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Danza Y La Idea Interna De Su Ser, ¿Más Que Un Acto De Metamorfosis?

De eso se trata: alcanzar un cuerpo dilatado, fértil, manera de penetrar en la idea interna de la danza y en su diversa corporalidad danzante. Desde el multilateralismo que identifica la asunción de un pensamiento dancístico, no menos dilatado, en el siglo XXI, ¿acaso sigue siendo la danza un puro acto de metamorfosis?
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Por Noel Bonilla-Chongo

(…) al final no vemos el movimiento,

vemos solamente el emplazamiento de sus formas cambiantes (…)

Laban

De eso se trata: alcanzar un cuerpo dilatado, fértil, manera de penetrar en la idea interna de la danza y en su diversa corporalidad danzante. Desde el multilateralismo que identifica la asunción de un pensamiento dancístico, no menos dilatado, en el siglo XXI, ¿acaso sigue siendo la danza un puro acto de metamorfosis? En estima de este posicionamiento como máxima en la producción de conocimientos y en los sistemas de aprendizajes y trainings corporales que sitúan en el poder transformador del cuerpo en juego, la génesis de su praxis o la totalidad movimental de su discurso escénico (incluso en aquellas donde se apuesta por la “anulación” del danzante), ¿podría la teoría de la danza penetrar a profundis para explicar funcionalmente sus alegatos?

Pero, vale la pena preguntarnos (tal vez tímidamente): ¿dónde comienza y dónde termina la danza? ¿Dónde, el gesto banal o el movimiento cotidiano descrito por el cuerpo, se vuelve un paso danzante? ¿Por qué, en ausencia de acompañamiento musical real, sólo con la sonoridad ambiente (o en el más total de los silencios), el cuerpo puede misteriosamente metamorfosearse a nuestros ojos e imponernos la visión de una coreografía virtual? Sin dudas, el misterio pareciera disiparse si, en lugar de adoptar el punto de vista del tercer observador o del espectador, escogiéramos aquel del sujeto danzante activo e invocáramos nuestra propia intención de danzar. Pero, en realidad, la cuestión se aleja, pues el cuerpo esperará la orden (o el esquema) motriz para conformar su respuesta, o sea, su intención danzante. Al igual que el performer en un proceso de búsqueda e improvisación, el cuerpo recurre a la solución sicológica factible, a la evidente analogía o similitud de movimientos percibidos y archivados tras la recepción espectacular. Entonces, ¿aquel cuerpo que vemos entre gestos banales y movimientos cotidianos, pudiera decirse que “danza”?

Tal vez su corporalidad trasunta una presencia seductora, incluso pudiéramos hablar de “cuerpo creíble”, tal como apuntara Paul Valery en L’Âme et la Danse[1], cuando diserta, a través de la boca de un Sócrates admirador de las evoluciones fascinantes y desconcertantes de la bella Atenea, asegurando que “es su danza un puro acto de metamorfosis”.

Podemos hablar de corporalidad danzante, cuando el cuerpo en juego no cesa de disolverse y reconstituirse en cada instante de sus evoluciones escénicas, léase, a través de sus metamorfosis. Entonces su danzalidad se inscribirá dentro de un dominio esencialmente corporal: relación del movimiento en el espacio (Coréutica), movimientos estos que relacionan orgánicamente con la energía (Eukinética) y, a través de la percepción del espacio en su relación cuerpo movimiento-energía (Lavinidad), “l’instant engendre la forme, et la forme fait voir l’instant[2]. Los desplazamientos, los gestos, la mímica, etc., se tornarán acciones denotativas de un cuerpo en juego y una corporalidad danzante.

Por ello, bien lejos de ser un simple divertissement, la danza es, según Valery, “(…) poesía general de la acción de los seres vivos: ella aísla y desarrolla los caracteres esenciales de esa acción, la desata, la despliega y hace que el cuerpo conserve su objeto de transformación, la sucesión de apariencias, la investigación de límites capaces de ser”[3].

Con la extraordinaria lucidez y fineza de su visión poética, Valery discierne lo que ha devenido, después de tantos años, como “la matriz constitutiva” de la especificidad del arte de la danza, integrada por cuatro características cardinales que permiten la determinación estética del acto de danzar. Caracterización que ahora sintetizo, en reinterpretación del profesor Michel Bernard[4]:

  1. Posee la danza una dinámica corporal de metamorfosis indefinida, una embriaguez de movimiento para su propia transformación: la danza se propone siempre, como búsqueda delirante de un cuerpo individual que intenta vana, pero incesantemente negar su aparente unidad dentro de la multiplicidad, la diversidad y la disparidad de sus actos.
  2. Su juego aleatorio y paradojal de construcción y destrucción o mejor, empleando la metáfora usada frecuentemente por muchos coreógrafos (modélico en Simone Forti) de “tejer y destejer” la temporalidad: la corporalidad no cesará en su afán permanente de deshacerse y rehacerse en su devenir “salvaje” y caótico. Devenir que se disemina con la irrupción brutal de acontecimientos diversos, los famosos events de Merce Cunningham que, en definitiva, procuran legitimar la realidad de un Sujeto con autoridad permanente de conducirse, de intervenir y manifestarse.
  3. Su obstinado desafío a la gravitación terrestre o, dicho de otro modo, su diálogo incesante y conflictual con la ley de gravedad: la corporalidad en la danza se manifiesta a partir del momento en que es modulada de manera astuta y la ley de gravedad pareciera un hilo magnético que atraviesa el cuerpo de pies a cabeza, a través del extraño y frágil canal de la columna vertebral que tiende curiosamente al rechazo mientras es atraído. El pie del danzante fortalece sucesivamente las uniones contrarias con la tierra al punto de querer, a la manera de Trisha Brown, provocar una insolente e irónica caminata por las paredes.
  4. Finalmente, su pulsión auto-afectiva o auto-reflexiva, o sea, el deseo intenso e irreprensible de la corporalidad de regresar sobre ella misma que, en la visión simbólica del poeta, adquiere una conducta sonámbula, un cierre enigmático y desconcertante del sueño: el danzante aparenta, para actuar mejor con los recursos motrices indefinidos de su corporalidad, encerrarse en una burbuja ficticia siempre mutante que, singularmente, lo excluye del mundo con el que pretende fundirse y fusionarse.

En estas cuatro características específicas de “lo danzario” y su inherente corporalidad (como también hiciera y de manera más funcional, Laban), pareciera que Valéry reconoce y describe el razonamiento de la danza. Pero, como él mismo hiciera notar, estos rasgos sólo pueden surgir e imponerse desde un cuerpo cuyo movimiento se haya liberado de la subordinación a las urgencias y necesidades inmediatas y, por consiguiente, del peso de sus ataduras instrumentales que lo hacen depender de los imperativos técnicos, de lo contrario, el movimiento deviene, parafraseando a Kant, en “una finalidad sin fin”.

No hay sitio para la vacilación, tratando de encontrar una (quizás también tímida) respuesta a las preguntas iniciales: la corporalidad entrará en la danza y podrá ser llamada danzante, sólo a partir del momento donde aquel movimiento banal y cotidiano se aparta y evade la atracción imperiosa de la técnica, haciendo que el cuerpo se emancipe y autonomice.

Entonces, la corporalidad danzante encontrará su concreción a través de la composición coreográfica. Composición donde el cuerpo pudiera pensarse como mero pretexto para habitar el espacio escénico (físico y objetivo / ficcional o representacional). Pero, un cuerpo no cualquiera, sino entrenado, pleno, organizado somática y armónicamente. Aquel que desde su juego dispone a bien colocar su rol, su atención, su presencia, su mirada, etc. Y el espacio, será ahora, el lienzo donde el fabulador (danzante, coreógrafo, etc.) dejará correr su información (intuición-discurso) en busca de una escritura nacida de un cuerpo listo, como “emplazamiento de sus formas cambiantes”.

Convergen en la escritura compositiva muchas y diversas experiencias. Partamos de la tenencia de un cuerpo creíble que, a través de la danza, procura establecer relaciones. La relación, al decir de Barba, primero se da entre lo visible y lo invisible, es decir, cuerpo y mente. Segundo, la relación existe entre el bailarín y el espacio, el tiempo, los objetos, la música, el texto, los silencios, las luces, los trajes, los compañeros de escena, los hechos particulares del personaje y la historia en su totalidad. Tercero, ella se establece entre el bailarín y el espectador para transformar esa relación en un hecho artístico-escénico que se llama danza”.[5]

Rebasando estas relaciones, la corporalidad estará consagrada a desbordarse ante cualquier tentativa que pretenda, por un lado, mostrarla, instrumentalizarla y a fortiori manipularla; por otra parte, identificarla desde la mutabilidad indefinida de su poder de simulación.  El cuerpo estará dilatado, creíble, en juego, etc., y su corporalidad danzante. Entonces, no le temamos, con estas herramientas debería operar aquella teoría de la danza que, desde cualquiera de sus ocupaciones, perspectivas analítica u obsesiones (historiografía, análisis, crítica, pedagogía, gestión o consejería) intente explicar esa extraña (por común y al uso) idea interna que ha sido (por impericia) desterrada en mucho de los tratados que acorralan las narrativas por donde la historia de la danza en estos cinco siglos de obediencia a la canónica antropométrica y remecanicista nos ha llevado. Hoy por hoy, traspasadas los algoritmos y teoremas a que nos lanzaran las utopías del siglo XX, más allá de la flexibilización cuantitativa y la reproducción en serie del XXI, ¿podrá la danza (desde esa idea interna de su ser) ser un puro acto de metamorfosis?

[1] L’Âme et la Danse, Paul Valery in Oeuvres, Bibliothèque de la Pléiade, Gallimar, 1960, tome II, p.160-172.

[2] Ibídem. “El instante engendra la forma, y la forma hace ver el instante”.

[3]  Paul Valery: Philosophie de la danse, in Oeuvres, op. cit., p. 1392-1403.

[4]  Michel Bernard: De la Création Choréographique, Colección Recherches, Centre Nacional de la Danza, Paris, 2001.

[5] “Lo que dijo Eugenio Barba”, en La dramaturgia del bailarín. Patricia Cardona, Colección Escenología, México, DF, 2000.

 

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