Berta Martínez: el teatro como diálogo permanente de culturas

Por Esther Suárez Durán

Cuando el estudioso se asoma a la trayectoria vital de la actriz, directora, diseñadora y pedagoga incansable que fuera Berta Martínez, cuando rememora los espectáculos bajo su conducción que tuvo el privilegio de disfrutar junto a aquellos otros en los cuales ella intervino como intérprete, las conversaciones interminables cuyo tema era, de común, el teatro; cuando examina las reseñas críticas de cada época y entrevista colegas que compartieron procesos y escenarios no hay cabida para otro sentimiento que no sea el asombro y la admiración.

Sobre 1944 la familia Martínez López compuesta por ocho miembros: el matrimonio y sus seis hijos, emigran desde Yaguajay a La Habana, donde al único hijo varón le aguardaba un empleo y no era costumbre, entonces, la separación de las familias. Esto facilita que, siendo apenas una adolescente (había nacido en 1931), tres años más tarde, cumplidos los dieciséis, la joven procedente de una familia humilde del centro de la isla, espigada en un término territorial con escaso desarrollo, inicie el cumplimiento de una naciente vocación. Transcurría entonces el año 1947, los inquietos fundadores del grupo ADAD, de 1943, conocedores por propia experiencia de la alta significación que suponía contar con un centro formador (ellos se habían beneficiado de ADADEL, la Academia de Artes Dramáticas de la Escuela Libre de La Habana) lograron, contra todo pronóstico, disponer de una nueva institución para estos fines. Como resultado, en ese propio año quedó inaugurada la Academia Municipal de Artes Dramáticas de La Habana (AMAD) con una mínima subvención de la instancia administrativa municipal de la ciudad.

Allí ingresó la joven, a la vez que intervenía, como actriz aficionada, en cuanta empresa le resultaba factible. Quién sabe si su origen humilde influyó en la atracción que inicialmente  sintió por la vertiente popular de nuestro teatro. Se relacionó directamente, desde el escenario, interpretando los papeles de damita joven, con las destacadas figuras del llamado vernáculo que hacían temporadas en el Teatro Martí: Alicia Rico, Candita Quintana, Zoila Pérez,  y otros artistas mientras seguía con atención las presentaciones aún escasas (apenas una función al mes de cada obra) del grupo ADAD, el Teatro Universitario, Patronato del Teatro, aunque es necesario decir que durante la etapa llamada “del teatro de arte” (1936- 1953) en La Habana se presentaban anualmente un promedio de 22 producciones.[i]

Es posible suponer aquí, en este momento de su vida, el inicio de su interés por los estilos de actuación, las influencias presentes sobre los mismos, los recursos en uso; materias en las cuales devendría después consumada maestra.

Cuatro años más tarde se graduó como locutora radial –una senda que ya se tornaba habitual para los interesados en la actuación dentro del medio, la habían seguido varias de quienes luego destacarían como grandes actrices de la radio cubana: Marta Velasco, Margarita Balboa, entre ellas— y sin mayor demora se sumó a los elencos dramáticos de diversas emisoras de la capital. Imagino el esfuerzo, el tesón, el ingenio para ajustar su timbre de voz poco común y su decir ligeramente sibilante a los parámetros de los micrófonos radiales de la época. A fines de 1950, en cuanto la Televisión comenzó su trayecto en Cuba, tomó parte en su programación dramática.

No era suficiente. En realidad –luego lo sabríamos—, nunca sería suficiente. Sus ansias de saber, unidas a las experiencias de algunos colegas de más trayectoria, quienes viajaban por breves temporadas a los Estados Unidos y cursaban becas y talleres con diversos maestros en unas pocas instituciones, la impulsó a hacer también suya esta práctica. Sin ningún respaldo económico, en 1955 viajó a Nueva York. Mientras se procuraba su sostén trabajando en una factoría, logró pasar satisfactoriamente las pruebas de actuación en la Bown Adams Professional Studio, a pesar de que la admisión de estudiantes latinos no era habitual en la misma. Matriculó en los cursos de Actuación, Dirección y Luces, pero sus limitados recursos financieros solo le permitieron cursar dos niveles de Actuación, uno de Dirección y otro de Luces.

Ya para esos años, el arte teatral en la Isla definía su futuro mediante la permanencia en los escenarios, para lo cual asumió la estrategia de las pequeñas salas de presentación y levantó sus pequeñas empresas vinculadas a los ingresos de la taquilla. Relativamente pronto, la joven actriz que regresaba a la Patria figuró en el reparto del grupo más interesante del período y una de las instituciones medulares en el proceso de fundación del teatro contemporáneo cubano: el mítico Prometeo, del  legendario director Francisco Morín, donde compartió escena con Helmo Hernández, Manuel Pereiro, Ernestina Linares, Lilliam Llerena, llegó a ocupar lugares prominentes en los elencos de varias puestas en escena  y fueron reconocidos su talento y rigor profesional; fruto el último de la auto-exigencia y el estudio permanente.

Prometeo también le abrió las puertas de la dirección escénica cuando, ante un viaje a Francia que Morín debía emprender, la nombró directora sustituta y le encargó culminar el montaje de El difunto Señor Pic, de Charles de Peyret Chappuis, el cual protagonizaba la actriz. La Asociación de Reporteros Teatrales y Cinematográficos (ARTYC) le entregó los premios de actuación y dirección (este último junto a Morín) correspondientes al año 1957. Morín torcía el gesto, no obstante; no conseguía comprender cómo lo que era a todas luces una comedia había cambiado su aire durante su ausencia para terminar siendo una pieza trágica. La osada discípula presentaba credenciales junto al maestro.

En 1959, el Patronato del Teatro le confió el protagónico de El águila de dos cabezas, de Jean Cocteau, presentada en la sala Talía, el hecho constituyó señal de reconocimiento a su madurez en el medio escénico.

En 1960, en una atmósfera nueva de vida y creación retornó a las labores de la dirección teatral y alcanzó resultados impactantes con la Santa Juana, de Bernard Shaw, que se presentó en el Palacio de Bellas Artes y que la crítica no pasó por alto.  En 1961, estimulada por Raquel Revuelta,  ingresó a Teatro Estudio –fundado desde 1958— donde permaneció hasta los albores de los noventa y resultó protagonista de una de las grandes sagas de la historia teatral cubana que, no engañarse, no hubiera sido la misma –como veremos hacia el final de este texto— sin su presencia.

En la memoria colectiva han quedado inscritas las puestas de El perro del hortelano, Madre Coraje y sus hijos, Fuenteovejuna, Contigo pan y cebolla. En todas ellas, Berta fue una actriz con un desempeño de excelencia que transita con igual pericia por muy diferentes registros, sistemas teatrales y quien, al lado de otros artistas inmensos, presenta modelos de performatividad y sienta ya cátedra con un personalísimo sello en su actuación.

En la primera etapa del referido conjunto escénico, en 1964, dirigió La casa vieja, ese texto audaz de Abelardo Estorino. Luego, en 1966, trabajó nuevamente con la dramaturgia cubana; tres obras de autores nacionales, entre las que se incluyó una propia se levantan sobre las tablas de su mano (Todos los domingos/Antón Arrufat; ¿Quién pidió auxilio?/Berta Martínez; y La lata de pintura/Lisandro Otero.

En 1967 se aventuró fuera de las lindes de Teatro Estudio y preparó La reina de Bachiche, de José Milián, con la Compañía de Arte Teatral La Rueda, un proceso que no culminó por varias razones, entre ellas una gira a México con otro espectáculo que se le propone a la entidad y que vuelve incierto el panorama del montaje en marcha. La actriz decide regresar a su grupo de origen. Sin embargo, las memorias que quedaron de este abortado montaje y los sucesos posteriores permiten concluir que, en tanto directora, la artista se hallaba buscando su cuerda personal.

Desde tal perspectiva, 1969 se insinúa al estudioso como un momento definitivo. En el Don Gil de las calzas verdes que estrenó entonces fraguaron los tanteos y pruebas de Bachiche. La conocida obra de Tirso de Molina se configuró en un espectáculo de vibrante energía, en el cual los movimientos de conjunto fueron elaborados cuidadosamente y adquirieron una importante presencia, a la par que fueron subrayados los signos netamente populares, entre ellos el folclor ibérico mediante ritmos y canciones.

La convergencia en una misma persona de saberes y habilidades relativos a la dirección teatral y el diseño escénico colaboró en la práctica de establecer los símbolos escenográficos a partir de los cuerpos de los actores, prescindiendo de todo otro recurso material para tal fin, a la par que incorpora la iluminación a la dramaturgia del espectáculo mientras se vale de ella para completar la creación de imágenes de memorable hondura y belleza.

Al respecto, el segundo empeño con La casa de Bernarda Alba, en 1972 (el primero fue  Bernarda, de 1970), resultó definitivo.

Los espectáculos se caracterizan, además, por el elocuente manejo del espacio, la precisión y la limpieza en acciones y secuencias, el sentido del ritmo. Los personajes son cincelados hasta resaltar el rasgo más sutil, se cuida particularmente la emisión de la voz, el fraseo, la enunciación del texto (el hecho me remonta a sus inicios en la radio y a las primeras influencias del teatro de arte además del laboreo con el verso del teatro español). El trabajo de preparación es extenso e intenso pues el espectáculo se va levantando paso a paso sobre el lugar de ensayo, allí se someten a prueba los recursos  complementarios, sean largas varas de madera, abanicos, hojas enormes, altas sillas, bastos paños partiendo siempre de visiones predeterminadas; la improvisación tiene pautas.

En este tiempo las faenas de la dirección escénica aún se simultanean o alternan con la actuación. En el difícil año de 1974, en pleno quinquenio gris, realizó una nueva y memorable creación con otro espectáculo del binomio Brecht /Revuelta: en Galileo Galilei Berta interpreta a la Señora Sarti y comparte la escena con Vicente, a cargo del Galilei.

En 1979 tiene lugar en su trayectoria el estreno absoluto de Bodas de sangre y es este uno de los más altos momentos del teatro cubano. La estremecedora belleza lograda con una extraordinaria economía de medios expresa un poderoso discurso ideológico que inserta la relectura de los símbolos lorquianos. Y es que, dentro del teatro cubano contemporáneo, el quehacer de Berta Martínez, como el de Vicente Revuelta, se distingue del resto, muy especialmente, por la persistencia e intensidad de su elaboración ideológica, de su discurso sobre las sociedades, su estructuración y funcionamiento y su relación con las vidas y destinos individuales. Ambos realizan el examen desde perspectivas dialécticas y  materialistas encontrando siempre, como artistas de gran talla, las formas idóneas para comunicar sus visiones; imágenes que por la legitimidad de sus naturalezas potencian el enunciado y su significación. De ahí que La casa de Bernarda… sea un impresionante estudio desde la perspectiva de género y que del tejido poético de Bodas de sangre emerja con tal fuerza el tema de los intereses económicos,  en una exposición de tantas resonancias que llega a incorporar al cierre el tópico del poeta asesinado.

Stanislavski, Brecht y, sobre todo, Meyerhold personalísimamente asimilados, junto a determinadas experiencias e influencias más cercanas han conformado una concepción del arte teatral de intensa síntesis que se expresa en un estilo pleno de signos propios. Se trata de un teatro de audacias y renovaciones que se levanta sobre una vasta información plástica, musical y un estudio minucioso de fuentes históricas y literarias. El discurso, por fuerza, se muestra barroco, polisémico y por momentos demanda un espectador avezado.

En 1984  trabajó con Shakespeare, curiosamente un autor poco representado en nuestra escena, y realizó una audaz interpretación de Macbeth  la cual, luego, no la complació; tal vez por la ausencia de sutileza, de ocasiones para la revelación y el descubrimiento. En 1986 retornó al universo lorquiano, esta vez en la vertiente festiva de La zapatera prodigiosa.

Quedó demostrado que los recursos estilísticos con los que ha configurado un singular lenguaje valen tanto para la tragedia como para la comedia. El espectáculo, de imaginativas soluciones, trajo nuevamente a la escena el folclor musical español, entretejió humor y belleza y realizó una lectura agridulce, humanísima, que vuelve a dar lustre a tópicos como las contradicciones entre la realidad y el deseo, los estrechos límites en que transcurre la vida humana.

Muy pocos meses separaron dicho estreno de aquel de La aprendiz de bruja, único texto teatral carpenteriano que se prepara con elenco de Teatro Estudio pero desde la institucionalidad del Teatro Nacional de Cuba. Tras su segunda  representación, donde ocurrió un accidente lamentable, la obra bajó de cartel.

En 1989 el teatro cubano se reorganizó estructuralmente y emergió el sistema de proyectos artísticos. La actriz y directora permaneció dentro de Teatro Estudio y  recreó para la escena dramática, en sendas versiones pensadas para actores en lugar de para cantantes líricos, dos títulos muy conocidos del género chico español: La Verbena de la Paloma o El boticario, las chulapas y los celos mal reprimidos (1989) y, en 1991, El tío Francisco y las leandras.

Las ociosas diferencias entre teatro culto y popular presentes aún en nuestros sistemas de valores estéticos sustentaron el desconcierto inicial que produjeron en ciertas zonas de la audiencia la aparición de tales títulos en la trayectoria de la directora; se olvidaba una vez más que el llamado arte culto de común se erige sobre manifestaciones de la creación popular (desde Bach hasta Roldán, por solo mencionar un arco temporal perteneciente a la música) y que, en cuanto a la expresión teatral en específico, tanto Lorca como Shakespeare (al igual que Lope de Vega, Tirso y todo el teatro del Siglo de Oro español así como el teatro isabelino) son representantes de un arte capaz de satisfacer las expectativas de públicos situados en diferentes zonas de la estructura social y, ante todo, autores de elaboraciones  artísticas donde resulta nítida la impronta de la cultura popular.

Ambas piezas (La verbena… y El tío Francisco…) corresponden a una de las vertientes raigales de la cultura cubana y de su escena. Para los teatristas cubanos de la generación de Berta, Vicente, Raquel, Roberto, otras anteriores e, incluso, algunas posteriores el teatro español  es referente obligado. Fue espacio de sus ejercicios de aprendizaje, de sus entrenamientos para dominar el verso. Sobre él, y muy especialmente a partir de sus entremeses y pasos, de sus tonadillas –que inundaron La Habana de primera mitad del XIX –de su producción sainetera y de su producción lírica en formato de zarzuelas — grandes y chicas— tiene lugar la elaboración de un teatro propio, nacional, cubano. Y a este fenómeno fundacional, a este maridaje cultural  aluden las recreaciones que la directora realiza a partir de estas obras del género chico, las cuales exploran las fronteras entre procacidad y arte apelando, como el mejor teatro popular de cualquier época, a la complicidad inteligente y gustosa del público para completar el sentido de una frase, imagen o secuencia y  realizar la lectura más fecunda de los subtextos.

Dichas producciones se inscriben en sus investigaciones sobre los referentes del teatro cubano que, si bien antes la habían conducido por el mundo de la picaresca, ahora la sumergen en el ámbito del  espectáculo musical popular, estableciendo las relaciones entre el denominado género chico y ese fenómeno de similar raigambre que es el bufo cubano.

Sin embargo, siendo coherentes con el camino recorrido por la directora entre el lejano 1957 y su última revisitación a Lorca de 1986, la selección de estas últimas piezas parecía más bien constituir un preludio, “un paso”, hablando en términos teatrales, para acceder a empresas más altas. De hecho, durante cierto tiempo La Martínez  –apelativo con el cual la reconocía la crítica ibérica durante sus exitosas giras a la península y del que nos apropiamos, con admiración y cariño y un poco de esa socarronería nuestra, sus discípulos y colegas cubanos— anunció un próximo mayor empeño que vaticinaba ser, desde perspectivas más complejas e integradoras un tributo a las esencias de nuestro teatro popular: ¿La pícara Coraje?

Sin embargo, nos hallábamos ante una directora que tuvo como método alzar sus creaciones espectaculares sobre una teatralidad previa expresa en una escritura teatral que le antecedía tras someter la misma a innumerables especulaciones ¿Acaso en esta ocasión el proceso precedente de trabajo con el imaginario supuso un mayor esfuerzo, tal vez un tejido de fuentes insólito y no culminado? Como sea, la pícara Coraje nos queda como desafío.

Regresando al trazado cronológico,  El tío Francisco…, que retomó el espíritu del Don Gil  a la vez que la línea del musical abierta en 1976 por Héctor Quintero con Algo muy serio en el espectro genérico de Teatro Estudio, fue el primer espectáculo estrenado por la naciente Compañía Teatral Hubert de Blanck –germinada en el seno de Teatro Estudio— tras el último cisma de la extensa historia de este último, en el contexto –ya aludido— de reforma estructural de las artes escénicas.

Tras el estreno y las temporadas de El tío Francisco… se abriría la última etapa de trabajo de la directora, que incluyó variadas reposiciones y tres giras en 1998 y 1999 por una vasta zona de la península ibérica. Entre las reposiciones presentadas en Cuba figuran grandes títulos como Bodas de sangre, La casa de Bernarda Alba, La zapatera prodigiosa. Ello implicó el montaje de ciertos papeles con nuevos actores, además de la revisión de toda la partitura escénica y la recreación de algunos de sus momentos tal y como es legítimo en un hecho vivo como el teatro y en una auténtica creadora como la artista de quien se trata; no obstante, no tuvimos el placer de disfrutar de una nueva propuesta.

A estas alturas contamos con varias generaciones de estudiantes, de estudiosos del arte teatral y de espectadores para los cuales sus resultados no figuran entre los referentes activos, sensibles de que pueden disponer.

El examen de la cronología de espectáculos producidos por otro grande, Vicente Revuelta en este caso,  a partir de la década del noventa  muestra un panorama semejante (Medida por medida, 1993; Ñaque o de piojos y actores, 1994; La zapatera prodigiosa, 1998), lo cual me lleva a pensar en lo que se reconoce como el segundo período de Teatro Estudio y en Raquel como Directora General del mismo, una vez que Vicente no está ejerciendo el cargo. Bajo su dirección –cualquiera haya sido su estilo de trabajo— se consiguió sostener un dinámico ritmo de presentaciones y estrenos  a lo largo de más de veinte años  (entre 1968 y 1991) con la presencia en escena de todos sus directores artísticos, en una institución que contaba regularmente con cuatro o más figuras en tales funciones y que transitó por etapas sumamente complejas, marcadas por el segundo cisma de Teatro Estudio (1968, con la fundación de Los 12 y el Grupo Teatro Escambray) y la denominada “parametración” (1971-1976).

También resulta curiosa –y un elemento a  atender— la alternancia que se ofrece a la vista del investigador entre los espectáculos firmados por cada uno de estos directores, cual si se llevara a cabo una emulación, consciente o no, entre ambos, o tal vez dicha concurrencia temporal exprese las estrategias propias de la Dirección General a que he aludido con anterioridad: en septiembre de 1964 Berta estrena La casa vieja y, para diciembre, Vicente lo hace con El perro del hortelano. En mayo del 66 la directora realiza la trilogía ya mencionada de obras cubanas y en noviembre tiene lugar el estreno de La noche de los asesinos, a cargo de Vicente. En enero de 1972 sube a escena Las tres hermanas y en mayo La casa de Bernarda Alba. En 1979, en el mes de noviembre disfrutamos de Bodas de sangre y en diciembre de El precio. La casa de Bernarda… se repone en 1981 y La duodécima noche se termina en 1982. Macbeth tiene su estreno en enero de 1984 y en febrero Vicente muestra la trilogía de teatro norteamericano que incluye Antes del desayuno, Cuento del Zoo y, para marzo, El canto del cisne. La zapatera prodigiosa se presenta en mayo de 1986 y en junio tiene lugar el estreno de En el parque.

Luego, Vicente no regresará a escena como director hasta 1993 (con Medida por medida, de Shakespeare, tras el cisma del 91 que abre la última etapa de Teatro Estudio). Berta tendrá su  último estreno, dentro de la institución, en 1989 (La verbena…) y, entre 1990 y 1991 preparará El tío Francisco…. Para Teatro Estudio, instalado ya totalmente en La Casona de Línea desde 1992, Vicente realizará su peculiar versión de La zapatera prodigiosa en 1998.

El tema se relaciona con el asunto del patrimonio intangible, su cuidado y conservación. En ambos casos las puestas en escena no quedaron registradas en soporte de ninguna índole mientras que, con respecto a Berta, tampoco se logró garantizar el aprovechamiento colectivo ulterior de su talento y experiencia. El tópico rebasa la tradicional dimensión material (recursos y condiciones) en que acostumbramos a pensar estos asuntos para trascender  al área volitiva y la puesta a punto de las capacidades: una dimensión más sutil y compleja.

Entre las generaciones posteriores inmediatas es factible encontrar resonancias, discípulos. Entre los actores, cuyas edades rebasan los 50 años, varios son hoy primeras figuras de la escena cubana. Entre los directores y los diseñadores de luces el número es sumamente reducido. En el primer caso, Lauten y  Díaz  se han declarado herederos de tal legado y no es difícil enlistar a algún otro; en el segundo figuraron Cruz (Saskia) y Repilado.

En todas estas zonas de especialización, la impronta podría haber gozado de mayor impacto y repercusión toda vez que se trata, sin duda, de una artista excepcional, de alguien que por razón de su enorme talento, del dominio alcanzado en varias de las especialidades y oficios que concurren en el arte teatral es una de las grandes figuras del teatro cubano. Ello, y las circunstancias de la etapa de su existencia en que se mantuvo alejada, por voluntad propia, de los escenarios y también de la trama teatral, alimentaron la leyenda. No obstante, en un arte como el teatro, efímero, trasmitido sensiblemente de maestro a discípulo, donde participar íntegramente de ese intercambio inenarrable de energías que sucede entre la escena y el espectador resulta vivencia definitiva, las leyendas, aunque imprescindibles, legitimadoras y estimulantes, no son suficiente.

No se trata de ser ingratos ante la magna obra realizada, sino que su esplendor y  maravilla nos torna exigentes, insatisfechos, insaciables, tal y como la propia Berta se nos ha mostrado y nos ha enseñado que debemos ser.

Hoy, que la Maestra se ha instalado en ese espacio intangible de lo eterno, nos queda una lección por aprender. Tiene ella que ver con la importancia que toma lo que comúnmente consideramos el pasado en ese definitivo continuum que es la Cultura y con las estrategias que ponemos en práctica  para su efectiva preservación, quiere esto decir, para contar de modo eficaz con su inspiración e infinita compañía.

[i] Véase “Teatro cubano 1936-1958: el maderamen de la herejía”, en Como un batir de alas. Ensayos sobre el teatro cubano, Editorial Letras Cubana, La Habana, 2006, pp. 167-1993.

 

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