Obsesiones escénicas de un hombre inmóvil: una filigrana esplendente en el Festival Nacional de Teatro

Tanto los sueños como los mitos representan comunicaciones importantes de nosotros mismos a nosotros mismos. (Erich Fromm)

Por Roberto Pérez León

Un hombre inmóvil me movilizó. Se trata de una puesta en escena de Teatro del Espacio Interior, colectivo que representó al territorio agramontino, en la 17 edición del Festival Nacional de Teatro de Camagüey recién finalizado.

Sí, me movilizó este montaje porque me vivenció, a través de la realización teatral, erosiones existenciales desde muchos ángulos. Es un montaje que viabiliza la habitabilidad escénica de analogías, metáforas, semejanzas. Podemos entender la propuesta desde el lezamiano precepto de la imagen como absoluto, la imagen que se sabe imagen, la imagen como la última de las historias posibles.

Un hombre inmóvil es de un rotundo espesor de imágenes intrincadas y también de una simpleza sobrecogedora. Imágenes de mucha carga icónica y a la vez simbólica, presagiosa, provocadora.

Un hombre inmóvil es un índice de que una representación no es solo atendible desde sí misma, técnicamente, sino que se precisa de una energía estético-moral que llene y crezca durante el curso del montaje.

La obra dilata y afina el entendimiento en regiones invisibles. Esta puesta en escena es una iluminación refractada desde la poderosa interioridad creadora de Mario Junquera, quien ha concebido el montaje desde el texto, los diseños, la dramaturgia y la dirección general buscando una realización escénica expandible.

Se ha dicho que todo se puede pensar y pensar correctamente, que todo se puede decir y decir correctamente. Pero no todo lo que se piensa se puede decir correctamente. En el teatro el decir lo que se piensa tiene muchas posibilidades de empobrecimiento del pensar y de atrofias en el decir. Un director puede pensar, y pensar correctamente; puede decir, y decir correctamente. Ahora bien, al llegar la hora de la concepción escénica, que es el paradigma del “decir” en el teatro, cuando no se ha pensado desde una estética adecuada se dejan ver las restricciones, las distorsiones y las manipulaciones del pensar. Entonces el decir se yergue como único instrumento y sucede el escándalo, la mediatización exacerbada de la misma propuesta estética: la idea se muestra como la resultante de un andar trillado en los métodos de realización y no como fruto de una apercepción capaz de agrandar los límites de lo sensible.

En Un hombre inmóvil se dice lo que se piensa correctamente. La puesta está conformada por cercanías de elementos opuestos formal y conceptualmente. Hay perturbaciones de significados y significantes. Hay sintaxis y rupturas ortodoxas que refuerzan la interpretación de un montaje, que pudiera tener la opacidad de una intimidad sobrecogedora e intransferible. Pero el régimen enunciativo global sobrepasa los lugares comunes. Disfrutamos de una puesta en escena que prolifera de manera exponencial, desde una curiosa composición espacial en sincronía con la instalación actoral. Una duradera energía cinética problematiza la visualidad desde una composición coreográfica en el espacio de la representación de sucesos autorreferenciales: yo, tú, él, nosotros, todos, ustedes.

Los tres actores y las dos actrices se entretejen afectivamente. El discurso actoral está teñido de un barroquismo gestual con fuertes cargas dramáticas. No danzan. Hacen danza con sus gesticulaciones. Desarrollan una dramaturgia sin alardes técnicos, solo con la apoyatura de un expresionismo matricial que marca cada situación escénica.

En esta puesta el ejercicio de la palabra no está desarrollado como en el teatro habitual. Movimiento incesante, gestos expresivos, composición coreográfica articulada por sonidos melódicos, ya sea de la palabra misma o de la música. Se estructura una rítmica particular entre el movimiento vocal y el corporal. Cada vez que hay palabra en este montaje hay palabra en su accionar que al enfatizarse el performance de la gestualidad se alcanza una artificialidad teatral que nos separa de lo cotidiano causal. En esta “juntera rítmica” de la palabra fuera de su natural expresión, el gesto coreografiado y la música se produce una elocución de singularidades emotivas.

Estamos ante un suceso escénico que por su expresividad es danza-teatro, pero por su estructura formal puede ser danza teatral -términos instrumentales y como tal flexible. O estamos ante un teatro concentrado en un proceso representacional de los conflictos humanos donde la angustia, el dolor, la intemperie son transfigurados en propuesta estéticas.

Teatro con un ritmo escénico de sorprendentes expectativas. Teatro comprometido con una poética donde vibra la necesidad de expresión de contenidos humanos: el amor, la soledad, el poder, la libertad, la obediencia, la autoridad, el encierro.

La carga de emocionalidad que requiere la expresión estética de esos rizomas de la existencia, por lo insospechado de sus brotes, precisa de un movimiento vehemente y arrebatado, acalorado por la rabia, el ímpetu, la serenidad, el conformismo, la seguridad. Todo para alcanzar obsesiones escénicas absorbentes capaces de traducirse en una estructura teatral dominante.  Ahora quiero recordar la insistente consigna de Pina Bausch:  motion/not emotion. A la Bausch no le interesaba saber cómo se mueve la gente sino qué los mueve.

En la médula de este espectáculo subyacen los textos de un sabio, de un judío alemán, de uno de los hombres que más ha influido en el pensamiento occidental al desafiar a otros hombres también fecundantes de este pensamiento. Se trata de Erich Fromm quien creía que el ser humano podía llegar a ser libre, decidir su propia trayectoria una vez que tuviera conciencia de la influencia de la sociedad y la cultura en la individualidad.

Tengo que confesar que de primera y pata cuando me vi dentro del espectáculo, comprometiéndome con su concreción desde mi posición de espectador, pensé que estaba ante un desarrollo freudiano sustentado por la lógica de Federico Fellini. Y mientras avanzaba la representación me iba enredando más al tratar de encontrar la médula de saúco del suceder escénico. Llegó un momento que decidí rendirme como se rinde uno ante una puesta de sol o ante la imponencia de una montaña. No había nada que tratar de entender. Todo lo que estaba sucediendo era para sentir.  Se trataba de un hecho estético masivo.

Luego, en un encuentro con Mario Junquera como artífice total de Un hombre inmóvil, me enteré de que los textos partían de Eric Fromm, y eso me dio cierta luz para ver más de lo que había visto, pero no precisamente para verlo más claro. Ya estaba convencido de que en un espectáculo como ese, cuando se aclara se oscurece más.

Un hombre inmóvil se cataloga desde el mismo programa de mano como un “espectáculo vacío-paranormal-rígido”. Y es en lo único que estoy en desacuerdo con esta puesta en escena. No comparto su auto denominación ni en su semántica ni en su semiótica.

Se trata de una puesta sin intolerancias formales, sin apegos conceptuales. No hay sometimientos academicistas ni fobias. Tiene el vacío para que quepan preguntas y respuestas sobre cómo se hace un individuo y cómo se deshilacha luego.  Ante el imperio de lo visual escénico que se plantea como arquetipo y con una extemporalidad inaprehensible nuestras posibilidades reflexivas pueden multiplicarse.

 Un hombre inmóvil me evoca, de manera tangencial, pero a la vez germinativa, al Ignatius de La conjura de los necios, la novela de John Kennedy Toole. Ignatius es uno de los personajes más inteligentes de cuantos se hayan creado en el siglo XX. Sus cavilaciones se presentan bajo las normas de una particular “geometría y teología”.

Un hombre inmóvil tiene también la “geometría” y “teología” adecuadas para lo exegético existencial en nosotros como sujetos en un mundo cuya caligrafía invoca degeneración y flores artificiales.

Una puesta en escena de recepción enteramente simbólica por su inmanencia sensible. El conocimiento poético que aporta de nosotros mismos es duradero por el imaginario plástico y telúrico que desarrolla.

Un hombre inmóvil requiere de un público “culto, impaciente e imaginativo”, como aquél para el que escribía Martí sus crónicas desde Nueva York.  Si este montaje saliera de su “espacio interior” y no sólo Camagüey tuviera acceso a él, entonces se estaría contribuyendo a la formación de públicos. Porque tenemos que crear el Público y dentro de este los Públicos; hay que remover los cimientos de los espectadores cautivos que se estancan en determinadas poéticas de producción teatral generando un estacionamiento de la dialéctica de la percepción en las artes escénicas.

Un hombre inmóvil puede dar vueltas por toda la Isla como proyecto poético desde el teatro y como manifiesto de verdadera experimentación artística.

Teatro del Espacio Interior es un espacio integral para el desarrollo de realidades escénicas concretas, gracias al trabajo de una dramaturgia que da lugar a una práctica teatral relevante.

Fotos tomadas de Radio Camagüey