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Acercamiento interpretativo a Mozart Réquiem

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Por Roberto Medina

El Ballet Nacional de Cuba ofreció el pasado mes de junio en la sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba un homenaje al coreógrafo británico Ben Stevenson con la presentación de varias de sus coreografías: Tres preludios, inspirados en Tres preludios para piano del compositor ruso Serguei Rachmaninov; el estreno mundial de Los corceles de la Reina, dedicado a Su Majestad, la Reina Isabel II; Esmeralda pas de deux, y la pieza Mozart Réquiem.

Este tributo a su persona se realiza en el marco de una singular conmemoración, la de los 120 años de relaciones diplomáticas entre el Reino Unido y Cuba, y el Jubileo de Platino de Su Majestad Isabel II, en el setenta aniversario de su ascenso al trono. Ben ha viajado directamente a La Habana a montar esas obras de su repertorio con un carácter de estreno en nuestro país, las que desde ahora pasan a integrar el repertorio de esta compañía.

Mozart Réquiem fue creada originalmente por este coreógrafo para la compañía Texas Ballet Theater, que dirige desde hace años, en recordación al 250 Aniversario del natalicio de Mozart. Desde el mismo comienzo, apenas se abre el telón, se deja ver un grupo formado por jóvenes bailarines masculinos. La manera de bailar muestra un aire impactante, pero no por el empleo de alardes técnicos en los movimientos, aunque sí ingeniosos, sino por la solidez conceptual que a mi juicio le asiste. Sin duda los bailarines están inmersos en una situación conflictual, según testimonian sus movimientos y gestos. Paralelamente, la iluminación hace fulgurar a todo el escenario, al derramarse sobre los intérpretes. Es una luz peculiar, resplandeciente, que traspasa y deja al descubierto en una desnudez al ambiente escénico todo.

No eran solo hombres los mostrados. Ben Stevenson nos convocaba a ver a través de los bailarines, al debate interior no solo de hombres, y aparejado a ellos, la de sus almas. Esa doble condicionante será el centro vital de la representación. A través de lo humano contemplamos el drama íntimo de sus almas, anidadas en ellos.

No debiera esta idea que propongo causar consternación en su aceptación, si consideramos que la misa de réquiem es precisamente una misa dedicada a los difuntos, donde se ruega por las almas de los muertos antes del entierro o en las ceremonias de conmemoración. Nada raro resulta, además si tenemos en cuenta que el hombre acostumbra desde tiempos inmemoriales a recordar a los fallecidos y rendirles homenaje, y el réquiem es una forma musical encargada de esa función. Por tanto, lo enunciamos como la representación danzaria de dos lados fundamentales del ser: el debate interior que tiene lugar en las mentes y los sentimientos de hombres próximos a la muerte, de su muerte y la de otros; y del revoloteo consiguiente de las almas al presentir la cercanía de la muerte de aquel donde residen, al cual han estado apegadas desde el nacimiento de este.

La idea del alma acompañando la vida de la persona hasta producirse la muerte física, y con eso el desprendimiento del alma del cuerpo donde había estado adherida, ha estado presente en el hombre desde la más remota antigüedad en todas las civilizaciones. En la actualidad aún persiste en parte la conciencia socializada entre las personas de ser cuerpos animados por las almas, cuya existencia sobrepasa con mucho al corto tiempo de la duración corporal humana.

Esta agrupación representa a la humanidad como un todo. Lo que contemplamos no se trata solo de un mundo de hombres vivos, aturdidos por sus tormentos. Aunque también lo es. Las almas se presentan igualmente en escena en plena conjunción con los cuerpos de los hombres. Asistimos, por consiguiente, no solo al drama humano en este espectáculo danzario elaborado con sutil inteligencia por este coreógrafo inglés. Es el drama conjunto, de hombres y almas, quienes sienten de modos diferentes los anuncios de la muerte. Ambos habrán de resistir e intentar eludirla, en un esfuerzo mutuo, evitando se apodere esta del cuerpo y lo arrebate, no importa cuánto falte aun para sobrevenir el cese de la vida corporal y quiera la muerte hacerlo a destiempo. En esa lucha se unen las dos partes.

Los movimientos amplios de brazos, manos y piernas de los bailarines constatan según nuestra manera de interpretar, denotan su no estricta pertenencia al mundo de la pesada gravedad. Por eso trasladan con gran soltura los cuerpos por el espacio escénico. Implica la presentación de una liberalización del cuerpo físico de lo corpóreo humano, movido en sus impulsos y energías inacabables por la fuerza del empuje del alma que subyace, pues lo corpóreo viviente, cohabita con lo espiritual. Precisamente, los movimientos de los bailarines son de sobrada ligereza en escena, porque las almas potencian el actuar de los cuerpos de los vivientes.

La manifestación sensible de los cuerpos de los hombres no es exactamente lo que es expuesto a la percepción del público. Lo que percibimos es la conjunción de las almas en cada uno de los cuerpos y la fuerza de su empuje sobre estos. Como las almas son puras, de ahí el color claro del vestuario que se impone dominante e idéntico en todos los bailarines pues las almas no tienen color, son transparentes, de ahí la claridad del vestuario. Es la expresión del ser espiritual residiendo en lo interno de los hombres e invisible a estos, que trasluce al exterior la condición intrínseca de pureza y transparencia de las almas. Una interrogante surge a partir de un detalle del vestuario: una chapilla metálica en el cuello de todos los bailarines. ¿Chapilla de identificación funeraria con que se acompaña a los muertos para evitar equívocos? o ¿chapilla que cada soldado lleva a la guerra para ser reconocido cuando caiga en el campo de batalla?

Se aprecia que las almas encarnadas, en su revoloteo en escena se mueven con soltura. Al efecto se revela en cómo afirman sobresalientes el pecho de los bailarines, proyectándolos con donaire, y dispuestos los brazos hacia atrás, impulsando al cuerpo en semejanza con la esbeltez y la gracia de las aves cuando quieren salir a volar, porque apuntan a la capacidad potencial de estar prestas las almas para echar a volar en cualquier instante, cuando ocurra el desprendimiento de estas del cuerpo humano. En símil a las aves cuando están en los movimientos preliminares para despegar y deprenderse del cuerpo material de la tierra donde se apoyan, en muestra metafórica de estar almas y aves, preparadas desde siempre para emprender el despegue, para la separación de lo terreno. Ese gesto corporal de los bailarines anticipa la potencialidad de las almas al escape definitivo de los cuerpos de donde están atadas.

Entonces la música, tal y como Stevenson le ha asociado a ese momento danzario, pasa a una expresión sutilmente lírica y grandiosa. Al alma desprendida no se le permite volver al cuerpo, a revivirlo. Lo hecho está hecho. La tarea de acompañamiento transitorio asignado, ha cesado. Es el momento del desprendimiento espiritual.

Cabe entonces por eso hacia el final del espectáculo, el mostrar la marcha del alma separada, en su paso a unirse a las almas de los demás muertos con anterioridad, cuyo número elevado es simbólicamente innombrable. Se une así el alma individual a aquellas otras con las cuales conformará un grupo, tras ser liberada del cuerpo donde residiera el tiempo breve de la vida humana. Tampoco en esta nueva circunstancia, la semejanza en los bailarines no difiere, nada ha cambiado en su forma de presentación escénica, ni en el vestuario ni en los movimientos ejecutados por las otras almas, las cuales salen a recibirle para que se una a ellas. El alma, pasa primero un tiempo breve de permanecer solitaria a unirse a sus semejantes, formando una sociedad de almas, idealizadas, mucho mejores y armónicas en su comportamiento entre ellas como parece sugerir la danza, a diferencia de los tormentos que los hombres engendran a otros hombres, dispuestos lamentablemente no con poca frecuencia, a entrar en lidia, en conflicto.

En esa nueva dimensión del mundo desde donde habitan las almas ahora escénicamente sin la presencia humana, la luz brillante y azulada del comienzo del espectáculo es retomada, de nuevo refulge y el espectáculo se cierra. Con eso la espiritualidad se expande simbólicamente a todo el escenario, asociado ese pasaje al aire de magnificencia que insufla a sus sonoridades la música mozartiana. Cuando en este momento las almas concurren entre sí hacia el final del espectáculo, no lo hacen en el plano o nivel de lo terreno. Lo hacen en la representación de un espacio inmaterial supra-terreno. La luz abrillantada parece indicar la presencia de ese espacio neutro, abstracto, metafísico, no colocado ni en el cielo ni en la tierra. Es otra dimensión donde habitan las almas, y sin embargo, estaban tan entrañablemente unidas y próximas a los cuerpos que habitaban.

El dolor es sentido y expresado musicalmente por Mozart como drama, como pathos, como sufrimiento existencial en una íntima emoción presente en la obra de arte musical con la intención de despertar una carga cognoscitiva y emocional al público, que le lleve a ponderar en quien la contempla reflexivamente la trascendencia del drama existencial inevitable al que está abocado el hombre ante la muerte. ¿Qué será del cuerpo mortal y del suyo propio, pensaría Mozart, transido de dolores corporales y de la extenuante huella dejada en su cuerpo y su espíritu por las vicisitudes encontradas en su vida, corta pero muy intensa, que no pudo sortear? ¿Qué sería del alma en general y de la propia alma mozartiana cuando abandonara su cuerpo físico carnal? Ese drama es el que debió haber gravitado en la creación musical de ese creador genial y que Stevenson, con fina sensibilidad danzaria ha logrado interpretar en esta pieza, digna de encomio por la maestría artística evidenciada a mi manera de ver en la fuerza y claridad de ideas sobre las cuales la ha concebido y escenificado para las tablas.

Ese Réquiem, creo que Mozart lo ha escrito como expresión paradigmática de lograr proyectar no solo el dolor, las incertidumbres y los agobios humanos, sino especialmente también, la esperanza de comunicar la grandeza que subyace detrás de la muerte humana, donde anida la trascendencia que escapa de los simples horizontes para alcanzar la condición suprema espiritual a la cual está destinado en su especial cualidad distintiva el género humano.

Foto de Portada: Yuris Nórido