EDDY SOCORRO: MÁS DE 10 AÑOS PARA Y POR EL TEATRO NACIONAL DE GUIÑOL

Eddy Socorro, quien fuera director general y artístico del Teatro Nacional de Guiñol, con una amplia trayectoria escénica, acaba de fallecer en La Habana. Como homenaje publicamos una entrevista, cortesía de Rubén Darío Salazar, director de Teatro de las Estaciones.

En 1980, Eddy Socorro fue nombrado director general del Teatro Nacional de Guiñol ¿Cómo llegó Eddy a esa prestigiosa institución? ¿Conocía la maravillosa labor que allí se realizaba?

Siempre admiré, respeté y envidié los altos quilates de cada producto artístico del Teatro Nacional de Guiñol. Cada vez que podía trasladarme desde Matanzas a la capital cubana, era allí un espectador fijo.  Nunca me  pasó por la mente que iba a dirigir a algunos de esos grandes actores, actrices, directores artísticos, asesores, técnicos, a todo el personal tan profesional que en aquella época laboraba en el mismo. Mi nombramiento oficial como director general del Teatro Nacional de Guiñol lo realiza Marcia Leiseca, quien en 1980 y en  condición de Vice-Ministra,  dirigía la Dirección de Teatro y Danza del  Ministerio de Cultura. Cuatro años atrás, yo había levantado con mis manos, fundado y echado a andar con mi talento, rigor y ambiciones artísticas el Teatro para Niños y Jóvenes de Matanzas, cuya sede  hasta octubre de 1976 y desde el cierre oficial del Guiñol de Matanzas, durante los años de la “parametración”, había servido como almacén de suministros de la Dirección Provincial de Cultura. Mudarnos para  La Habana mi esposa y yo, con un niño de un año, dejando atrás nuestra tierra de origen, así como un confortable hogar en el poblado de Jagüey Grande –nunca nos dieron casa en la ciudad capital- y sobre todo nuestros respectivos trabajos, significó un momento doloroso para ambos.

¿Cómo le sirvieron sus estudios teatrales en la República Democrática Alemana, para esa nueva etapa como director general y artístico del Teatro Nacional de Guiñol?

“Al teatro profesional para los niños y jóvenes lo diferencia única y exclusivamente el público al que va dirigido”. Este es un criterio novedoso y revolucionario que considero un derrotero fundamental en mi gestión artística. Criterio que corroboré y afiancé en mis cuatro años de estudios teatrales en la entonces República Democrática Alemana, mediante los innumerables trabajos prácticos realizados en ese período con estudiantes, actores y actrices profesionales de diferentes agrupaciones teatrales. Ese tiempo fue decisivo para desarrollar y afianzar en mí, no solo los imprescindibles conocimientos de técnicas y métodos de trabajo que ya había adquirido en Cuba, sino también para consolidar mis conceptos estéticos y éticos sobre la labor teatral. La sólida y antigua cultura teatral alemana me enseñó también que “los actores tienen y deben actuar, el director artístico tiene y debe dirigir, el músico tocar su instrumento, el compositor, componer…. Y en un teatro tiene que producirse teatro”. Al empezar a dirigir en 1980, uno de los  más prestigiosos teatros existentes en Cuba, me encuentro allí con un paisaje artístico desolador, un elenco desarticulado y una inercia creativa  que amenazaban muy seriamente su continuidad.

Me lancé entonces a la más elemental tarea y propósito de todo artista: la creación, contando para ello, desde los primeros momentos y las primeras ideas, con el apoyo, entusiasmo, talento y profesionalidad de sus principales figuras de entonces: Xiomara Palacio, Isabel Cancio, Miriam Sánchez, Ulises García, Perucho Camejo, Armando Morales, Roberto Fernández y Héctor Angulo.

Uno de los primeros propósitos artísticos fue la recuperación y “desempolvamiento” de una puesta, que para mi gusto y concepto del buen teatro de muñecos, sigue siendo un patrón de referencia obligatoria, me refiero a Los seis pingüinitos. En esta exquisita e inolvidable puesta en escena del director búlgaro Boris Aprilov, intervenía  casi todo el elenco del Teatro Nacional de Guiñol. Se fortaleció la presencia de puestas  en escena para espacios abiertos, entre las cuales resulta imprescindible nombrar a La lechuza ambiciosa, pequeño diamante pulido por Xiomara Palacio y Armando Morales.  Se reinicia la programación , casi ya desaparecida, para el público adulto en el horario nocturno, para la cual se estrena Carnaval de Orfeo, escrita y dirigida por José Milián, quien por aquella época ya llevaba el cartelito de “enfant terrible” del teatro cubano. Se celebra en la sala de la institución uno de los primeros conciertos públicos de homenaje a Los Beatles, con la Banda de Rock de Luís Manuel Molina, bajo la dirección artística de Charles Medina. Luego de muchos años de vivir en Francia, presentamos en funciones únicas, a Elena Huerta, una de las grandes actrices cubanas. Ella presentó un programa concierto con textos de Jaques Prevert, el cual también incluía fragmentos de algunos momentos memorables que habían consolidado su fama en los escenarios habaneros. Cada mes se inauguraba una muestra de arte en el vestíbulo del teatro, la cual lo mismo contaba con obras de creadores de la talla de Antonia Eiríz, Osvaldo Castilla o Antonio Canet, entre otros. Los Pequeños Conciertos para Niños (los sábados a las 5.00 pm), creados por el compositor Héctor Angulo, consolidan su prestigio artístico con primerísimas figuras como las intérpretes vocales Iris Burguet y Georgia Guerra, o instrumentistas como Evelio y Cecilio Tieles. Comienza a gestarse y llevarse a vías de hecho una política de repertorio que logró el estreno de  hasta seis piezas anuales, pese a la cada vez más evidente carencia de materiales necesarios para la realización de escenografías, vestuarios, confección de utilería y muñecos. Era común en esos años de intensa labor, encontrar en funciones de trabajo en aquella instalación artística a reconocidos compositores como María Álvarez Ríos, Julio Roloff, Héctor Angulo, Juan Marcos Blanco, Juan Piñera o Andrés Pedroso; coreógrafos como Norma García, Alberto Méndez, Iván Tenorio, Félix Ervitti y Zoa Fernández; escenógrafos, diseñadores y pintores de talla XXL como Jesús Ruiz, Waldo Saavedra, José Luís Posada, Gustavo Acosta…

El clima artístico que se sentía en el Teatro Nacional de Guiñol hacía obligatoria la visita a esta sede teatral de todas las personas, sin importar la edad, sensibles y deseosas de disfrutar del buen arte. Las colas para las funciones parecían a veces interminables y en muchas ocasiones y de forma espontánea, se repetía la ya doble función de los fines de semana, para evitar que una enorme masa de público se retirara defraudada de nuestra sede. Cada función de estreno en aquella acogedora instalación de El Vedado, devenía fiesta para el espíritu y brindis colectivo por los esfuerzos y resultados artísticos que continuaban en ascenso. El Teatro Nacional de Guiñol volvió a convertirse, en un muy relativo corto tiempo, en lo que lo distinguió desde su época fundacional: contar en cada función en calidad de espectador a casi todo lo que valía y brillaba en aquellos tiempos en el movimiento artístico de la capital.

¿Cómo hacía dialogar dentro de un mismo colectivo a las diferentes estéticas que allí convergían –incluyendo la suya-, para dar un sello estético creativo al Teatro Nacional de Guiñol?

Uno de los aspectos más relevantes que caracterizó esta etapa del Teatro Nacional de Guiñol fue precisamente esa diversidad de formas estético-creativas que dibujaron su paisaje teatral. Claro que dentro de esta variedad coexistían diferencias, no solo de índole formal o temática, sino también en sus calidades artísticas. Pero revisando en el tiempo y tratando de ser lo más objetivo posible, no pienso que hayamos producido una sola puesta en escena de la cual tengamos que avergonzarnos. Los espectadores podían encontrar propuestas artísticas de facturas muy disímiles, que iban desde los espectáculos de animación teatral y aquí es fundamental citar al ya lamentablemente desaparecido actor Ulises García, con su famoso “Alelé” (Una creación de Carucha Camejo como personaje y de Pepe Camejo como imagen), hasta piezas de profundas y complejas aristas filosóficas como Los hijos de Medea, de los autores suecos Susan Osten y Peer Lysander, para la cual utilicé la adaptación del joven cubano Alejandro Normand.

Pienso que lo fundamental en todos estos años de trabajo, descansaba en el respeto que se practicaba en las relaciones de trabajo, y en ese toque de competencia,  inherente a la creación artística. No quiero decir con esto que todo era color de rosa ni mucho menos, pues es bien sabido que  en todo colectivo existen siempre diferencias, divergencias, pugnas y nosotros no teníamos por qué ser una excepción. Al emprender cada proyecto artístico se contaba en todo momento con el concurso de un grupo de trabajo en el que estaban representados todos los involucrados en el qué hacer artístico-técnico. Siempre supe apoyarme en el mismo. Existía un diálogo entre esos diversos niveles. Esa capacidad y necesidad de dialogar acentuaba el espíritu de responsabilidad, de pertenencia, dedicación y rigor profesionales de todos, sin pasar por alto aquí a cada una de aquellas exquisitas damas de la taquilla y las auxiliares de sala. Algo también muy significativo fue la atención que recibimos de parte de  la Dirección de Teatro del Ministerio de Cultura, atención que se traducía concretamente en asesorías artístico-técnicas para la conformación de nuestro repertorio, otorgándonos todo género de libertades en cuanto a selección de títulos y formas estético-artísticas;  asistencia a ensayos parciales y/o generales que concluían con encuentros entre los participantes del espectáculo en cuestión; la presencia  oficial de un directivo de alto nivel en todas y cada una de las funciones de estreno que se realizaban. Teníamos el privilegio de contar con funcionarios auténticamente comprometidos “con los de abajo”.

Espectáculos suyos como Mandamás, El tigre Pedrín o La gata que iba sola, me parecen títulos con un especial criterio artístico dentro de lo que producía el colectivo. ¿Qué otros títulos de ese tiempo usted sumaría?

Por supuesto que voy a citar otros títulos, pues me parece injusto concentrar la respuesta solamente en mi labor artística. El Teatro Nacional de Guiñol contó en los años de mi mandato con tres directores artísticos, también algunos actores interesados en la dirección escénica concretaron diferentes montajes. La presencia en el Teatro Nacional de Guiñol de un director artístico con un estilo y modo de hacer teatro de muñecos muy peculiares como Roberto Fernández, constituyó un matiz imprescindible en la diversidad artístico-estética que caracterizó en todos esos años a la salita del sótano del edificio Focsa. Puestas en escena de su autoría como Pluff el fantasmita o El flautista de Hamelin, fueron títulos que pudieron ganarse el calificativo de superproducciones de altos vuelos artísticos. La Nana, del desaparecido Raúl Guerra, introdujo en el teatro un tema tabú hasta ese momento en la dimensión teatral para los niños. Este montaje, de una exquisita factura artística, tenía ese don de provocar y conmover a los espectadores, matizado con excelentes actuaciones, entre las que hay que mencionar en primerísimo lugar a Xiomara Palacio en el rol protagónico del niño Caspi.

Por otro lado, Ricardo Garal realizó varios intentos de renovación temática y formal con sus puestas en escena para títeres, dentro de las cuales se puede distinguir Viaje a las galaxias, de Ignacio Gutiérrez, pues con escasos  recursos técnicos lograba trasladar al público a un viaje imaginario fuera de la tierra. Tuve también el goce de contar,  por poco tiempo, el concurso artístico del veterano Modesto Centeno, de quien señalo con marcada simpatía su puesta en escena para adultos de Cecilia Valdés, y su versión, especialmente para los niños,  de Bebé y el Sr. Don Pomposo. Sentí en todo momento profunda admiración y respeto por Centeno, quien con esfuerzos físicos muy visibles, por su avanzada edad, llegaba siempre de primero a sus ensayos, no faltaba a una sola de las funciones de sus montajes y nos regalaba siempre una sonrisa amplia, afable, orgánica. Eso que hoy todos se empeñan en acentuar tanto al llamarle “amor”, refiriéndose a la labor práctica cotidiana del teatro, fue un sentimiento  fundamental que nunca faltó a los verdaderos hacedores en el Teatro Nacional de Guiñol.

Con relación a mi producción artística, pienso que todos y cada de uno de mis montajes, con diferencias de calidades en sus facturas artísticas entre sí, se caracterizaron por un marcado acento renovador, revolucionario, el cual podía apreciarse ya  desde el mismo momento de la selección del  texto dramático. Puestas en escena como La estrella que cayó del cielo, de Juan Carlos Martínez,  El pequeño Príncipe, de Saint-Exupery, Los hijos de Medea, de Osten y Lysander, La gata que iba sola (primera y única Opera-Rock para niños producida en la isla, con música de Luis Manuel Molina y adaptación de Perucho Camejo y mía sobre un cuento de Kipling) sin olvidar El Gran Cuento, igualmente adaptación y traducción mía sobre la obra de Bruno Storni, con el joven actor Yosvani Brito, última producción teatral que realicé para ese teatro. Todas constituyen ejemplos fehacientes de mis postulados estéticos, artísticos y conceptuales, al abordar la creación teatral para el público infantil y juvenil. En casi todos los momentos encontré el apoyo mayoritario del elenco artístico. Entre los espectadores de entonces generaron las más diversas reacciones, que iban desde la  acogida entusiasta hasta el rechazo abierto y total.

¿Qué cree usted haberle aportado como creador de la escena, a ese conjunto teatral que ya cumple su  media década?

Los 80, década en que yo asumo la dirección general del Teatro Nacional de Guiñol y paralelamente mi labor como director artístico con el elenco profesional del mismo, bien podrían llamarse los años del renacimiento del teatro cubano, donde el teatro para niños y jóvenes alcanzó su momento de mayor esplendor y reconocimiento social a todo lo largo y ancho de la Isla. Me refiero a la existencia de agrupaciones y figuras relevantes como Fernando Sáez, Mario Guerrero, Yulki Cary, Félix Dardo (la lista, por suerte,  se haría muy extensa), creadores todos que intentaron y supieron despojar al arte teatral dirigido a este público, de clichés, convenciones, manierismos y de toda una gama de interminables presupuestos banales que ostentaba esta parte del arte,  dominada por una seudo-cultura heredada de un pasado lejano en el tiempo.

La creación del Ministerio de Cultura y el surgimiento del entonces llamado Movimiento de Teatro Nuevo; la constitución de los Centros Nacionales de la ASSITEJ y la UNIMA;  las celebraciones periódicas de los Festivales Internacionales de Teatro de La Habana y los Festivales de Teatro para Niños y Jóvenes; la presencia en Cuba de un sinnúmero de distinguidas personalidades del ámbito teatral europeo, impartiendo talleres teórico-prácticos, dictando conferencias, dirigiendo puestas es escena; la asistencia de actores, actrices, diseñadores y directores cubanos a eventos, talleres, seminarios y congresos internacionales, así como la presencia de algunas de nuestras agrupaciones teatrales en un notable conjunto de eventos y giras teatrales, contribuyeron notablemente a la creación del más confortable clima para la creación y la estimulación del ejercicio de este arte, y fundamentalmente a la necesaria confrontación con otras culturas teatrales de dentro y fuera del país.

El Teatro Nacional de Guiñol volvió a presentarse en diferentes países europeos y latinoamericanos. Privilegio del que no sabía la agrupación desde los años 60. El colectivo artístico habanero es distinguido a nivel continental  con el otorgamiento del Premio Ollantay, y sus producciones artísticas de aquel momento, muestran profundas huellas de afán renovador y espíritu de continuidad, revelándonos un colectivo artístico que había llegado a la cúspide de su ascendente recorrido artístico.

Yo sentí cumplida mi tarea como director general y artístico del Teatro Nacional de Guiñol, y en consecuencia me retiro del cargo comenzada la década del 90. Quería dedicarme  a la búsqueda de nuevos horizontes para mi labor creadora, dejando a un colectivo al cual pude brindarle, con todo gusto, más de diez años de mi talento y mejores energías.

¿Qué momentos particulares recuerda usted de allí? ¿Siente que le faltó algo por hacer en ese colectivo teatral?

La vida de alguien que dedicó más de diez años para y por un colectivo teatral, está llena de todo tipo de recuerdos. Distinguir unos de otros sería imposible, injusto. Mis hijos que no se perdían un estreno y estaban casi todos los fines de semana conmigo en la instalación, junto a los hijos de otros actores y actrices. La confabulación del elenco artístico que hacía Liborio, la jutía y el majá,  les hizo improvisar para una de sus funciones el vestuario de guajirito cubano que hizo “saltar” al escenario a mi hijo Alejandro, marcando así, con solo nueve años, su debut escénico. Los intercambios de regalos por determinados eventos, las fiestas de cada función de estreno, celebraciones donde nunca faltaron las obligatorias flores para los actores y actrices. Los cierres continuos por roturas del aire acondicionado o por desbordamientos de la fosa del edificio. La llegada un buen día de un actor amigo de Alemania, quien al saber las causas del cierre prolongado del teatro, organizó una donación en su país y vino nuevamente a La Habana para comprar, instalar y donar al teatro de un nuevo equipo de aire acondicionado. Mis posiciones firmes, ante intentos de actos de injusticia con algún miembro del grupo. Mi oficina, linda, amplia, siempre con flores frescas y casi siempre ocupada por visitantes o trabajadores del centro. Mi personal técnico, con Luís Pérez, Gregorisch y el Chino Cobas, enamorados todos de su teatro. Mi Administradora Elsa Ramírez, mano derecha, izquierda y luchadora incondicional. Mi secretaria, eficiente, confiable. La bajada y subida precipitadas de los escasos pasos que separan platea del escenario, la escalera que da acceso al teatro…

Lo que pudo faltarme por hacer no era posible hacerlo en aquellos momentos, aunque no por ello dejo de sentir algo de frustración, pero la misma es llevadera. En general, me siento muy honrado, satisfecho y feliz al mirar atrás ese tiempo mío con los creadores del Teatro Nacional de Guiñol. Algunos de ellos me acompañan hoy en calidad de buenos amigos; otros no dudo que renieguen de mí. A todos ellos mil gracias, como todos saben “nada es perfecto”.