con marcados contrastes, cicatrices y fisuras, con evidentes ausencias y sustituciones con respecto al Woyzeck original, estas funciones en la sede habitual de la compañía, en el templo de Loma y 39 del Vedado, muestran un espectáculo que no teme al cambio, al reacomodo, que canjea con el tiempo como el cuerpo del actor. Un cuerpo cansado pero invicto. Que patalea. Que aún se rebela a la flacidez y las “pausias” de toda índole, como si semejante victoria fuera permanente; pero con ello, revela también un misterio ante el acto de creación.

De nuevo la historia del soldado en la trinchera a la espera de una batalla que es el fantasma de una guerra acabada, simulación de una realidad más peligrosa y letal: la deshumanización que conlleva un conflicto bélico. De nuevo Woyzeck, el soldado raso, que aprecia en el disparo propinado por el enemigo una pureza imposible de constatar en la traición de su amante, en la inanición de su hijo, en la pobreza de los suyos. Con la cordura pendiendo de un hilo, o más bien, de una soga con la que ahorcarse, la dramatización los hechos se vierten en un espectáculo que, a pesar de los trasiegos posibles, no pierde un ápice de su vitalidad.

Como estamos acostumbrados los espectadores del Buendía, la puesta emana una energía que se expande más allá de los diálogos, la música y la memoria. Una voluntad que no resulta indiferente. Esa, en última instancia parece el objetivo supremo de este Woyzeck, y en el ascenso que se realiza tanto en el espacio como en la ficción, va implícita con su carga demoledora, pero no exenta de belleza, toda la locura.

Fotos: Archivo FTH 2019